[Grupito] : tertulia el MIERCOLES, 7 de noviembre

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Sat Oct 27 17:34:12 PDT 2012


 
ENGLISH VERSION  FOLLOWS SPANISH 
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ANUNCIOS –  EVENTOS VENIDEROS 
Todavía no  tenemos una tertulia programada para noviembre.  Favor de 
avisarme si  quieres ofrecer tu casa. 
¿Conoces a  alguien que le interese el Grupito? Puede inscribirse 
diréctamente en la  página:  http://lists.sonic.net/mailman/listinfo/grupito. 
Si ya no quieres  recibir los mensajes del Grupito, visite la página del 
Grupito  http://lists.sonic.net/mailman/listinfo/grupito  para terminar tu  
suscripción 
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Saludos: 
La próxima  tertulia literaria y gastronómica tendrá lugar el día 7 de   
noviembre (el  MIERCOLES) en la casa de Sarah. 
Debido a su  departamento pequeño, solo hay espacio para 10 huéspedes.  Por 
eso, el RSVP  a Sarah es obligatorio.  Por email: _routec en yahoo.com_ 
(mailto:routec en yahoo.com)  
Sarah le enviará su  dirección y instrucciones para llegar a su casa cerca 
de College y 51st a los  primeros 10 que envíe un RSVP. 
La lectura, “Lisa  Di Noldo” por Luis López Nieves, está adjunta en 
formato  PDF. 
Ademas, hay abajo  una copia de la lectura por si acaso tengas problemas 
con   
el  documento. 
Te rogamos que  vengas preparado, habiendo leído la lectura de 
antemano, y que  traigas un plato y/o una bebida para compartir. 
Debra  Valov 
ecomujeres en aol.com 
ENGLISH******************************************************* 
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ANNOUNCEMENTS – UPCOMING EVENTS 
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We  don’t yet have a second tertulia planned for November.  If you’d like 
to  offer your place, please contact me. 
Know  someone who wants to join El Grupito?  They can join directly by 
visiting the page:  _http://lists.sonic.net/mailman/listinfo/grupito_ 
(http://lists.sonic.net/mailman/listinfo/grupito) . 
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and  remove yourself from the list:  
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Hello! 
The  next tertulia will take place on November 7 (WEDNESDAY) at 7 pm at  
Sarah´s. 
Because of the small size of her apartment, the tertulia will  be limited 
to 10 guests.  An RSVP is  required by email:  _routec en yahoo.com_ 
(mailto:routec en yahoo.com)  
Sarah will send her address  and directions to her place near College and 
51st to the first 10 people to send  an RSVP. 
The  reading, “Lisa Di Noldo” by Luis López Nieves, is attached as a PDF 
file and a  copy is also pasted below this message. 
Please come prepared, having already read the story, and  bring a plate 
and/or 
drink  to share. 
Debra  Valov 
ecomujeres en aol.com 
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LECTURA /  READING 
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Lisa di Noldo 
_Luis López  Nieves_ (http://www.ciudadseva.com/)  
No es que la comida francesa sea mala, bastante fama tiene, pero durante  
mi quinto día en París, cuando al fin realizaba mi sueño de pasar un día  
completo en el famoso Museo del Louvre, se me descompuso el estómago de pronto 
y  tuve que correr hasta el baño más cercano. No sé si se debió a las ricas 
cenas  carnívoras que cada noche, en busca de la novedad, disfrutaba en un 
restaurante  diferente del Quartier Latin, o a los croque-messieurs y a las  
crêpes que durante el día me atragantaba, de pie, en cualquier brasserie.  
Pero lo cierto es que de pronto tuve que correr. No digo más. Basta señalar 
que  los baños del museo más famoso del mundo son limpios: cualquier otro 
detalle  sería imprudente. En el momento del primer retortijón estaba en uno de 
los pisos  más altos y remotos del Museo, y había corrido hasta el baño más 
cercano, por lo  que me sentía bastante aislado del bullicio y escuchaba 
poco movimiento. En el  tiempo que estuve allí sólo entraron cinco o seis 
hombres: el último anunció  algo en voz alta, pero debido a mi francés 
defectuoso y al dolor de mis entrañas  no entendí lo que dijo. 
Varias veces me sentí aliviado, libre para volver al Museo al fin, pero  
cuando me enderezaba, me lavaba las manos y trataba de acercarme a la salida, 
de  repente me veía obligado a regresar con prisa al cubículo. No daré más 
detalles.  Creo que estuve en el baño al menos noventa minutos. Terminado mi 
calvario, no  sólo me lavé las manos sino que aproveché para enjuagarme la 
cara y mojarme el  pelo. Me miré en el espejo y la verdad es que ya era otro: 
tenía el rostro  pacífico y se me había calmado el estómago. Ahora sólo 
tenía ganas de volver a  los salones del Museo. 
Al abrir la puerta del baño me encontré ante una galería oscura: con  
esfuerzo, y gracias a la luz indirecta que salía del baño, podía distinguir las  
siluetas de los cuadros en las paredes, pero las luces del Museo estaban  
apagadas. Tampoco escuchaba a nadie. Miré mi reloj: ya eran las siete y diez 
de  la noche; el Museo cerraba a las seis. Agarrado de las paredes, muy 
despacio,  empecé a buscar una salida, pero a cada paso mío se hacía más oscuro y 
llegó el  momento en que casi no veía nada. ¿Qué hacer? 
No tenía fósforos, porque no fumo. No encontraba botones de emergencia,  
ventanas ni teléfonos. No hallaba las escaleras. Nada. ¿Cómo llegar a la 
salida?  Tanteando muy despacio, agarrado de las paredes, recorrí las galerías 
durante  más de dos horas. Me perdí en ese laberinto de pinturas y esculturas. 
Rendido,  sin esperanzas de encontrar una salida hasta que llegaran los 
empleados por la  mañana, decidí regresar a la abundante luz del baño donde 
podría pensar un poco  y examinar mis opciones. Pero tan pronto empecé a buscar 
el baño comprendí de  golpe que había perdido toda orientación y que ya no 
sabía si iba o venía.  Estaba en una galería de tapices renacentistas. Olía 
a humedad, a viejo, a  tiempo detenido. El silencio era perfecto. Frustrado, 
angustiado, me senté en  una esquina con los codos sobre las rodillas, como 
un niño. Fijé la vista sobre  el tapiz que tenía justo al frente, en el que 
se representaba un banquete del  Renacimiento. En el centro de la mesa 
llamaba la atención una espléndida bandeja  de oro, con incrustaciones de 
madreperla y lapislázuli, repleta de frutas  suculentas. A pesar de las tinieblas, 
y de la antigüedad del tapiz, las frutas  estaban tan bien hechas que sentí 
hambre y la boca se me hizo agua. Al mismo  tiempo una brisa ligera, que 
surgió de la nada, me refrescó el rostro. Escuché  un sonido suave, ingrávido, 
como los pasos de una mujer descalza. Con el rabo  del ojo me pareció ver, 
de pronto, una sombra que se movía. Me puse de pie al  instante y comprobé 
que no era una aparición, sino una elegante mujer de carne y  hueso que se me 
acercaba. 
No era hermosa ni fea: vestía un traje negro de mangas largas y amplio  
escote redondo; sobre los hombros llevaba una estola arcaica, del mismo color.  
El largo cabello, peinado con una simple partidura en el centro, era oscuro 
y  algo ondulado. Un velo de gasa muy fina le cubría la parte de arriba de 
la  cabeza, como una corona. Aunque calculé que tan sólo tendría unos 29 
años de  edad, su aire era anacrónico; aun así me atrajo su sonrisa autónoma, 
que no  guardaba relación con el momento ni el lugar en que ambos estábamos  
atrapados. 
La mujer me miraba con toda la sabiduría del mundo, como si ya supiera  
quién era yo, dónde vivía y por qué me había perdido como un imbécil en el  
Museo. 
–Ah, ¿también perdida? –exclamé sin pensarlo mucho. Quizás pude haber  
dicho algo más inteligente o menos predecible, pero estaba nervioso. 
–No, no –dijo sin perder la sonrisa–. Vivo aquí. 
Hablaba con acento raro, pero no era francesa. Andaluza o siciliana, tal  
vez. De Creta, Cerdeña o del Algarbe, también era posible. Pero no de  
Francia. 
–¿En París?
–En el Museo, desde hace muchos años. 
–Claro –dije–. En el Museo. ¿Y cómo te alimentas? 
–De las miradas. De los elogios. Desde muy lejos vienen a  visitarme. 
–Bueno, entonces conoces bien el edificio. 
–Cada palmo, recodo y nicho. Durante trescientos años he caminado estas  
galerías todas las noches. 
–¡Trescientos años! Entonces lo conoces muy bien. ¿Puedes ayudarme a  
salir? 
–Claro, ahora mismo puedo llevarte al vestíbulo, pero preferiría charlar  
un poco. ¿Tienes prisa? 
Reexaminé a la mujer con la vista, sin decir palabra. Colocó la mano  
derecha sobre la izquierda, ambas al nivel de la cintura, y esperó a que  
terminara mi inspección. Con la sonrisa decía todo y nada. 
–¡Eres La Gioconda, Monna Lisa! –exclamé de golpe. 
–Desde el día en que me casé, hace muchos años. 
–Lisa es lindo, pero nunca entendí el «monna». Es selvático. 
–No, no. Viene de señora, «madonna». Mi nombre de soltera fue Lisa di  
Noldo, si te gusta más. 
–Lisa di Noldo –repetí el melódico nombre–. Me gusta más. 
–Debes tener hambre. 
–Mucha, desde que vi las frutas de ese tapiz. 
–Pero están viejas –acentuó la sonrisa un poco–. Ven, sé dónde puedes  
comer algo. 
Con su mano fría, suave, tomó la mía y me llevó al centro mismo de la  
oscuridad. Yo no veía nada, ni siquiera la mano libre que colocaba frente a mi  
rostro para protegerlo de lo desconocido. Pero ella me guiaba con paso 
seguro,  rápido, como si camináramos a plena luz del día. Me inspiró una cierta  
tranquilidad y me dejé llevar, aunque de todos modos, como simple reflejo o 
por  alguna profunda desconfianza que no quería admitir, conservaba mi mano 
libre  como un escudo frente a mi rostro indefenso.  
–Puedes bajar la mano, sé lo que hago –dijo, como si me leyera los  
pensamientos. Con un ligero bochorno, la bajé de una vez. No sabía si ella, en  
las tinieblas, había notado mi sonrojo. 
El paseo no fue breve. Bajamos unas cinco escaleras y tuve la impresión  de 
que cruzábamos el edificio de un lado al otro, aunque no estaba seguro 
porque  llevaba mucho tiempo desorientado. Mi único contacto con el mundo era 
aquella  suave mano que me guiaba con dulzura, el susurro de sus faldas que 
rozaban el  piso y el tenue olor bucólico que emanaba de su cuerpo invisible. 
Al fin Lisa se detuvo, abrió una puerta y encendió la luz. La claridad  
súbita me deslumbró durante varios segundos, pero pronto descubrí que estábamos 
 en una cafetería. 
–Comida como tal no hay. Pero puedes saciar el hambre con esos víveres  
modernos –indicó mientras señalaba unas tablillas repletas de bolsas de papitas 
 fritas y de otras meriendas embolsadas. Había también una máquina de  
refrescos. 
Agarré cuatro bolsas de papitas y me serví una Coca-Cola grande. Ella no  
quiso nada. Busqué con la vista alguna mesa que estuviera cerca de una 
ventana,  pero no había ventanas. Nos sentamos en la primera mesa. 
–¿Cómo anda el mundo? –preguntó Lisa–. Por favor dime todo lo que  sepas. 
–¿Dónde te quedaste? 
–¿Leonardo sigue famoso en Italia? 
–¿Da Vinci? Famosísimo en el mundo entero, gracias a ti. 
–Al contrario, yo le debo la fama –dijo, pero su sonrisa críptica me  creó 
la duda de si hablaba en serio. 
–¿Tus últimas noticias son del siglo XVI? 
–No, no. Me hablaron de la liberación femenina. ¿Las mujeres aún visten  
como los hombres? 
–¿Quién te dijo semejante barbaridad? –exclamé sorprendido–. Las mujeres  
nunca se han vestido como nosotros. 
–Las he visto. Y hace unos años Magdalena, una doncella de Madrid, se  
quedó atrapada. Pasamos la noche platicando. En esa misma silla comió, como tú.  
Vestía calzas parecidas a las tuyas, no llevaba traje de mujer. 
No era difícil hablar con Lisa. Me hacía una pregunta tras otra,  
entusiasmada, con la alegría de una niña pero la inteligencia de una mujer  madura. 
Antes de terminar mis respuestas me lanzaba nuevas preguntas, a veces de  dos 
en dos, o de tres en tres. Quería saberlo todo, ponerse al día, enterarse 
de  lo que ocurría en ese mundo externo que tanto celebraba a La Gioconda, 
pero que  ella apenas conocía. No era presumida, no parecía consciente de su 
fama. Hablaba  con la curiosidad de una persona ordinaria y celebraba mis 
noticias como si  ocurrieran ante sus ojos. En algún momento de la noche, que 
ya no puedo  precisar, comprendí de golpe que me había enamorado, que a 
partir de ese  encuentro mi vida ya no podría ser la misma. 
Ya le había contado a Lisa sobre Garibaldi y la unificación italiana,  que 
ella casi no podía creer; me disponía a contarle sobre el Che Guevara y la  
historia de América Latina, pero de pronto se puso de pie, sobresaltada, y 
me  agarró la mano. 
–Amanece. Debes irte. Ven, ven. 
Nuevamente me llevó de la mano por las oscuras galerías. Iba con mucha  
prisa, casi corriendo, repitiendo de vez en cuando que debíamos apurarnos para  
que no la vieran los empleados. Llegamos finalmente a una habitación algo  
iluminada: por debajo de la puerta entraba luz suficiente para ver el rostro 
 exquisito de Lisa.  
–Hasta aquí llego, salió el sol. Al cruzar esa puerta entrarás a un  
vestíbulo iluminado. Todavía te faltarán unos cien codos para llegar a la salida  
del edificio, que está cerrada. Sólo podrás salir si los centinelas te 
abren.  Ten cuidado. Y no me olvides –dijo en voz baja –, no me olvides.  
Me miró con esa famosa expresión que no describiré, porque millones de  
personas lo han intentado sin éxito durante quinientos años. Había alegría en 
su  rostro, pero también tristeza. Entonces, en cuestión de segundos, por 
impulso y  sin planearlo, di el paso que habría de marcar el resto de mi vida: 
besé la boca  más famosa del mundo. 
Lisa no me rechazó: tampoco me abrazó. Para una mujer de su tiempo no es  
fácil besar a un hombre la primera noche. Todavía hay mujeres así en el 
mundo, y  yo había conocido a varias, por eso reconocí la reacción de una mujer 
que quiere  pero no debe, o que cree querer pero no está segura. Sostuve el 
beso; ella  esperaba pasiva, pero sin repudio. Al despegarme bajó la mirada y 
guardó  silencio por primera vez en toda la noche. La famosa sonrisa de 
siempre, el  extraordinario signo de interrogación del que tanto se ha hablado 
en el mundo,  había desaparecido: ante mí tenía ahora un tímido rostro 
sonrojado. Le levanté  el mentón con el dedo. Me miró a los ojos con los suyos 
humedecidos y ya no fue  necesario decir más. 
Me apretó la mano: 
–Debes irte. Podrían verme. 
De repente agarró mis manos entre las suyas, me las besó varias veces y  
corrió hasta perderse en la oscuridad de los salones. Cerca de mí, detrás de 
la  puerta que llevaba al vestíbulo iluminado, comencé a escuchar voces y 
pasos: los  empleados empezaban a ocupar sus puestos de trabajo. Había llegado 
la hora de  salir y de contarle a los guardias sobre mi prisión accidental. 
Abrí la puerta y  sólo pude dar dos pasos: la luz contundente del vestíbulo 
me deslumbró. Ciego,  desconcertado, me cubrí los ojos con las manos: 
escuché los gritos de los  empleados asombrados, la viril conmoción de los 
guardias, los estridentes  chillidos de la alarma. Varios guardias corrían hacia 
mí. De pronto sentí un  fuerte golpe en las espaldas, caí al piso boca abajo, 
una rodilla dura me apretó  el cuello contra el suelo y perdí el sentido. 
¿Por qué? ¿Por qué carajo no me quedé en el Museo con Lisa? ¿Por qué no  
corrí tras ella en la oscuridad? ¿Por qué me fui ese día, como un cobarde? Hay 
 decisiones, tomadas en sólo tres segundos, que marcan el resto de una 
vida.  
La policía francesa, con la ayuda pertinaz de mi embajada, finalmente se  
convenció de que yo no era un ladrón y me dejó libre. Despidieron al guardia  
incompetente que había anunciado en el baño, en voz alta, que el Museo 
cerraba,  pero que por prisa o vagancia no había examinado todos los cubículos 
ni apagado  la luz, según le correspondía. 
Desde el primer día que salí de la cárcel empecé a visitar a Lisa, pero  ya 
no era igual. No estábamos solos; apenas podía verla debido a la grotesca  
aglomeración de turistas majaderos que siempre exclamaban lo mismo: «¡Es tan 
 pequeña!» A veces yo la contemplaba durante horas, sin moverme, y creía 
notar un  leve guiño para mí, un ligero saludo, pero lo mismo decían los 
turistas: «Mamá,  parece que me sonríe». «Papá, mira, adonde quiera que me muevo 
me sigue con la  vista». ¡Insoportable! Locos, locos todos.  
Decidí que no abandonaría a Lisa. Les ordené a mis abogados que  vendieran 
todos mis bienes y que me enviaran el dinero a París, donde compré un  
apartamiento. Contraté un abogado francés, trasladé la administración de mis  
bonos y acciones hasta acá, y terminé por cortar todos los hilos que me ataban 
a  la patria. En París gozaría de holgura económica y de entera libertad 
para estar  con mi Lisa. 
Todos los días la visitaba, desde las primeras horas hasta que el Museo  
cerraba. Imaginaba conversaciones con ella, le hablaba con el pensamiento. Al  
principio la situación fue tolerable: sufría breves ataques de angustia, 
cierto,  pero siempre volvía a la esperanza, a la ciega esperanza. Sin 
embargo, al quinto  mes de estar en París ya empezaba a desesperarme de veras. 
Necesitaba más. Ya no  podía compartir a mi Lisa con esa manada de necios que no 
hacía más que repetir  sandeces e imaginarse –locos delirantes– que mi 
adorada les sonreía.  ¡Insufrible! 
No sé, en realidad no sé qué habría sido de mí si ella no hubiera tomado  
la iniciativa. Comenzaba mi sexto mes en París y llegué al Museo temprano, 
como  siempre, aunque bastante deprimido. Me detuve frente a mi amada para 
darle los  acostumbrados buenos días antes de que llegara la gran masa de 
necios, pero me  quedé boquiabierto cuando el rostro de Lisa asumió de repente un 
gesto  suplicante. Fue muy claro el ademán, no tuve duda alguna: me imploró 
que  volviera. No fue mi imaginación: el escaso público también se dio 
cuenta de que  algo había ocurrido en el semblante de Lisa. Hubo un notable 
murmullo y varias  exclamaciones de miedo. En pocos minutos llegaron varios 
guardianes y curadores,  a quienes los turistas les contaron que la bella 
sonrisa de La Gioconda se había  transformado, por unos segundos, en un gesto de 
súplica. Ya no necesité más. No  necesité más. Era evidente que no me lo 
había imaginado ni me estaba volviendo  loco. Lisa me necesitaba. 
Esa fue la primera noche en que traté de esconderme a la hora del  cierre. 
Intenté todo. Me sentaba en la esquina remota de algún salón poco  visitado, 
me paraba detrás de una estatua, me escondía en un entrepiso, pero  siempre 
llegaba un guardián y me decía que debía salir porque estaban cerrando.  De 
más está decir que lo primero que probé fue el mismo baño en que me había  
quedado la primera vez, pero el sustituto del guardián despedido cumplía sus 
 tareas con el celo excesivo de un novato. Una tarde, en un cubículo, 
llegué a  trepar los pies sobre el inodoro, pero el guardián abría cada puerta 
una por una  y se cercioraba de que no hubiera nadie.  
Cerca de seis semanas duró este suplicio. De día acompañaba a Lisa y le  
indicaba, por medio de ligeros gestos, que estaba en camino, que tuviera  
paciencia. De tarde hacía un nuevo intento que nunca podía ser demasiado obvio,  
porque me arriesgaba a que me arrestaran por tentativa de hurto, en cuyo 
caso,  ya preso, nunca volvería a ver a Lisa. Yo no podía dejarla sola, por 
eso toda  maniobra mía debía parecer accidental, como ocurrió la primera vez. 
En fin, una  noche se me ocurrió una nueva estrategia, bastante más 
arriesgada que las  anteriores. A la hora del cierre me fui al baño de la primera 
noche, que tenía  cinco inodoros con sus cubículos. Entré al tercero, cerré la 
puerta con seguro y  trepé los pies sobre el inodoro. A los pocos minutos 
llegó el guardián y gritó  desde la puerta: 
–On ferme  maintenant. Sortez, s’il vous plaît. 
Caminó hasta el primer cubículo y abrió la puerta con un golpe de la  mano: 
ésta chocó con la pared y volvió a cerrarse. Hizo lo mismo con la segunda  
puerta. Me preparé. Cuando golpeó la tercera puerta, que no abrió, aproveché 
el  ruido para deslizarme por debajo del panel divisorio y llegar al 
segundo  cubículo. Me trepé rápidamente al inodoro. El guardia, irritado, preguntó 
en voz  alta si había alguien dentro. Luego se metió por debajo de la 
puerta, quitó el  seguro y abrió. Aproveché el bullicio para deslizarme debajo 
del panel y pasar  al primer cubículo. Muy molesto, el guardia dijo una frase 
que interpreté como  «malditos bromistas de mierda», aunque no puedo estar 
seguro porque lo dijo muy  rápido. Continuó su tarea donde se había quedado: 
empujó la puerta de los  cubículos cuarto y quinto, regresó a la entrada del 
baño, apagó las luces y  salió. 
Unos treinta minutos estuve sin moverme, acuclillado sobre el primer  
inodoro, tieso de miedo. Debía estar seguro de que no quedaba nadie en las  
galerías del Museo. Al fin, cuando pensé que ya no había peligro, salí del  
cubículo y prendí la luz. Me lavé la cara con agua fría, me peiné y partí  
entusiasmado a buscar a mi querida Lisa, pero no fue necesario: me esperaba ante  
la puerta, con su famosa sonrisa y los brazos cruzados.  
–¿Por qué tardaste tanto? –me reprochó con cariño. 
Los labios más conocidos del mundo y el cuerpo más desconocido: ambos  
fueron míos esa noche, la más gloriosa de mi vida. Le dije que la amaba;  
respondió, con la voz entrecortada, que no quería vivir un día más sin mí. No  
digo más. Así pasamos la noche, entre declaraciones de amor, anécdotas sobre  
nuestros seis meses de separación y la historia del Che Guevara que 
finalmente,  entre caricias y caricias, pude contarle a mi curiosa Lisa. No daré más  
detalles. 
Yo le besaba la parte de atrás del cuello, que como todo su cuerpo olía  a 
paisajes y flores, cuando de pronto, alarmada, me apretó la mano y casi  
gritó: 
–Amanece, caro mío. Debes irte. Ven, ven. 
Nos pusimos de pie y ella quiso llevarme de la mano hasta la salida.  Pero 
me negué a moverme. 
–No me voy –dije–. Me quedo contigo. 
–No, no. Qué dices. Nos descubrirán. 
–No importa. Me quedo. 
–Te harán daño. Te desterrarán. Estarás lejos de mí y no podré  soportarlo. 
–Pues piensa en algo rápido, porque no me iré de tu lado. 
–¡Caro mío! –exclamó desesperada–. Están entrando. Llegarán en un  
momento. 
La besé con fuerzas, la apreté entre mis brazos y le repetí que no me  
iría. 
–Caro mío, hay una posibilidad. Tal vez la haya –dijo halándome la  mano–. 
Ven, rápido. Sígueme. Tengo una idea. 
–¿Adónde vamos? 
Tiró con fuerza de mi mano y sin decir otra palabra nos internamos en la  
oscuridad total. 
Lisa y yo vivimos felices en París, en el Museo del Louvre. Durante el  
día, cierto, ella le pertenece a la humanidad, pero de noche es sólo mía.  
Contrario a lo que piensan algunos idiotas, sí es posible vivir únicamente del  
amor. Hace años que, como ella, ya no me hace falta la comida. Nos 
alimentamos  mutuamente porque sólo necesito su presencia, su hermosa conversación, 
sus  suaves caricias plácidas. Y no me canso de explorar este cuerpo 
exquisito que  Leonardo tuvo la genialidad de ocultarle al mundo bajo un traje negro 
y un manto  oscuro. A mi querida Lisa vienen a contemplarla todos los días 
desde cada país  de la tierra. Unas cuantas galerías más arriba, en la 
remota sala de tapices  italianos del Renacimiento, nadie ha notado que en el 
tapiz llamado «El  Banquete», justo al lado de la espléndida bandeja de oro con 
incrustaciones de  madreperla y lapislázuli, hay un nuevo invitado que no 
tiene cara de florentino  ni de italiano. Mientras ninguno de los empleados 
lo note, estaré a  salvo. 

FIN 
LOPEZ NIEVES,  Luis. Lisa Di Noldo (Inédito). Actual, 2004, no.55-56, 
p.171-178. ISSN  1315-8589.  
_http://www.ciudadseva.com/obra/2004/actual04/000104c/000104c.htm_ 
(http://www.ciudadseva.com/obra/2004/actual04/000104c/000104c.htm)  
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