[Grupito] : tertulia el MIERCOLES, 7 de noviembre
Ecomujeres at aol.com
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Sat Oct 27 17:34:12 PDT 2012
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ANUNCIOS – EVENTOS VENIDEROS
Todavía no tenemos una tertulia programada para noviembre. Favor de
avisarme si quieres ofrecer tu casa.
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diréctamente en la página: http://lists.sonic.net/mailman/listinfo/grupito.
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Saludos:
La próxima tertulia literaria y gastronómica tendrá lugar el día 7 de
noviembre (el MIERCOLES) en la casa de Sarah.
Debido a su departamento pequeño, solo hay espacio para 10 huéspedes. Por
eso, el RSVP a Sarah es obligatorio. Por email: _routec en yahoo.com_
(mailto:routec en yahoo.com)
Sarah le enviará su dirección y instrucciones para llegar a su casa cerca
de College y 51st a los primeros 10 que envíe un RSVP.
La lectura, “Lisa Di Noldo” por Luis López Nieves, está adjunta en
formato PDF.
Ademas, hay abajo una copia de la lectura por si acaso tengas problemas
con
el documento.
Te rogamos que vengas preparado, habiendo leído la lectura de
antemano, y que traigas un plato y/o una bebida para compartir.
Debra Valov
ecomujeres en aol.com
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ANNOUNCEMENTS – UPCOMING EVENTS
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We don’t yet have a second tertulia planned for November. If you’d like
to offer your place, please contact me.
Know someone who wants to join El Grupito? They can join directly by
visiting the page: _http://lists.sonic.net/mailman/listinfo/grupito_
(http://lists.sonic.net/mailman/listinfo/grupito) .
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and remove yourself from the list:
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Hello!
The next tertulia will take place on November 7 (WEDNESDAY) at 7 pm at
Sarah´s.
Because of the small size of her apartment, the tertulia will be limited
to 10 guests. An RSVP is required by email: _routec en yahoo.com_
(mailto:routec en yahoo.com)
Sarah will send her address and directions to her place near College and
51st to the first 10 people to send an RSVP.
The reading, “Lisa Di Noldo” by Luis López Nieves, is attached as a PDF
file and a copy is also pasted below this message.
Please come prepared, having already read the story, and bring a plate
and/or
drink to share.
Debra Valov
ecomujeres en aol.com
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LECTURA / READING
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Lisa di Noldo
_Luis López Nieves_ (http://www.ciudadseva.com/)
No es que la comida francesa sea mala, bastante fama tiene, pero durante
mi quinto día en París, cuando al fin realizaba mi sueño de pasar un día
completo en el famoso Museo del Louvre, se me descompuso el estómago de pronto
y tuve que correr hasta el baño más cercano. No sé si se debió a las ricas
cenas carnívoras que cada noche, en busca de la novedad, disfrutaba en un
restaurante diferente del Quartier Latin, o a los croque-messieurs y a las
crêpes que durante el día me atragantaba, de pie, en cualquier brasserie.
Pero lo cierto es que de pronto tuve que correr. No digo más. Basta señalar
que los baños del museo más famoso del mundo son limpios: cualquier otro
detalle sería imprudente. En el momento del primer retortijón estaba en uno de
los pisos más altos y remotos del Museo, y había corrido hasta el baño más
cercano, por lo que me sentía bastante aislado del bullicio y escuchaba
poco movimiento. En el tiempo que estuve allí sólo entraron cinco o seis
hombres: el último anunció algo en voz alta, pero debido a mi francés
defectuoso y al dolor de mis entrañas no entendí lo que dijo.
Varias veces me sentí aliviado, libre para volver al Museo al fin, pero
cuando me enderezaba, me lavaba las manos y trataba de acercarme a la salida,
de repente me veía obligado a regresar con prisa al cubículo. No daré más
detalles. Creo que estuve en el baño al menos noventa minutos. Terminado mi
calvario, no sólo me lavé las manos sino que aproveché para enjuagarme la
cara y mojarme el pelo. Me miré en el espejo y la verdad es que ya era otro:
tenía el rostro pacífico y se me había calmado el estómago. Ahora sólo
tenía ganas de volver a los salones del Museo.
Al abrir la puerta del baño me encontré ante una galería oscura: con
esfuerzo, y gracias a la luz indirecta que salía del baño, podía distinguir las
siluetas de los cuadros en las paredes, pero las luces del Museo estaban
apagadas. Tampoco escuchaba a nadie. Miré mi reloj: ya eran las siete y diez
de la noche; el Museo cerraba a las seis. Agarrado de las paredes, muy
despacio, empecé a buscar una salida, pero a cada paso mío se hacía más oscuro y
llegó el momento en que casi no veía nada. ¿Qué hacer?
No tenía fósforos, porque no fumo. No encontraba botones de emergencia,
ventanas ni teléfonos. No hallaba las escaleras. Nada. ¿Cómo llegar a la
salida? Tanteando muy despacio, agarrado de las paredes, recorrí las galerías
durante más de dos horas. Me perdí en ese laberinto de pinturas y esculturas.
Rendido, sin esperanzas de encontrar una salida hasta que llegaran los
empleados por la mañana, decidí regresar a la abundante luz del baño donde
podría pensar un poco y examinar mis opciones. Pero tan pronto empecé a buscar
el baño comprendí de golpe que había perdido toda orientación y que ya no
sabía si iba o venía. Estaba en una galería de tapices renacentistas. Olía
a humedad, a viejo, a tiempo detenido. El silencio era perfecto. Frustrado,
angustiado, me senté en una esquina con los codos sobre las rodillas, como
un niño. Fijé la vista sobre el tapiz que tenía justo al frente, en el que
se representaba un banquete del Renacimiento. En el centro de la mesa
llamaba la atención una espléndida bandeja de oro, con incrustaciones de
madreperla y lapislázuli, repleta de frutas suculentas. A pesar de las tinieblas,
y de la antigüedad del tapiz, las frutas estaban tan bien hechas que sentí
hambre y la boca se me hizo agua. Al mismo tiempo una brisa ligera, que
surgió de la nada, me refrescó el rostro. Escuché un sonido suave, ingrávido,
como los pasos de una mujer descalza. Con el rabo del ojo me pareció ver,
de pronto, una sombra que se movía. Me puse de pie al instante y comprobé
que no era una aparición, sino una elegante mujer de carne y hueso que se me
acercaba.
No era hermosa ni fea: vestía un traje negro de mangas largas y amplio
escote redondo; sobre los hombros llevaba una estola arcaica, del mismo color.
El largo cabello, peinado con una simple partidura en el centro, era oscuro
y algo ondulado. Un velo de gasa muy fina le cubría la parte de arriba de
la cabeza, como una corona. Aunque calculé que tan sólo tendría unos 29
años de edad, su aire era anacrónico; aun así me atrajo su sonrisa autónoma,
que no guardaba relación con el momento ni el lugar en que ambos estábamos
atrapados.
La mujer me miraba con toda la sabiduría del mundo, como si ya supiera
quién era yo, dónde vivía y por qué me había perdido como un imbécil en el
Museo.
–Ah, ¿también perdida? –exclamé sin pensarlo mucho. Quizás pude haber
dicho algo más inteligente o menos predecible, pero estaba nervioso.
–No, no –dijo sin perder la sonrisa–. Vivo aquí.
Hablaba con acento raro, pero no era francesa. Andaluza o siciliana, tal
vez. De Creta, Cerdeña o del Algarbe, también era posible. Pero no de
Francia.
–¿En París?
–En el Museo, desde hace muchos años.
–Claro –dije–. En el Museo. ¿Y cómo te alimentas?
–De las miradas. De los elogios. Desde muy lejos vienen a visitarme.
–Bueno, entonces conoces bien el edificio.
–Cada palmo, recodo y nicho. Durante trescientos años he caminado estas
galerías todas las noches.
–¡Trescientos años! Entonces lo conoces muy bien. ¿Puedes ayudarme a
salir?
–Claro, ahora mismo puedo llevarte al vestíbulo, pero preferiría charlar
un poco. ¿Tienes prisa?
Reexaminé a la mujer con la vista, sin decir palabra. Colocó la mano
derecha sobre la izquierda, ambas al nivel de la cintura, y esperó a que
terminara mi inspección. Con la sonrisa decía todo y nada.
–¡Eres La Gioconda, Monna Lisa! –exclamé de golpe.
–Desde el día en que me casé, hace muchos años.
–Lisa es lindo, pero nunca entendí el «monna». Es selvático.
–No, no. Viene de señora, «madonna». Mi nombre de soltera fue Lisa di
Noldo, si te gusta más.
–Lisa di Noldo –repetí el melódico nombre–. Me gusta más.
–Debes tener hambre.
–Mucha, desde que vi las frutas de ese tapiz.
–Pero están viejas –acentuó la sonrisa un poco–. Ven, sé dónde puedes
comer algo.
Con su mano fría, suave, tomó la mía y me llevó al centro mismo de la
oscuridad. Yo no veía nada, ni siquiera la mano libre que colocaba frente a mi
rostro para protegerlo de lo desconocido. Pero ella me guiaba con paso
seguro, rápido, como si camináramos a plena luz del día. Me inspiró una cierta
tranquilidad y me dejé llevar, aunque de todos modos, como simple reflejo o
por alguna profunda desconfianza que no quería admitir, conservaba mi mano
libre como un escudo frente a mi rostro indefenso.
–Puedes bajar la mano, sé lo que hago –dijo, como si me leyera los
pensamientos. Con un ligero bochorno, la bajé de una vez. No sabía si ella, en
las tinieblas, había notado mi sonrojo.
El paseo no fue breve. Bajamos unas cinco escaleras y tuve la impresión de
que cruzábamos el edificio de un lado al otro, aunque no estaba seguro
porque llevaba mucho tiempo desorientado. Mi único contacto con el mundo era
aquella suave mano que me guiaba con dulzura, el susurro de sus faldas que
rozaban el piso y el tenue olor bucólico que emanaba de su cuerpo invisible.
Al fin Lisa se detuvo, abrió una puerta y encendió la luz. La claridad
súbita me deslumbró durante varios segundos, pero pronto descubrí que estábamos
en una cafetería.
–Comida como tal no hay. Pero puedes saciar el hambre con esos víveres
modernos –indicó mientras señalaba unas tablillas repletas de bolsas de papitas
fritas y de otras meriendas embolsadas. Había también una máquina de
refrescos.
Agarré cuatro bolsas de papitas y me serví una Coca-Cola grande. Ella no
quiso nada. Busqué con la vista alguna mesa que estuviera cerca de una
ventana, pero no había ventanas. Nos sentamos en la primera mesa.
–¿Cómo anda el mundo? –preguntó Lisa–. Por favor dime todo lo que sepas.
–¿Dónde te quedaste?
–¿Leonardo sigue famoso en Italia?
–¿Da Vinci? Famosísimo en el mundo entero, gracias a ti.
–Al contrario, yo le debo la fama –dijo, pero su sonrisa críptica me creó
la duda de si hablaba en serio.
–¿Tus últimas noticias son del siglo XVI?
–No, no. Me hablaron de la liberación femenina. ¿Las mujeres aún visten
como los hombres?
–¿Quién te dijo semejante barbaridad? –exclamé sorprendido–. Las mujeres
nunca se han vestido como nosotros.
–Las he visto. Y hace unos años Magdalena, una doncella de Madrid, se
quedó atrapada. Pasamos la noche platicando. En esa misma silla comió, como tú.
Vestía calzas parecidas a las tuyas, no llevaba traje de mujer.
No era difícil hablar con Lisa. Me hacía una pregunta tras otra,
entusiasmada, con la alegría de una niña pero la inteligencia de una mujer madura.
Antes de terminar mis respuestas me lanzaba nuevas preguntas, a veces de dos
en dos, o de tres en tres. Quería saberlo todo, ponerse al día, enterarse
de lo que ocurría en ese mundo externo que tanto celebraba a La Gioconda,
pero que ella apenas conocía. No era presumida, no parecía consciente de su
fama. Hablaba con la curiosidad de una persona ordinaria y celebraba mis
noticias como si ocurrieran ante sus ojos. En algún momento de la noche, que
ya no puedo precisar, comprendí de golpe que me había enamorado, que a
partir de ese encuentro mi vida ya no podría ser la misma.
Ya le había contado a Lisa sobre Garibaldi y la unificación italiana, que
ella casi no podía creer; me disponía a contarle sobre el Che Guevara y la
historia de América Latina, pero de pronto se puso de pie, sobresaltada, y
me agarró la mano.
–Amanece. Debes irte. Ven, ven.
Nuevamente me llevó de la mano por las oscuras galerías. Iba con mucha
prisa, casi corriendo, repitiendo de vez en cuando que debíamos apurarnos para
que no la vieran los empleados. Llegamos finalmente a una habitación algo
iluminada: por debajo de la puerta entraba luz suficiente para ver el rostro
exquisito de Lisa.
–Hasta aquí llego, salió el sol. Al cruzar esa puerta entrarás a un
vestíbulo iluminado. Todavía te faltarán unos cien codos para llegar a la salida
del edificio, que está cerrada. Sólo podrás salir si los centinelas te
abren. Ten cuidado. Y no me olvides –dijo en voz baja –, no me olvides.
Me miró con esa famosa expresión que no describiré, porque millones de
personas lo han intentado sin éxito durante quinientos años. Había alegría en
su rostro, pero también tristeza. Entonces, en cuestión de segundos, por
impulso y sin planearlo, di el paso que habría de marcar el resto de mi vida:
besé la boca más famosa del mundo.
Lisa no me rechazó: tampoco me abrazó. Para una mujer de su tiempo no es
fácil besar a un hombre la primera noche. Todavía hay mujeres así en el
mundo, y yo había conocido a varias, por eso reconocí la reacción de una mujer
que quiere pero no debe, o que cree querer pero no está segura. Sostuve el
beso; ella esperaba pasiva, pero sin repudio. Al despegarme bajó la mirada y
guardó silencio por primera vez en toda la noche. La famosa sonrisa de
siempre, el extraordinario signo de interrogación del que tanto se ha hablado
en el mundo, había desaparecido: ante mí tenía ahora un tímido rostro
sonrojado. Le levanté el mentón con el dedo. Me miró a los ojos con los suyos
humedecidos y ya no fue necesario decir más.
Me apretó la mano:
–Debes irte. Podrían verme.
De repente agarró mis manos entre las suyas, me las besó varias veces y
corrió hasta perderse en la oscuridad de los salones. Cerca de mí, detrás de
la puerta que llevaba al vestíbulo iluminado, comencé a escuchar voces y
pasos: los empleados empezaban a ocupar sus puestos de trabajo. Había llegado
la hora de salir y de contarle a los guardias sobre mi prisión accidental.
Abrí la puerta y sólo pude dar dos pasos: la luz contundente del vestíbulo
me deslumbró. Ciego, desconcertado, me cubrí los ojos con las manos:
escuché los gritos de los empleados asombrados, la viril conmoción de los
guardias, los estridentes chillidos de la alarma. Varios guardias corrían hacia
mí. De pronto sentí un fuerte golpe en las espaldas, caí al piso boca abajo,
una rodilla dura me apretó el cuello contra el suelo y perdí el sentido.
¿Por qué? ¿Por qué carajo no me quedé en el Museo con Lisa? ¿Por qué no
corrí tras ella en la oscuridad? ¿Por qué me fui ese día, como un cobarde? Hay
decisiones, tomadas en sólo tres segundos, que marcan el resto de una
vida.
La policía francesa, con la ayuda pertinaz de mi embajada, finalmente se
convenció de que yo no era un ladrón y me dejó libre. Despidieron al guardia
incompetente que había anunciado en el baño, en voz alta, que el Museo
cerraba, pero que por prisa o vagancia no había examinado todos los cubículos
ni apagado la luz, según le correspondía.
Desde el primer día que salí de la cárcel empecé a visitar a Lisa, pero ya
no era igual. No estábamos solos; apenas podía verla debido a la grotesca
aglomeración de turistas majaderos que siempre exclamaban lo mismo: «¡Es tan
pequeña!» A veces yo la contemplaba durante horas, sin moverme, y creía
notar un leve guiño para mí, un ligero saludo, pero lo mismo decían los
turistas: «Mamá, parece que me sonríe». «Papá, mira, adonde quiera que me muevo
me sigue con la vista». ¡Insoportable! Locos, locos todos.
Decidí que no abandonaría a Lisa. Les ordené a mis abogados que vendieran
todos mis bienes y que me enviaran el dinero a París, donde compré un
apartamiento. Contraté un abogado francés, trasladé la administración de mis
bonos y acciones hasta acá, y terminé por cortar todos los hilos que me ataban
a la patria. En París gozaría de holgura económica y de entera libertad
para estar con mi Lisa.
Todos los días la visitaba, desde las primeras horas hasta que el Museo
cerraba. Imaginaba conversaciones con ella, le hablaba con el pensamiento. Al
principio la situación fue tolerable: sufría breves ataques de angustia,
cierto, pero siempre volvía a la esperanza, a la ciega esperanza. Sin
embargo, al quinto mes de estar en París ya empezaba a desesperarme de veras.
Necesitaba más. Ya no podía compartir a mi Lisa con esa manada de necios que no
hacía más que repetir sandeces e imaginarse –locos delirantes– que mi
adorada les sonreía. ¡Insufrible!
No sé, en realidad no sé qué habría sido de mí si ella no hubiera tomado
la iniciativa. Comenzaba mi sexto mes en París y llegué al Museo temprano,
como siempre, aunque bastante deprimido. Me detuve frente a mi amada para
darle los acostumbrados buenos días antes de que llegara la gran masa de
necios, pero me quedé boquiabierto cuando el rostro de Lisa asumió de repente un
gesto suplicante. Fue muy claro el ademán, no tuve duda alguna: me imploró
que volviera. No fue mi imaginación: el escaso público también se dio
cuenta de que algo había ocurrido en el semblante de Lisa. Hubo un notable
murmullo y varias exclamaciones de miedo. En pocos minutos llegaron varios
guardianes y curadores, a quienes los turistas les contaron que la bella
sonrisa de La Gioconda se había transformado, por unos segundos, en un gesto de
súplica. Ya no necesité más. No necesité más. Era evidente que no me lo
había imaginado ni me estaba volviendo loco. Lisa me necesitaba.
Esa fue la primera noche en que traté de esconderme a la hora del cierre.
Intenté todo. Me sentaba en la esquina remota de algún salón poco visitado,
me paraba detrás de una estatua, me escondía en un entrepiso, pero siempre
llegaba un guardián y me decía que debía salir porque estaban cerrando. De
más está decir que lo primero que probé fue el mismo baño en que me había
quedado la primera vez, pero el sustituto del guardián despedido cumplía sus
tareas con el celo excesivo de un novato. Una tarde, en un cubículo,
llegué a trepar los pies sobre el inodoro, pero el guardián abría cada puerta
una por una y se cercioraba de que no hubiera nadie.
Cerca de seis semanas duró este suplicio. De día acompañaba a Lisa y le
indicaba, por medio de ligeros gestos, que estaba en camino, que tuviera
paciencia. De tarde hacía un nuevo intento que nunca podía ser demasiado obvio,
porque me arriesgaba a que me arrestaran por tentativa de hurto, en cuyo
caso, ya preso, nunca volvería a ver a Lisa. Yo no podía dejarla sola, por
eso toda maniobra mía debía parecer accidental, como ocurrió la primera vez.
En fin, una noche se me ocurrió una nueva estrategia, bastante más
arriesgada que las anteriores. A la hora del cierre me fui al baño de la primera
noche, que tenía cinco inodoros con sus cubículos. Entré al tercero, cerré la
puerta con seguro y trepé los pies sobre el inodoro. A los pocos minutos
llegó el guardián y gritó desde la puerta:
–On ferme maintenant. Sortez, s’il vous plaît.
Caminó hasta el primer cubículo y abrió la puerta con un golpe de la mano:
ésta chocó con la pared y volvió a cerrarse. Hizo lo mismo con la segunda
puerta. Me preparé. Cuando golpeó la tercera puerta, que no abrió, aproveché
el ruido para deslizarme por debajo del panel divisorio y llegar al
segundo cubículo. Me trepé rápidamente al inodoro. El guardia, irritado, preguntó
en voz alta si había alguien dentro. Luego se metió por debajo de la
puerta, quitó el seguro y abrió. Aproveché el bullicio para deslizarme debajo
del panel y pasar al primer cubículo. Muy molesto, el guardia dijo una frase
que interpreté como «malditos bromistas de mierda», aunque no puedo estar
seguro porque lo dijo muy rápido. Continuó su tarea donde se había quedado:
empujó la puerta de los cubículos cuarto y quinto, regresó a la entrada del
baño, apagó las luces y salió.
Unos treinta minutos estuve sin moverme, acuclillado sobre el primer
inodoro, tieso de miedo. Debía estar seguro de que no quedaba nadie en las
galerías del Museo. Al fin, cuando pensé que ya no había peligro, salí del
cubículo y prendí la luz. Me lavé la cara con agua fría, me peiné y partí
entusiasmado a buscar a mi querida Lisa, pero no fue necesario: me esperaba ante
la puerta, con su famosa sonrisa y los brazos cruzados.
–¿Por qué tardaste tanto? –me reprochó con cariño.
Los labios más conocidos del mundo y el cuerpo más desconocido: ambos
fueron míos esa noche, la más gloriosa de mi vida. Le dije que la amaba;
respondió, con la voz entrecortada, que no quería vivir un día más sin mí. No
digo más. Así pasamos la noche, entre declaraciones de amor, anécdotas sobre
nuestros seis meses de separación y la historia del Che Guevara que
finalmente, entre caricias y caricias, pude contarle a mi curiosa Lisa. No daré más
detalles.
Yo le besaba la parte de atrás del cuello, que como todo su cuerpo olía a
paisajes y flores, cuando de pronto, alarmada, me apretó la mano y casi
gritó:
–Amanece, caro mío. Debes irte. Ven, ven.
Nos pusimos de pie y ella quiso llevarme de la mano hasta la salida. Pero
me negué a moverme.
–No me voy –dije–. Me quedo contigo.
–No, no. Qué dices. Nos descubrirán.
–No importa. Me quedo.
–Te harán daño. Te desterrarán. Estarás lejos de mí y no podré soportarlo.
–Pues piensa en algo rápido, porque no me iré de tu lado.
–¡Caro mío! –exclamó desesperada–. Están entrando. Llegarán en un
momento.
La besé con fuerzas, la apreté entre mis brazos y le repetí que no me
iría.
–Caro mío, hay una posibilidad. Tal vez la haya –dijo halándome la mano–.
Ven, rápido. Sígueme. Tengo una idea.
–¿Adónde vamos?
Tiró con fuerza de mi mano y sin decir otra palabra nos internamos en la
oscuridad total.
Lisa y yo vivimos felices en París, en el Museo del Louvre. Durante el
día, cierto, ella le pertenece a la humanidad, pero de noche es sólo mía.
Contrario a lo que piensan algunos idiotas, sí es posible vivir únicamente del
amor. Hace años que, como ella, ya no me hace falta la comida. Nos
alimentamos mutuamente porque sólo necesito su presencia, su hermosa conversación,
sus suaves caricias plácidas. Y no me canso de explorar este cuerpo
exquisito que Leonardo tuvo la genialidad de ocultarle al mundo bajo un traje negro
y un manto oscuro. A mi querida Lisa vienen a contemplarla todos los días
desde cada país de la tierra. Unas cuantas galerías más arriba, en la
remota sala de tapices italianos del Renacimiento, nadie ha notado que en el
tapiz llamado «El Banquete», justo al lado de la espléndida bandeja de oro con
incrustaciones de madreperla y lapislázuli, hay un nuevo invitado que no
tiene cara de florentino ni de italiano. Mientras ninguno de los empleados
lo note, estaré a salvo.
FIN
LOPEZ NIEVES, Luis. Lisa Di Noldo (Inédito). Actual, 2004, no.55-56,
p.171-178. ISSN 1315-8589.
_http://www.ciudadseva.com/obra/2004/actual04/000104c/000104c.htm_
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