[Grupito] : Tertulia el 9 de diciembre (miércoles)

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Thu Dec 3 16:30:00 PST 2009


 
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ANUNCIOS
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Según  la opinión general de los integrantes del Grupito que me 
comunicaron, después de  la próxima tertulia vamos a tomar un descanso hasta enero de 
2010.  

Si hay alguien que quiera  ofrecer su casa para la primera tertulia del año 
2010, favor de avisarme con al  menos una semana de anticipación antes de 
la fecha (por ejemplo, para el 3 de  enero). 

Fechas posibles en enero: el 12 o 13 Y el 26 o 28

Les  deseo un feliz diciembre y un próspero año nuevo.  

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Saludos:

Gracias a la generosidad de  Anna Griffen, la próxima tertulia literaria y 
gastronómica tendrá lugar el día 9  de diciembre (el miércoles), a las 7:00 
de la noche en su casa.

Debido a  su departamento pequeño, solo hay espacio para 14 huéspedes.  Por 
eso, el  RSVP a Ana es obligatorio: _snarlyelf2002 en yahoo.com_ 
(mailto:snarlyelf2002 en yahoo.com) .  

Ella enviará las direcciones a su casa a cada  uno de los primeros 14 que 
responden.

Aqui está el enlace para el cuento
_http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/anderson/leve.htm_ 
(http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/anderson/leve.htm) 

Ademas,  hay abajo una copia de la lectura si tienes problemas con el 
enlace.

Te  rogamos que vengas preparado, habiendo leído la lectura de
antemano, y que  traigas un plato y/o una bebida para compartir.

Debra  Valov
http://www.lasecomujeres.org

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El  leve Pedro
[Cuento. Texto completo] 
Enrique Anderson  Imbert

Durante dos meses se asomó a la muerte. El médico refunfuñaba que  la 
enfermedad de Pedro era nueva, que no había modo de tratarse y que él no  sabía 
qué hacer... Por suerte el enfermo, solito, se fue curando. No había  perdido 
su buen humor, su oronda calma provinciana. Demasiado flaco y eso era  
todo. Pero al levantarse después de varias semanas de convalecencia se sintió  
sin peso. 

-Oye -dijo a su mujer- me siento bien pero ¡no sé!, el cuerpo  me parece... 
ausente. Estoy como si mis envolturas fueran a desprenderse  dejándome el 
alma desnuda 

-Languideces -le respondió su mujer.  

-Tal vez. 

Siguió recobrándose. Ya paseaba por el caserón,  atendía el hambre de las 
gallinas y de los cerdos, dio una mano de pintura verde  a la pajarera 
bulliciosa y aun se animó a hachar la leña y llevarla en  carretilla hasta el 
galpón. 

Según pasaban los días las carnes de Pedro  perdían densidad. Algo muy raro 
le iba minando, socavando, vaciando el cuerpo.  Se sentía con una 
ingravidez portentosa. Era la ingravidez de la chispa, de la  burbuja y del globo. Le 
costaba muy poco saltar limpiamente la verja, trepar las  escaleras de 
cinco en cinco, coger de un brinco la manzana alta. 

-Te has  mejorado tanto -observaba su mujer- que pareces un chiquillo 
acróbata.  

Una mañana Pedro se asustó. Hasta entonces su agilidad le había  
preocupado, pero todo ocurría como Dios manda. Era extraordinario que, sin  
proponérselo, convirtiera la marcha de los humanos en una triunfal carrera en  
volandas sobre la quinta. Era extraordinario pero no milagroso. Lo milagroso  
apareció esa mañana. 

Muy temprano fue al potrero. Caminaba con pasos  contenidos porque ya sabía 
que en cuanto taconeara iría dando botes por el  corral. Arremangó la 
camisa, acomodó un tronco, tomó el hacha y asestó el primer  golpe. Entonces, 
rechazado por el impulso de su propio hachazo, Pedro levantó  vuelo. 

Prendido todavía del hacha, quedó un instante en suspensión  levitando 
allá, a la altura de los techos; y luego bajó lentamente, bajó como un  tenue 
vilano de cardo. 

Acudió su mujer cuando Pedro ya había descendido  y, con una palidez de 
muerte, temblaba agarrado a un rollizo tronco.  

-¡Hebe! ¡Casi me caigo al cielo! 

-Tonterías. No puedes caerte al  cielo. Nadie se cae al cielo. ¿Qué te ha 
pasado?

Pedro explicó la cosa a  su mujer y ésta, sin asombro, le convino: 

-Te sucede por hacerte el  acróbata. Ya te lo he prevenido. El día menos 
pensado te desnucarás en una de  tus piruetas.

-¡No, no! -insistió Pedro-. Ahora es diferente. Me resbalé.  El cielo es un 
precipicio, Hebe. 

Pedro soltó el tronco que lo anclaba  pero se asió fuertemente a su mujer. 
Así abrazados volvieron a la casa.  

-¡Hombre! -le dijo Hebe, que sentía el cuerpo de su marido pegado al  suyo 
como el de un animal extrañamente joven y salvaje, con ansias de huir-.  
¡Hombre, déjate de hacer fuerza, que me arrastras! Das unas zancadas como si  
quisieras echarte a volar. 

-¿Has visto, has visto? Algo horrible me está  amenazando, Hebe. Un 
esguince, y ya comienza la ascensión. 

Esa tarde,  Pedro, que estaba apoltronado en el patio leyendo las 
historietas del periódico,  se rió convulsivamente, y con la propulsión de ese motor 
alegre fue elevándose  como un ludión, como un buzo que se quita las suelas. 
La risa se trocó en terror  y Hebe acudió otra vez a las voces de su 
marido. Alcanzó a agarrarle los  pantalones y lo atrajo a la tierra. Ya no había 
duda. Hebe le llenó los  bolsillos con grandes tuercas, caños de plomo y 
piedras; y estos pesos por el  momento dieron a su cuerpo la solidez necesaria 
para tranquear por la galería y  empinarse por la escalera de su cuarto. Lo 
difícil fue desvestirlo. Cuando Hebe  le quitó los hierros y el plomo, Pedro, 
fluctuante sobre las sábanas, se  entrelazó con los barrotes de la cama y 
le advirtió: 

-¡Cuidado, Hebe!  Vamos a hacerlo despacio porque no quiero dormir en el 
techo. 

-Mañana  mismo llamaremos al médico. 

-Si consigo estarme quieto no me ocurrirá  nada. Solamente cuando me agito 
me hago aeronauta. 

Con mil precauciones  pudo acostarse y se sintió seguro. 

-¿Tienes ganas de subir? 

-No.  Estoy bien. 

Se dieron las buenas noches y Hebe apagó la luz. 

Al  otro día cuando Hebe despegó los ojos vio a Pedro durmiendo como un 
bendito, con  la cara pegada al techo. 

Parecía un globo escapado de las manos de un  niño. 

-¡Pedro, Pedro! -gritó aterrorizada. 

Al fin Pedro  despertó, dolorido por el estrujón de varias horas contra el 
cielo raso. ¡Qué  espanto! Trató de saltar al revés, de caer para arriba, de 
subir para abajo.  Pero el techo lo succionaba como succionaba el suelo a 
Hebe. 

-Tendrás  que atarme de una pierna y amarrarme al ropero hasta que llames 
al doctor y vea  qué pasa. 

Hebe buscó una cuerda y una escalera, ató un pie a su marido y  se puso a 
tirar con todo el ánimo. El cuerpo adosado al techo se removió como un  lento 
dirigible. 

Aterrizaba. 

En eso se coló por la puerta un  correntón de aire que ladeó la leve 
corporeidad de Pedro y, como a una pluma, la  sopló por la ventana abierta. 
Ocurrió en un segundo. Hebe lanzó un grito y la  cuerda se le desvaneció, subía 
por el aire inocente de la mañana, subía en suave  contoneo como un globo de 
color fugitivo en un día de fiesta, perdido para  siempre, en viaje al 
infinito. Se hizo un punto y luego  nada.

FIN
------------ pr?xima parte ------------
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