[Grupito] La tertulia 14 octubre.

Mark Middlebrook mark at teamrioja.org
Sat Oct 4 09:36:23 PDT 2008


La próxima tertulia literaria y gastronómica tendrá lugar el día 14 de
octubre (el martes) a las 7:00 de la noche en la casa de Jane Brown:

6225 Ross St., Oakland.
510-658-9530.

El RSVP a Jane es obligatorio:
janebcal en yahoo.com

Te rogamos que vengas preparado, habiendo leído la lectura de
antemano, y que traigas un plato y una bebida para compartir.

La tertulia siguiente tendrá lugar el día 28 de octubre (el martes) en la
casa de Xequina.


---------- Forwarded message ----------
From: Jane Brown <janebcal en yahoo.com>
Date: 2008/10/1
Subject: cuento para la tertulia el 14 de octubre.
To: Mark Middlebrook <mark en teamrioja.org>

Un día después

de Vicente Battista
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    *M*iré una vez más la foto: un rostro juvenil, de ojos grandes, labios
sensuales y pelo agresivamente negro. Era una belleza insolente, a mitad de
camino entre la inocencia y la perversidad.
    ­Se llama Mercedes Gasset y va a estar en el hotel Los Faraones, el
sábado, al mediodía.
    Asentí con un movimiento de cabeza. Me entregaron el cincuenta por
ciento de lo pactado y el pasaje de ida y vuelta. Dijeron que confiaban en
mi, que el resto lo recibiría al final del trabajo. Asentí otra vez y
pregunté si habían pensado en un sitio en especial. Uno de ellos dijo que la
Cueva de los Verdes podría ser el lugar adecuado y agregó que no me costaría
mucho llevarla hasta ahí. Realmente me tenían confianza. Supe que era hora
de despedirse. En un par de días tendría que volar a Lanzarote para
encontrarme con Mercedes Gasset.
    El vuelo fue tranquilo, debí soportar un compañero de asiento que había
resuelto mitigar su soledad, o el miedo a las alturas, contándome el encanto
de las Islas Canarias. Le concedí un par de aprobaciones y simulé un sueño
reparador. No me interesaban las islas y jamás había estado en Lanzarote,
sólo tenía una vaga referencia por un cuento, o cierto capítulo de novela,
en donde un hombre se encontraba con una mujer joven, para disfrutar del fin
de semana. También yo iba a encontrarme con una mujer joven, pero no iba a
disfrutar del fin de semana; iba a matarla.
    La vi en el lobby del hotel. Se paseaba de un lado a otro, indecisa;
aunque no parecía buscar a nadie. Finalmente se acercó a la barra y pidió un
vaso de leche fría. El azabache de su pelo resultaba más inquietante que en
la fotografía.
    ­No es el mejor modo de combatir la ansiedad ­dije.
    Me miró; sonrió levemente.
    ­¿Quién le ha dicho que estoy ansiosa?
    ­No hay más que verte.
    ­¿Psicólogo?
    ­Curioso.
    Habíamos roto las barreras. Dijo que se llamaba Patricia; por alguna
razón ocultaba su nombre, debía cuidarme. Dijo que era madrileña.
    ­Uruguayo­mentí.
    Establecidas las reglas del juego, entretuvimos la tarde hablando
tonterías.
    ­Si me prometés cambiar la leche por un Rioja digno de nosotros, esta
noche cenamos juntos.
    ­¿Y si no?­preguntó.
    ­Nos encontraríamos para el café.
    ­Ya no tengo ansiedad ­dijo y volvió a sonreír­. A las nueve, aquí
mismo.
    La vi marcharse. Esa muchacha me gustaba más de la cuenta; mi oficio
prohíbe ese tipo de gustos. Pensé que un whisky doble expulsaría el mal
sentimiento, lo bebí de un trago, pero la muchacha me seguía gustando. Miré
la hora, faltaban unos minutos para las siete. Acaso dormir ayudaría. Pedí
la llave de mi habitación y ordené que me llamaran a las ocho y media.
    Fue puntual, virtud infrecuente en las mujeres jóvenes y bonitas.
Caminaba con estudiada despreocupación, usaba un vestido de tela liviana que
le acentuaba las formas. Tuve la fantasía de que algunas horas después se lo
iba a quitar.
    ­Magnífica­dije por todo saludo y llamé al barman. Dijo que no iba a
beber. Le recordé la promesa; agregó que sólo bebería vino, durante la
comida. Parecía una niña obediente; fuimos hacia la mesa.
    Elegimos una exquisita carne de ternera, rociada con salsa de
champiñones y acompañada de arroz blanco. Supe que en la bodega del hotel
había Vega Sicilia y no vacilé: iba a ser su última cena; merecía el mejor
de los vinos. Lo gozamos hasta la última gota y sirvió para recrear nuestras
mentiras. Dijo que estaba en la isla con el propósito de recoger material
para un futuro trabajo acerca de la identidad canaria. Quiso saber de mí. Me
inventé una profesión liberal y un desengaño amoroso, dije que no quería
hablar ni de una cosa ni de la otra. A la hora del café y el coñac, le
confesé que me gustaba más de la cuenta y por primera vez, a lo largo de la
noche, estaba diciendo la verdad.
    Decidimos que fuese en mi cuarto. Estábamos de pie, junto a la cama y
sólo nos iluminaba la luna; se oía el ruido del mar, pero ni la luna ni el
mar me importaron: toda mi atención estaba en ese cuerpo magnífico, sin una
sola mentira. La comencé a desnudar, con la devoción que se pone en los
grandes ritos. Me detuve en sus pechos, pequeños y armoniosos, y los besé
lentamente; un imperceptible quejido y el minúsculo vibrar de su piel me
hicieron comprender que no había errado el camino. Ahí me quedé. Buscó mi
sexo y al rato estábamos desnudos sobre la cama. Cada vez me gustaba más y
ella se encargaba de fomentarlo: se acostó sobre mí y me cubrió con una
ternura indescriptible, hasta que llegó el momento de las palabras
entrecortadas y los pequeños gritos. Era una pena quitar al mundo a una
muchacha así; la abracé casi con cariño. Se quedó dormida de inmediato.
Estuve mucho tiempo mirando el techo y pensando en esas desarmonías, ajenas
a uno, que lamentablemente no tienen arreglo. Recordé a De Quincey: "Si
alguien empieza por permitirse un asesinato pronto no le da importancia a
robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y
acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día
siguiente".
    Un par de horas más tarde ella abrió los ojos y me dijo algunas cosas
que ahora prefiero olvidar. Le pregunté si conocía la Cueva de los Verdes y
le propuse una excursión a la mañana siguiente. Dijo que sí. No sabía que
estaba firmando su sentencia de muerte.
    Un simple estuche de máquina fotográfica fue el refugio ideal para la
Beretta 7,65, con silenciador incluido. Tomé un café sin azúcar, de camino a
la cueva de los verdes. Habíamos decidido encontrarnos ahí a las diez de la
mañana. La descubrí mezclada con un contingente turístico. Seguimos al guía
y nos enteramos de que estábamos ingresando en una cueva que, trescientos
años atrás, había construido la lava volcánica. Era un túnel que se
prolongaba por kilómetros y kilómetros y del que apenas se habían explorado
algunos miles de metros.
    ­Alguna vez fue refugio de los guanches­ dijo a media voz.
    ­¿Los guanches?
    ­Los primeros habitantes de la isla­ completó.
    "Y ahora será tu tumba", pensé, con dolor. Conseguí que cerrásemos la
marcha de los entusiasmados turistas y así anduvimos entre las tinieblas.
Algunos temas de Pink Floyd y unas pocas luces de colores, astutamente
distribuidas, le daban el toque fantasmagórico que el sitio precisaba. Los
hijos de puta de mis clientes habían sabido elegir el lugar: un cadáver
podría permanecer ahí por largo tiempo, hasta que el mal olor de su
putrefacción lo delatase. Pensé que ese cadáver iba a ser el de Mercedes y
sentí un ligero malestar. Decidí terminar el trabajo de una vez por todas y
me detuve, con la excusa de ver algo. El contingente siguió su marcha,
ignorándonos. Abrí el estuche fotográfico.
    ­ Aquí no se pueden sacar fotos ­bromeó.
    ­No pienso sacar fotos ­dije.
    La Beretta en mi mano obvió cualquier otro comentario.
    ­No entiendo ­dijo y había sorpresa en su espanto.
    ­No es necesario que entiendas ­dije.
    ­Hay un error ­dijo, casi suplicante­. Tiene que haber un error.
    Dije que en estos casos nunca hay errores y apreté el gatillo. Se oyó un
sonido corto y seco. Mercedes intentó decir algo, pero todo quedó reducido a
un gesto de dolor y desconcierto. En mitad de su frente, casi a la altura de
sus cejas, comenzó a bajar un hilo de sangre. Di un paso atrás y vi cómo su
bello cuerpo se derrumbaba para siempre. Con ternura la llevé hasta el
rincón más escondido de la cueva y la cubrí con cenizas de lava. Me sacudí
las manos y la ropa, comprobé que no había señales delatorias y caminé
rápido hacia donde estaba el contingente. Habían pasado menos de diez
minutos. Nadie reparó en su ausencia: estaban encantados jugando con el eco,
una de las maravillas de esa cueva de la muerte.
    Los pasos siguientes serían de pura rutina: debía desprenderme del arma
y de la documentación fraguada. En Barcelona tendría tiempo de afeitar mi
barba tirar a la basura los anteojos de falso documento. Entré en el hotel
pensando en una ducha fría. Iba a pedir la llave de mi cuarto, cuando una
voz femenina, sus palabras, me enmudecieron.
    ­Me llamo Mercedes Gasset ­oí­. Hay una reserva a mi nombre. Tenía que
haber llegado ayer.
    Giré la cabeza y la vi. Ojos grandes, labios sensuales y pelo
agresivamente negro: era mi víctima, la real, que llegaba con un día de
atraso. Pidió un whisky. Pensé en Patricia, sola en la Cueva de los Verdes,
cubierta de ceniza de lava; sentí un odio feroz por esta impostora e imaginé
para ella un final innoble e inmediato. Diga lo que diga De Quincey, no hay
que dejar las cosas para el día siguiente. Me acerqué y le dije que ése no
era el mejor modo de combatir la ansiedad. Sonrió.

Vicente Battista

 Vicente Battista nació en Buenos Aires en 1940. Integró la redacción de la
ya legendaria revista literaria *El escarabajo de oro* y fundó y dirigió
­junto a Mario Goloboff­ la revista de ficción y pensamiento crítico *Nuevos
Aires*. Entre 1973 y 1984 vivió en Barcelona y en las Islas Canarias. Su
primer libro de cuentos ­*Los muertos* (1967)­ fue premiado por la Casa de
las Américas y el Fondo Nacional de las Artes. Su último libro de cuentos ­*El
final de la calle* (1992)­ recibió el Primer Premio Municipal de la Ciudad
de Buenos Aires. Escribió además varias novelas, entre las que se destacan *
Siroco* (1985), traducida al francés, y *Sucesos Argentinos*, que recibiera
el Premio Planeta 1995 otorgado por un jurado compuesto por Abelardo
Castillo, Antonio Dal Masetto, José Pablo Feinmann, Juan Forn y Vlady
Kociancich. Es colaborador permanente de la sección cultural del diario
Clarín.
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