[Grupito] : tertulia el 19 de febrero a las 7:00

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Sat Feb 9 18:12:42 PST 2013


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ANUNCIOS 
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Favor de  contactarme si quieres ofrecer tu casa en marzo.  Todavía no 
tenemos programada otra  tertulia para el mes que entra. 
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Saludos: 
La próxima  tertulia literaria y gastronómica tendrá lugar el día 19 de 
febrero   
(el martes), a  las 7:00 de la noche en la casa de Roberta  Weisbard: 
1531 Addison St, Berkeley 94703 
(Addison is one block south  of University.  Roberta is located between 
Sacramento and California streets).  
Favor de enviarle  un RSVP a: _rweisbard en gmail.com_ 
(mailto:rweisbard en gmail.com)  
La lectura, “La  Muñeca menor” por Rosario Parré, está adjunta en formato  
PDF. 
Ademas, hay abajo  una copia de la lectura si tienes problemas con el  PDF. 
Te rogamos que  vengas preparado, habiendo leído la lectura de 
antemano, y que  traigas un plato y/o una bebida para compartir. 
Debra  Valov 
ecomujeres en aol.com 
-  ENGLISH - 
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ANNOUNCEMENTS 
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Please contact me if you would like to offer your place for a  tertulia in 
March.  We don´t have  another tertulia scheduled yet. 
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Hello! 
The  next tertulia will take place on Feb 19th (Tuesday) at 7 pm at Roberta 
 Weisbard’s house. 
1531 Addison St, Berkeley 94703 
(Addison is one block south  of University.  Roberta is located between 
Sacramento and California streets).  
Please send Roberta an RSVP at: _rweisbard en gmail.com_ 
(mailto:rweisbard en gmail.com)  
The  reading, “La Muñeca Menor” by Rosario Parré, is attached as a PDF  
file. 
There  is also a copy of the story below in case you have problems with the 
PDF.  
Please come prepared, having already read the story, and  bring a plate 
and/or drink to share. 
Debra  Valov 
ecomujeres en aol.com 
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Para inscribirse  en o quitar su dirección de la lista de correo del 
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LA LECTURA/THE  READING 

LA MUÑECA MENOR 
Source: Ferré Rosario, Papeles de Pandora, Joaquín Mortiz,  México, D.F., 
1976

La tía vieja había sacado desde muy temprano el sillón al balcón que  daba 
al cañaveral como hacía siempre que se desperataka con ganas de hacer una  
muñeca. De joven se bañaba menudo en el río, pero un día en que la lluvia 
había  recrecido la corriente en cola de dragón había sentido en el tuétano de 
los  huesos una mullida sensación de nieve. La cabeza metida en el reverbero 
negro de  las rocas, había creído escuchar, revolcados con el sonido del 
agua, los esta  llidos del salitre sobre la playa y pensó que sus cabellos 
habían llegado por  fin a desembocar en el mar. En ese preciso momento sintió 
una mordida terrible  en la pantorrilla. La sacaron del agua gritando y se la 
llevaron a la casa en  parihuelas retorciéndose de dolor.  
El médico que la examinó aseguró que no era nada, probablemente había  sido 
mordida por una chágara viciosa. Sin embargo pasaron los días y la llaga no 
 ce rraba. Al cabo de un mes el médico había llegado a la conclusión de que 
la  chágara se había introducido dentro de la carne blanda de la 
pantorrilla, donde  había evidentemente comenzado a engordar. Indicó que le aplicaran 
un sinapismo  para que el calor la obligara a salir. La tía estuvo una 
semana con la pierna  rígida, cubierta de mostaza desde el tobillo hasta el 
muslo, pero al finalizar  el tratamiento se descubrió que la llaga se había 
abultado aún más,  recubriéndose de una substancia pétrea y limosa que era 
imposible tratar de  remover sin que peligrara toda la pierna. Entonces se resignó 
a vivir para  siempre con la chágara enroscada dentro de la gruta de su 
pantorrilla.   
Había sido muy hermosa, pero la chágara que escondía bajo los largos  
pliegues de gasa de sus faldas la había despojado de toda vanidad. Se había  
encerrado en la casa rehusando a todos sus pretendientes. Al principio se había  
dedicado a la crianza de las hijas de su hermana, arrastrando por toda la 
casa  la pierna monstruosa con bastante agilidad. Por aquella época la 
familia vivía  rodeada de un pasado que dejaba desintegrar a su alrededor con la 
misma  impasible musicalidad con que la lámpara de cristal del comedor se 
desgranaba a  pedazos sobre el mantel raído de la mesa. Las niñas adoraban a la 
tía. Ella las  peinaba, las bañaba y les daba de comer. Cuando les leía 
cuentos se sentaban a  su alrededor y levantaban con disimulo el volante 
almidonado de su falda para  oler el perfume de guanábana madura que supuraba la 
pierna en estado de quietud.   
Cuando las niñas fueron creciendo la tía se dedicó a hacerles muñecas  para 
jugar. Al principio eran sólo muñecas comunes, con carne de guata de  
higüera y ojos de botones perdidos. Pero con el pasar del tiempo fue refinando  
su arte hasta ganarse el respeto y la reverencia de toda la familia. El  
nacimiento de una muñeca era siempre motivo de regocijo sagrado, lo cual  
explicaba el que jamás se les hubiese ocurrido vender una de ellas, ni siquiera  
cuando las niñas eran ya grandes y la familia comenzaba a pasar necesidad. La 
tía había ido agrandando el tamaño de las muñecas de manera que 
correspondieran  a la estatura y a las medidas de cada una de las niñas. Como eran 
nueve y la tía  hacía una muñeca de cada niña por año, hubo que separar una 
pieza de la casa  para que la habitasen exclusivamente las muñecas. Cuando la 
mayor cumplió diez y  ocho años había ciento veintiséis muñecas de todas las 
edades en la habitación.  Al abrir la puerta, daba la sensación de entrar en 
un palomar, o en el cuarto de  muñecas del palacio de las tzarinas, o en un 
almacén donde alguien había puesto  a madurar una larga hilera de hojas de 
tabaco. Sin embargo, la tía no entraba en  la habitación por ninguno de estos 
placeres, sino que echaba el pestillo a la  puerta e iba levantando 
amorosamente cada una de las muñecas canturreándoles  mientras las mecía: Así eras 
cuando tenías un año, así cuando tenías dos, así  cuando tenías tres, 
reviviendo la vida de cada una de ellas por la dimensión del  hueco que le dejaban 
entre los brazos.  
El día que la mayor de las niñas cumplió diez años, la tía se sentó en  el 
sillón frente al cañaveral y no se volvió a levantar jamás. Se balconeaba  
días enteros observando los cambios de agua de las cañas y sólo salía de su  
sopor cuando la venía a visitar el doctor o cuando se despertaba con ganas 
de  hacer una muñeca. Comenzaba entonces a clamar para que todos los 
habitantes de  la casa viniesen a ayudarla. Podía verse ese día a los peones de la 
hacienda  haciendo constantes relevos al pueblo como alegres mensajeros 
incas, a comprar  cera, a comprar barro de porcelana, encajes, agujas, carretes 
de hilos de todos  los colores. Mientras se llevaban a cabo estas 
diligencias, la tía llamaba a su  habitación a la niña con la que había soñado esa 
noche y le tomaba las medidas.  Luego le hacía una mascarilla de cera que cubría 
de yeso por ambos lados como  una cara viva dentro de dos caras muertas; 
luego hacía salir un hilillo rubio  interminable por un hoyito en la barbilla. 
La porcelana de las manos era siempre  translúcida; tenía un ligero tinte 
marfileño que contrastaba con la blancura  granulada de las caras de biscuit. 
Para hacer el cuerpo, la tía enviaba al  jardín por veinte higüeras 
relucientes. Las cogía con una mano y con un  movimiento experto de la cuchilla las 
iba rebanando una a una en cráneos  relucientes de cuero verde. Luego las 
inclinaba en hilera contra la pared del  balcón, para que el sol y el aire 
secaran los cerebros algodonosos de guano  gris. Al cabo de algunos días 
raspaba el contenido con una cuchara y lo iba  introduciendo con infinita 
paciencia por la boca de la muñeca.   
Lo único que la tía transigía en utilizar en la creación de las muñecas  
sin que estuviese hecho por ella, eran las bolas de los ojos. Se los enviaban  
por correo desde Europa en todos los colores, pero la tía los consideraba  
inservibles hasta no haberlos dejado sumergidos durante un número de días en 
el  fondo de la quebrada para que aprendiesen a reconocer el más leve 
movimiento de  las antenas de las chágaras. Sólo entonces los lavaba con agua de 
amoniaco y los  guardaba, relucientes como gemas, colocados sobre camas de 
algodón, en el fondo  de una lata de galletas holandesas. El vestido de las 
muñecas no variaba nunca,  a pesar de que las niñas iban creciendo. Vestía 
siempre a las más pequeñas de  tira bordada y a las mayores de broderí, 
colocando en la cabeza de cada una el  mismo lazo abullonado y trémulo de pecho de 
paloma.   
Las niñas empezaron a casarse y a abandonar la casa. El día de la boda  la 
tía les regalaba a cada una la última muñeca dándoles un beso en la frente y 
 diciéndoles con una sonrisa: “Aquí tienes tu Pascua de Resurrección.” A 
los  novios los tranquilizaba asegurándoles que la muñeca era sólo una 
decoración  sentimental que solía colocarse sentada, en las casas de antes, sobre 
la cola  del piano. Desde lo alto del balcón la tía observaba a las niñas 
bajar por  última vez las escaleras de la casa sosteniendo en una mano la 
modesta maleta a  cuadros de cartón y pasando el otro brazo alrededor de la 
cintura de aquella  exhuberante muñeca hecha a su imagen y semejanza, calzada 
con zapatillas de  ante, faldas de bordados nevados y pantaletas de 
valenciennes. Las manos y la  cara de estas muñecas, sin embargo, se notaban menos 
transparentes, tenían la  consistencia de la leche cortada. Esta diferencia 
encubría otra más sutil: la  muñeca de boda no estaba jamás rellena de guata, 
sino de miel.   
Ya se habían casado todas las niñas y en la casa quedaba sólo la más  joven 
cuando el doctor hizo a la tía la visita mensual acompañado de su hijo que  
acababa de regresar de sus estudios de medicina en el norte. El joven 
levantó el  volante de la falda almidonada y se quedó mirando aquella inmensa 
vejiga  abotagada que manaba una esperma perfumada por la punta de sus escamas 
verdes.  Sacó su estetoscopio y la auscultó, cuidadosamente. La tía pensó 
que auscultaba  la respiración de la chágara para verificar si todavía estaba 
viva, y cogiéndole  la mano con cariño se la puso sobre un lugar determinado 
para que palpara el  movimiento constante de las antenas. El joven dejó 
caer la falda y miró  fijamente al padre. Usted hubiese podido haber curado 
esto en sus comienzos, le  dijo. Es cierto, contestó el padre, pero yo sólo 
quería que vinieras a ver la  chágara que te había pagado los estudios durante 
veinte años.   
En adelante fue el joven médico quien visitó mensualmente a la tía  vieja. 
Era evidente su interés por la menor y la tía pudo comenzar su última  
muñeca con amplia anticipación. Se presentaba siempre con el cuello almidonado,  
los zapatos brillantes y el ostentoso alfiler de corbata oriental del que no 
 tiene donde caerse muerto. Luego de examinar a la tía se sentaba en la 
sala  recostando su silueta de papel dentro de un marco ovalado, a la vez que 
le  entregaba a la menor el mismo ramo de siemprevivas moradas. Ella le 
ofrecía  galletitas de jengibre y cogía el ramo quisquillosamente con la punta de 
los  dedos como quien coge el estómago de un erizo vuelto al revés. Decidió 
casarse  con él porque le intrigaba su perfil dormido, y porque ya tenía 
ganas de saber  cómo era por dentro la carne de delfín.  
El día de la boda la menor se sorprendió al coger la muñeca por la  cintura 
y encontrarla tibia, pero lo olvidó en seguida, asombrada ante su  
excelencia artítica. Las manos y la cara estaban confeccionadas con delicadísima  
porcelana de Mikado. Reconoció en la sonrisa entreabierta y un poco triste la  
colección completa de sus dientes de leche. Había, además, otro detalle  
particular: la tía había incrustado en el fondo de las pupilas de los ojos sus 
 dormilonas de brillantes.  
El joven médico se la llevó a vivir al pueblo, a una casa encuadrada  
dentro de un bloque de cemento. La obligaba todos los diás a sentarse en el  
balcón, para que los que pasaban por la calle supiesen que él se había casado en 
 sociedad. Inmóvil dentro de su cubo de calor, la menor comenzó a sospechar 
que  su marido no sólo tenía el perfil de silueta de papel sino también el 
alma.  Confirmó sus sospechas al poco tiempo. Un día él le sacó los ojos a 
la muñeca  con la punta del bisturí y los empeñó por un lujoso reloj de 
cebolla con una  larga leontina. Desde entonces la muñeca siguió sentada sobre la 
cola del piano,  pero con los ojos bajos.  
A los pocos meses el joven médico notó la ausencia de la muñeca y le  
preguntó a la menor qué había hecho con ella. Una cofradía de señoras piadosas  
le había ofrecido una buena suma por la cara y las manos de porcelana para  
hacerle un retablo a la Verónica en la próxima procesión de Cuaresma. La 
menor  le contestó que las hormigas habían descubierto por fin que la muñeca 
estaba  rellena de miel y en una sola noche se la habían devorado .“Como las 
manos y la  cara eran de porcelana de Mikado, dijo, seguramente las hormigas 
las creyeron  hechas de azúcar, y en este preciso momento deben de estar 
quebrándose los  dientes, royendo con furia dedos y párpados en alguna cueva 
subterránea.” Esa  noche el médico cavó toda la tierra alrededor de la casa sin 
encontrar nada.   
Pasaron los años y el médico se hizo millonario. Se había quedado con  toda 
la clientela del pueblo, a quienes no les importaba pagar honorarios  
exorbitantes para poder ver de cerca a un miembro legítímo de la extinta  
aristocracia cañera. La menor seguía sentada en el balcón, inmóvil dentro de sus  
gasas y encajes, siempre con los ojos bajos. Cuando los pacientes de su 
marido,  colgados de collares, plumachos y bastones, se acomodaban cerca de ella  
removiendo los rollos de sus carnes satisfechas con un alboroto de monedas, 
 percibían a su alrededor un perfume particular que les hacía recordar  
involuntariamente la lenta supuración de una guanábana. Entonces les entraban a 
 todos unas ganas irresistibles de restregarse las manos como si fueran 
patas.   
Una sola cosa perturbaba la felicidad del médico. Notaba que mientras él  
se iba poniendo viejo, la menor guardaba la misma piel aporcelanada y dura 
que  tenía cuando la iba a visitar a la casa del cañaveral. Una noche decidió 
entrar  en su habitación para observarla durmiendo. Notó que su pecho no se 
movía.  Colocó delicadaniente el estetoscopio sobre su corazón y oyó un 
lejano rumor de  agua. Entonces la muñeca levantó los párpados y por las cuencas 
vacías de los  ojos comenzaron a salir las antenas furibundas de las  
chágaras. 
_http://faculty.washington.edu/petersen/303/munecamenor.htm_ 
(http://faculty.washington.edu/petersen/303/munecamenor.htm)  

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