[Grupito] La tertulia: 31 de marzo

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Mon Apr 6 21:04:19 PDT 2009


 
La próxima tertulia literaria y gastronómica tendrá lugar el día 15 de 
abril (el miercoles), a las 7:00 de la noche en la casa de Ana Pohl:
 
33 Bowling Dr., Oakland 94618
(510) 547-0996
 
El RSVP a Ana es obligatorio: _b-p en consultant.com_ 
(mailto:b-p en consultant.com) 
( (mailto:amossman2 en juno.com) Directions from Broadway in Oakland:  Go up 
Broadway Terrace.  Take a left onto Country Club Drive. 
Turn right on Bowling Drive.  House is on right side of street.  For 
directions from other locations, check Mapquest
or Yahoo Maps.)
 
 
He aqui la lectura:
«Las desnudas» por Emilia Pardo Bazán
 
_www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/pardo/dramati.htm_ 
(http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/pardo/dramati.htm) 
 
Ademas, hay abajo una copia de la lectura si tienes problemas con el enlace.
 
Te rogamos que vengas preparado, habiendo leído la lectura de
antemano, y que traigas un plato y una bebida para compartir.


 
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«Las desnudas»   
Emilia Pardo Bazán

(Cuentos  dramáticos  Serie de 37 cuentos breves. Textos completos)

Una tarde gris, en el campo, mientras las  primeras hojas que arranca 
el vendaval de otoño caían blandamente a nuestros  pies, recuerdo que, 
predispuestos a la melancolía y a la meditación por este  espectáculo, 
hablamos de la fatalidad, y hubo quien defendió el irresistible  
influjo de las circunstancias y de fuerzas externas sobre el alma  
humana, y nos comparó a nosotros, depositarios de un destello de 
la  Divinidad, con la piedra que, impelida por leyes mecánicas, 
va derecha  al abismo.   Pero Lucio Sagris, el constante abogado de la  
espiritualidad y del libre albedrío, protestó, y después de lucirse 
con  una disertación brillante, anunció que, para demostrar lo absurdo 
de las  teorías fatalistas, iba a referirnos una historia muy negra, 
por la cual  veríamos que,  bajo la influencia de un mismo terrible  
suceso,   cada espíritu conserva su espontaneidad y  escoge,   
mediante su iniciativa propia, el camino, bueno o  malo;  que en 
esto precisamente estriba la libertad. -Pertenece mi  historia 
-añadió- a un cruento período de nuestras luchas civiles, después  de 
la Revolución de 1868; y evoca la siniestra figura de uno de esos  
hombres en quienes la inevitable crueldad y fiereza del guerrillero 
se  exaspera al sentir en derredor la hostilidad y la enemiga de un 
país donde  todos le aborrecen: hablo del contraguerrillero, tipo 
digno de estudio, que  mueve a piedad y a horror. Mientras el 
guerrillero, bien acogido en pueblos  y aldeas, encontraba raciones 
para su partida y confidencias para huir de la  tropa o sorprenderla, 
descuidada,  el contraguerrillero, recibido como  un perro, sólo por 
el terror conseguía imponerse: siempre le acechaban la  traición y la 
delación; siempre oía en la sombra el resuello del odio. En  guerras 
tales, el país está de parte de los guerrilleros; o, por mejor  decir, 
las guerrillas son el país alzado en armas, y el contraguerrillero es  
el Judas contra el cual todo parece lícito, y hasta loable.

Ahora,  pues, el contraguerrillero de mi historia -supongamos que se 
llamaba el  Manco de Alzaur- había conseguido realizar el triste ideal 
de esta clase de  héroes; al oír su nombre, persignábanse las mujeres 
y rompían a llorar los  chicos. Interpelado el Gobierno en pleno 
Parlamento acerca de algunas  atrocidades de aquel tigre, protestó de 
que eran falsas, y que, si fuesen  verdad, recibirían condigno 
castigo; pero realmente, las instrucciones  secretas dadas al general 
encargado de pacificar el territorio en que  funcionaba la 
contraguerrilla del Manco, encerraban la cláusula de dejarle a  su 
gusto, y cuanto más, mejor. Sin embargo, el general, a quien  
repugnaban y estremecían ciertos actos de barbarie, y que además 
tenía  hijas y era padre tiernísimo, solía encargar mucho al 
contraguerrillero que,  al menos, no se oprimiese violentamente a las 
mujeres; y el Manco se  comprometió a ello, jurando que si alguno de 
su partida incurría en tal  delito, le cortaría inmediatamente las dos 
orejas. Los contraguerrilleros,  que conocían las malas pulgas de su 
jefe, se guardaban bien de contravenir a  lo mandado.

Si en alguna ocasión lamentó el Manco haber empeñado su  formidable 
palabra al general, fue el día en que, evacuado por las fuerzas  de 
Radico y Ollo el pueblo de Urdazpi, penetró la contraguerrilla en  
este foco del carlismo. Es de saber que el párroco de Urdazpi se  
encontraba desde hacía año y medio al frente de una partidilla, tan  
escasa en número como resuelta y hazañosa, y más de diez veces había  
puesto la ceniza en la frente al Manco yéndole a los alcances,  
batiéndole, cogiéndole prisioneros y dispersando a su gente, con 
harto  corrimiento y rabia del contraguerrillero. El odio al cura 
de Urdazpi  era ya como un frenesí en el Manco;  y en Urdazpi vivían 
cinco lindas y  honestas muchachas, carlistas y devotas, sobrinas del 
párroco faccioso,  hijas de su única hermana, fusilada por los 
liberales en la anterior  guerra.  Cuando trajeron ante el Manco, 
amarillas cual la muerte y tan  sobrecogidas que ni podían llorar a 
las cinco infelices, se alzó un tumulto  en el alma feroz del 
contraguerrillero;  la promesa al general combatía  los ímpetus 
salvajes de un corazón sediento de venganza, la venganza inicua  de 
ensañarse en la familia de su enemigo, y devolvérsela vilipendiada y  
manchada, como se devuelve un trapo que ha limpiado el suelo de la  
cámara donde se celebra orgía impura. Meditó un instante,  
frunciendo las hirsutas cejas bajo las cuales encandecían dos ojos de  
brasa; de pronto, una sonrisa feroz dilató su boca; había encontrado 
el  medio de no faltar a su palabra, y al mismo tiempo de mancillar al 
cura en  la persona de sus sobrinas. Dio en vascuence una orden 
terminante, y  poco después las cinco doncellas, enteramente 
despojadas de sus ropas, eran  paseadas y empujadas al través de las 
calles del pueblo, entre rechifla,  denuestos, golpes y groseros 
equívocos de los inhumanos que las rodeaban,  ebrios de vino y de 
sangre.  El Manco había anunciado que sería reo de  pena capital 
cualquiera de sus contraguerrilleros que no se limitase a  mofarse de 
la desnudez de aquellas desdichadas vírgenes, las cuales,  estúpidas 
de vergüenza, intentando velarse el rostro con el pelo, echándose  por 
tierra para que el fango de las calles las sirviese de vestido,  
pedían con llanto entrecortado y desgarrador que les devolviesen su 
ropa  y las fusilasen pronto; y al verlas como estatuas de dolorido e 
injuriado  mármol, el Manco en persona, o satisfecho o ablandado ya, 
escupió a los  desnudos y mórbidos hombros de la más joven, y dijo con 
bestial risa: «Ahora  ya pueden volverse a su madriguera estas 
carcundas».


Considerar  el estado de ánimo de las sobrinas del cura después del 
afrentoso suplicio,  es como si nos asomásemos a un abismo de 
desesperación. Nótese que eran  mujeres de intachable conducta, de 
grave recato, de profunda religiosidad,  más bien exaltada; que las 
respetaban en el pueblo por honradas y las  celebraban por hermosas; 
que a pesar de su fe no tenían vocación monástica,  y entre los mozos 
incorporados a la partida del cura, más de uno rondaba sus  ventanas y 
pensaba en bodas a la conclusión de la guerra. Pero después del  
horrible atropello del Manco, para las sobrinas del párroco de 
Urdazpi  se había cerrado el horizonte, se habían acabado las 
perspectivas de la vida  y del mundo. La gente, al hablar de ellas, 
sólo las llamaban Las desnudadas,  y este apodo infamante era como 
inmensa mancha extendida sobre su piel,  quemada por tantos impuros 
ojos. Abrumadas bajo la carga de la  desventura, permanecían 
recluidas en casa, sin asomarse a la ventana  siquiera sin salir ni a 
la iglesia; ¡la iglesia, que es el refugio de todos  los dolores! Como 
si estuviesen contaminadas de lepra, como a los lazrados  que la Edad 
Media aislaba, les traía una amiga, movida a compasión, lo  necesario 
para su sustento, y se lo dejaba en el portal, en un cesto,  
diariamente, pues ni aun de ella consentían ser vistas y  habladas.   
Así vivieron un año...

-Pues por ahora -dijimos  a Lucio Sagri, interrumpiéndole-, su 
historia de usted demuestra que,  sometidas a unas mismas 
circunstancias, las cinco sobrinas del cura de  Urdazpi adoptaron un 
género de vida absolutamente  idéntico.

-¡Aguarden, aguarden! -clamó Lucio-. No se ha concluido el  episodio. 
Al año, la consabida amiga avisó para el entierro de una de las  
sobrinas, la menor. Aquélla a cuyos cándidos hombros desnudos había  
escupido el Manco. Enferma de tristeza desde el día de su desgracia,  
había ocultado su padecimiento por no ver al médico, o más bien 
porque  el médico no la viese. Y la primera salida de la Desnudada fue 
con los pies  para adelante, camino del cementerio. Pocos días después 
dejó la casa otra  Desnudada, la mayor. Hizo su viaje de noche, con la 
cara envuelta en tupido  velo, y apareció en Vitoria, en la casa 
matriz de las religiosas de una  Orden que tiene por misión asistir a 
los enfermos y amparar a los niños  abandonados.

Quedaban solamente en Urdazpi tres de las sobrinas del cura;  pero de 
allí a medio año escapáronse juntas dos de ellas, y se incorporaron  a 
la partida, que por entonces recorría las cercanías en triunfo.   
Una de las muchachas tuvo ocasión de pelear como un hombre, con  
denuedo rabioso, contra las tropas liberales hasta que una bala le  
atravesó el fémur y pereció desangrada. En cuanto a la  otra...

-¿Murió también? -preguntamos.

-Peor que si muriese  -contestó melancólicamente el narrador-. No sé 
qué será de ella; rodará por  Bilbao; es lo probable.    Esa no supo 
comprender que por mucho  que desnuden el cuerpo, el pudor y decoro 
sólo se pierden cuando se desnuda  el alma.

-¿Y la quinta sobrina del cura de Urdazpi?

-¡Ah! Esa vive  hoy al lado de su tío, que se acogió a indulto al 
terminar la guerra civil.  Humilde y resignada, ya madura, atendiendo 
a sus labores domésticas y a sus  devociones, no parece recordar que 
en algún tiempo quiso vivir apartada de  sus semejantes... Y en el 
pueblo la respetan, ¡vaya si la respetan! A pesar  de que no puede 
olvidarse la espantosa acción del Manco, nadie se atrevería  a 
llamarla Desnudada en alta voz.

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