[Grupito] : Tertulia el 6 de diciembre (el martes)

Ecomujeres at aol.com Ecomujeres at aol.com
Tue Nov 29 13:05:48 PST 2011


 
ENGLISH VERSION FOLLOWS SPANISH 
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ANUNCIOS – 
Descansamos hasta el Año  Nuevo.  Que tengan una temporada muy  feliz.  
Favor de avisarme si quieres  ser el próximo anfitrión. 
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Saludos: 
La próxima tertulia  literaria y gastronómica tendrá lugar el día 6  
de deciembre (el martes)  a las 7:00 en la casa de Barbara Marsh, que está 
ubicada en las colinas de  Berkeley. 
Debido a su casita  pequeña, solo hay espacio para once (11) huéspedes.  
Por eso, el RSVP a  Bárbara es obligatorio por correo: 
_bjoymarsh en yahoo.com.au_ (mailto:bjoymarsh en yahoo.com.au)  
o por teléfono 510  644-2836 (no tiene contestador). 
Ella enviará las  direcciones a su casa a cada uno de los primeros 11 que  
responden. 
Gracias a Juana por  escoger la lectura, “El Evangelio según  Marcos” por 
Jorge Luís Borges está adjunta en formato  PDF. 
Ademas, hay abajo una  copia de la lectura por si acaso tengas problemas 
con   
el  documento. 
Te rogamos que vengas  preparado, habiendo leído la lectura de 
antemano, y que traigas  un plato y/o una bebida para compartir. 
Debra  Valov 
ecomujeres en aol.com 
ENGLISH******************************************************* 
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ANNOUNCEMENTS – 
We  are taking a break until after the New Year.  I hope you all have a 
happy holiday  season.  Let me know if you are  interested in offering your 
house for the next tertulia. 
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Hello! 
The  next tertulia will take place on December 6th (Tuesday) at 7 pm at  
Barbara Marsh’s place in the Berkeley Hills. 
Because her casita is small, there is only room for 11 guests  and so an 
RSVP is required by email _bjoymarsh en yahoo.com.au_ 
(mailto:bjoymarsh en yahoo.com.au)   or telephone 510 644-2836 (no message machine).  She will send 
directions to her house to  the first 11 people to RSVP. 
Thanks go to Joan for selecting the reading, “El Evangelio según Marcos” 
by Jorge Luís Borges  which is attached as a PDF file and also pasted below 
this message. 
Please come prepared, having already read the story, and  bring a plate 
and/or 
drink  to share. 
Debra  Valov 
ecomujeres en aol.com 
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LECTURA /  READING 
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El Evangelio según Marcos
(de: El informe de Brodie,  1970)

Jorge Luis  Borges
(1899–1986) 
El hecho sucedió en la  estancia La Colorada, en el partido de Junín, hacia 
el sur, en los últimos días  del mes de marzo de 1928. Su protagonista fue 
un estudiante de medicina,  Baltasar Espinosa. Podemos definirlo por ahora 
como uno de tantos muchachos  porteños, sin otros rasgos dignos de nota que 
esa facultad oratoria que le había  hecho merecer más de un premio en el 
colegio inglés de Ramos Mejía y que una  casi ilimitada bondad. No le gustaba 
discutir; prefería que el interlocutor  tuviera razón y no él. Aunque los 
azares del juego le interesaban, era un mal  jugador, porque le desagradaba 
ganar. Su abierta inteligencia era perezosa; a  los treinta y tres años le 
faltaba rendir una materia para graduarse, la que más  lo atraía. Su padre, que 
era librepensador, como todos los señores de su época,  lo había instruido en 
la doctrina de Herbert Spencer, pero su madre, antes de un  viaje a 
Montevideo, le pidió que todas las noches rezara el Padrenuestro e  hiciera la 
señal de la cruz. A lo largo de los años no había quebrado nunca esa  promesa. 
No carecía de coraje; una mañana había cambiado, con más indiferencia  que 
ira, dos o tres puñetazos con un grupo de compañeros que querían forzarlo a  
participar en una huelga universitaria. Abundaba, por espíritu de 
aquiescencia,  en opiniones o hábitos discutibles: el país le importaba menos que el 
riesgo de  que en otras partes creyeran que usamos plumas; veneraba a Francia 
pero  menospreciaba a los franceses; tenía en poco a los americanos, pero 
aprobaba el  hecho de que hubiera rascacielos en Buenos Aires; creía que los 
gauchos de la  llanura son mejores jinetes que los de las cuchillas o los 
cerros. Cuando  Daniel, su primo, le propuso veranear en La Colorada, dijo 
inmediatamente que  sí, no porque le gustara el campo sino por natural 
complacencia y porque no  buscó razones válidas para decir que no.

El casco  de la estancia era grande y un poco abandonado; las dependencias 
del capataz,  que se llamaba Gutre, estaban muy cerca. Los Gutres eran tres: 
el padre, el  hijo, que era singularmente tosco, y una muchacha de incierta 
paternidad. Eran  altos, fuertes, huesudos, de pelo que tiraba a rojizo y 
de caras aindiadas. Casi  no hablaban. La mujer del capataz había muerto hace 
años.

Espinosa,  en el campo, fue aprendiendo cosas que no sabía y que no 
sospechaba. Por  ejemplo, que no hay que galopar cuando uno se está acercando a las 
casas y que  nadie sale a andar a caballo sino para cumplir con una tarea. 
Con el tiempo  llegaría a distinguir los pájaros por el grito.

A los  pocos días, Daniel tuvo que ausentarse a la capital para cerrar una 
operación de  animales. A lo sumo, el negocio le tomaría una semana. 
Espinosa, que ya estaba  un poco harto de las bonnes fortunes de su primo y de su 
infatigable  interés por las variaciones de la sastrería, prefirió quedarse 
en la estancia,  con sus libros de texto. El calor apretaba y ni siquiera la 
noche traía un  alivio. En el alba, los truenos lo despertaron. El viento 
zamarreaba las  casuarinas. Espinosa oyó las primeras gotas y dio gracias a 
Dios. El aire frío  vino de golpe. Esa tarde, el Salado se desbordó.

Al otro  día, Baltasar Espinosa, mirando desde la galería los campos 
anegados, pensó que  la metáfora que equipara la pampa con el mar no era, por lo 
menos esa mañana,  del todo falsa, aunque Hudson había dejado escrito que el 
mar nos parece más  grande, porque lo vemos desde la cubierta del barco y no 
desde el caballo o  desde nuestra altura. La lluvia no cejaba; los Gutres, 
ayudados o incomodados  por el pueblero, salvaron buena parte de la 
hacienda, aunque hubo muchos  animales ahogados. Los caminos para llegar a La 
Colorada eran cuatro: a todos  los cubrieron las aguas. Al tercer día, una gotera 
amenazó la casa del capataz;  Espinosa les dio una habitación que quedaba en 
el fondo, al lado del galpón de  las herramientas. La mudanza los fue 
acercando; comían juntos en el gran  comedor. El diálogo resultaba difícil; los 
Gutres, que sabían tantas cosas en  materia de campo, no sabían explicarlas, 
Una noche, Espinosa les preguntó si la  gente guardaba algún recuerdo de los 
malones, cuando la comandancia estaba en  Junín. Le dijeron que sí, pero lo 
mismo hubieran contestado a una pregunta sobre  la ejecución de Carlos 
Primero. Espinosa recordó que su padre solía decir que  casi todos los casos de 
longevidad que se dan en el campo son casos de mala  memoria o de un 
concepto vago de las fechas. Los gauchos suelen ignorar por  igual el año en que 
nacieron y el nombre de quien los engendró.

En toda  la casa no había otros libros que una serie de la revista La 
Chacra, un  manual de veterinaria, un ejemplar de lujo del Tabaré, una Historia 
del  Shorthorn en la Argentina, unos cuantos relatos eróticos o policiales y 
una  novela reciente: Don Segundo Sombra. Espinosa, para distraer de algún  
modo la sobremesa inevitable, leyó un par de capítulos a los Gutres, que 
eran  analfabetos. Desgraciadamente, el capataz había sido tropero y no le 
podían  importar las andanzas de otro. Dijo que ese trabajo era liviano, que 
llevaban  siempre un carguero con todo lo que se precisa y que, de no haber 
sido tropero,  no habría llegado nunca hasta la Laguna de Gómez, hasta el 
Bragado y hasta los  campos de los Núñez, en Chacabuco. En la cocina había una 
guitarra; los peones,  antes de los hechos que narro, se sentaban en rueda; 
alguien la templaba y no  llegaba nunca a tocar. Esto se llamaba una 
guitarreada.

Espinosa,  que se había dejado crecer la barba, solía demorarse ante el 
espejo para mirar  su cara cambiada y sonreía al pensar que en Buenos Aires 
aburriría a los  muchachos con el relato de la inundación del Salado. 
Curiosamente, extrañaba  lugares a los que no iba nunca y no iría: una esquina de la 
calle Cabrera en la  que hay un buzón, unos leones de mampostería en un 
portón de la calle Jujuy, a  unas cuadras del Once, un almacén con piso de 
baldosa que no sabía muy bien  donde estaba. En cuanto a sus hermanos y a su 
padre, ya sabrían por Daniel que  estaba aislado —la palabra, etimológicamente, 
era justa— por la creciente.

Explorando la casa, siempre cercada por las aguas, dio con una Biblia en  
inglés. En las páginas finales los Guthrie —tal era su nombre genuino— 
habían  dejado escrita su historia. Eran oriundos de Inverness, habían arribado a 
este  continente, sin duda como peones, a principios del siglo diecinueve, 
y se habían  cruzado con indios. La crónica cesaba hacia mil ochocientos 
setenta y tantos; ya  no sabían escribir. Al cabo de unas pocas generaciones 
habían olvidado el  inglés; el castellano, cuando Espinosa los conoció, les 
daba trabajo. Carecían  de fe, pero en su sangre perduraban, como rastros 
oscuros, el duro fanatismo del  calvinista y las supersticiones del pampa. 
Espinosa les habló de su hallazgo y  casi no escucharon.

Hojeó el  volumen y sus dedos lo abrieron en el comienzo del Evangelio 
según Marcos. Para  ejercitarse en la traducción y acaso para ver si entendían 
algo, decidió leerles  ese texto después de la comida. Le sorprendió que lo 
escucharan con atención y  luego con callado interés. Acaso la presencia de 
las letras de oro en la tapa le  diera más autoridad. Lo llevan en la sangre, 
pensó. También se le ocurrió que  los hombres, a lo largo del tiempo, han 
repetido siempre dos historias: la de un  bajel perdido que busca por los 
mares mediterráneos una isla querida, y la de un  dios que se hace crucificar 
en el Gólgota. Recordó las clases de elocución en  Ramos Mejía y se ponía de 
pie para predicar las parábolas.

Los  Gutres despachaban la carne asada y las sardinas para no demorar el  
Evangelio.

Una  corderita que la muchacha mimaba y adornaba con una cintita celeste se 
lastimó  con un alambrado de púa. Para parar la sangre, querían ponerle una 
telaraña;  Espinosa la curó con unas pastillas. La gratitud que esa 
curación despertó no  dejó de asombrarlo. Al principio, había desconfiado de los 
Gutres y había  escondido en uno de sus libros los doscientos cuarenta pesos 
que llevaba  consigo; ahora, ausente el patrón, él había tomado su lugar y 
daba órdenes  tímidas, que eran inmediatamente acatadas. Los Gutres lo seguían 
por las piezas  y por el corredor, como si anduvieran perdidos. Mientras 
leía, notó que le  retiraban las migas que él había dejado sobre la mesa. Una 
tarde los sorprendió  hablando de él con respeto y pocas palabras. Concluido 
el Evangelio según  Marcos, quiso leer otro de los tres que faltaban; el 
padre le pidió que  repitiera el que ya había leído, para entenderlo bien. 
Espinosa sintió que eran  como niños a quienes la repetición les agrada más que 
la variación o la novedad.  Una noche soñó con el Diluvio, lo cual no es de 
extrañar; los martillazos de la  fabricación del arca lo despertaron y 
pensó que acaso eran truenos. En efecto,  la lluvia, que había amainado, volvió 
a recrudecer. El frío era intenso. Le  dijeron que el temporal había roto el 
techo del galpón de las herramientas y que  iban a mostrárselo cuando 
estuvieran arregladas las vigas. Ya no era un  forastero y todos lo trataban con 
atención y casi lo mimaban. A ninguno le  gustaba el café, pero había 
siempre una tacita para él, que colmaban de  azúcar.

El  temporal ocurrió un martes. El jueves a la noche lo recordó un 
golpecito suave  en la puerta que, por las dudas, él siempre cerraba con llave. Se 
levantó y  abrió: era la muchacha. En la oscuridad no la vio, pero por los 
pasos notó que  estaba descalza y después, en el lecho, que había venido desde 
el fondo,  desnuda. No lo abrazó, no dijo una sola palabra; se tendió junto 
a él y estaba  temblando. Era la primera vez que conocía a un hombre. 
Cuando se fue, no le dio  un beso; Espinosa pensó que ni siquiera sabía cómo se 
llamaba. Urgido por una  íntima razón que no trató de averiguar, juró que en 
Buenos Aires no le contaría  a nadie esa historia.

El día  siguiente comenzó como los anteriores, salvo que el padre habló con 
Espinosa y  le preguntó si Cristo se dejó matar para salvar a todos los 
hombres. Espinosa,  que era libre pensador pero que se vio obligado a 
justificar lo que les había  leído, le contestó:

—Sí. Para  salvar a todos del infierno.

Gutre le  dijo entonces:

— ¿Qué es  el infierno?

—Un lugar  bajo tierra donde las ánimas arderán y arderán.

— ¿Y  también se salvaron los que clavaron los clavos?

—Sí  —replicó Espinosa cuya teología era incierta.

Había  temido que el capataz le exigiera cuentas de lo ocurrido anoche con 
su hija.

Después  del almuerzo, le pidieron que releyera los últimos capítulos.
Espinosa durmió  una siesta larga, un leve sueño interrumpido por 
persistentes martillos y por  vagas premoniciones. Hacia el atardecer se levantó y 
salió al corredor. Dijo  como si pensara en voz alta:

—Las  aguas están bajas. Ya falta poco.

—Ya falta  poco —repitió Gutre, como un eco.

Los tres lo habían  seguido. Hincados en el piso de piedra le pidieron la 
bendición. Después lo  maldijeron, lo escupieron y lo empujaron hasta el 
fondo. La muchacha lloraba.  Cuando abrieron la puerta, vio el firmamento. Un 
pájaro gritó; pensó: Es un  jilguero. El galpón estaba sin techo; habían 
arrancado las vigas para construir  la Cruz.

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