[Grupito] : Tertulia, miercoles el 29 de julio

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Mon Jul 20 15:05:08 PDT 2009


 
Saludos:

La próxima tertulia  literaria y gastronómica tendrá 
lugar el día 29 de julio (el  MIERCOLES)
a las 7:00 de la noche en la casa de Ana  Griffin

Debido a su departamento pequeño,  solo hay espacio para 14 huéspedes.  Por 
eso, el RSVP a Ana es obligatorio: _snarlyelf2002 en yahoo.com_ 
(mailto:snarlyelf2002 en yahoo.com) .  Ella enviará las  direcciones a su casa a cada uno de 
los primeros 14 que  responden.

Le  agradezco a Connie por escoger la lectura "La Venda"
escrito en 1900) por  Miguel de Unamuno que se puede encontrar en:
_http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/unamuno/venda.htm_ 
(http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/unamuno/venda.htm) 


Informacion sobre el autor español: 
 
_http://www.biografiasyvidas.com/biografia/u/unamuno.htm_ 
(http://www.biografiasyvidas.com/biografia/u/unamuno.htm) 

y    _http://www.swarthmore.edu/Humanities/mguardi1/espanol_11/unamuno.htm_ 
(http://www.swarthmore.edu/Humanities/mguardi1/espanol_11/unamuno.htm) 

Ademas,  hay abajo una copia de la lectura si tienes 
problemas con el  enlace.

Te rogamos que vengas preparado, habiendo leído la 
lectura de  antemano, y que traigas un plato y/o una 
bebida para compartir.

Debra  Valov
_ecomujeres en aol.com_ (mailto:ecomujeres en aol.com) 

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"La venda"
Miguel de  Unamuno


Y vio de pronto nuestro hombre venir una mujer despavorida,  como un 
pájaro herido, tropezando a cada paso, con los grandes ojos preñados  de 
espanto que parecían mirar al vacío y con los brazos extendidos. Se  
detenía, miraba a todas partes aterrada, como un náufrago en medio del  
océano, daba unos pasos y se volvía, tornaba a andar, desorientada de  
seguro. Y llorando exclamaba:
-¡Mi padre, que se muere mi  padre!

De pronto se detuvo junto al hombre, le miró de una manera  misteriosa, 
como quien por primera vez mira, y sacando el pañuelo le  preguntó:

-¿Lleva usted bastón?

-¿Pues no lo ve usted? -dijo el  mostrándoselo.

-¡Ah! Es cierto.

-¿Es usted acaso  ciega?

-No, no lo soy. Ahora, por desgracia. Deme el bastón.

Y  diciendo esto empezó a vendarse los ojos con el pañuelo.

Cuando hubo  acabado de vendarse repitió:

Deme el bastón, por Dios, el bastón, el  lazarillo.

Y al decirlo le tocaba. El hombre la detuvo por un  brazo.

-Pero ¿qué es lo que va usted a hacer, buena mujer? ¿Que le  pasa?

-Déjeme, que se muere mi padre.

-Pero ¿dónde va usted  así?

-Déjeme, déjeme, por Santa Lucía bendita, déjeme, me estorba la  vista, 
no veo mi camino con ella.

-Debe de ser loca -dijo el hombre  por lo bajo a otro a quien había 
detenido lo extraño de la escena.

Y  ella, que lo oyó:

-No, no estoy loca; pero lo estaré si esto sigue;  déjeme, que se muere.

-Es la ciega -dijo una mujer que  llegaba.

-¿La ciega? -replicó el hombre del bastón-. Entonces, ¿para qué  se venda 
los ojos?

-Para volver a serlo -exclamó ella.

Y  tanteando con el bastón el suelo, las paredes de las casas, febril y  
ansiosa, parecía buscar en el mar de las tinieblas una tabla de que  
asirse, un resto cualquiera del barco en que había hasta entonces  navegado.

De pronto dio una voz, una voz de alivio, y como una paloma que  
elevándose en los aires revolotea un momento buscando oriente y luego  
como una flecha, partió resuelta, tanteando con su bastón el suelo, la  
mujer vendada.

Quedáronse en la calle los espectadores de semejante  escena, comentándola.

La pobre mujer había nacido ciega, y en las  tinieblas nutrió de dulce 
alegría su espíritu y de amores su corazón. Y  ciega creció.

Su tacto era, aun entre los ciegos, maravilloso, y era  maravillosa la 
seguridad con que recorría la ciudad toda sin más lazarillo  que su palo. 
Era frecuente que alguno que la conocía le dijese: «Dígame,  María, ¿en 
qué calle estamos?» Y ella respondía sin equivocarse  jamás.

Así, ciega, encontró quien de ella se prendase y para mujer la  tomara, y 
se casó ciega, abrazando a su hombre con abrazos que eran una  
contemplación. Lo único que sentía era tener que separarse de su anciano  
padre; pero casi todos los días, bastón en mano, iba a tocarle y a oírle  
y acariciarle. Y si por acaso le acompañaba su marido, rehusaba su brazo  
diciéndole con dulzura: «No necesito tus ojos.»

Por entonces se  presentó, rodeado de prestigiosa aureola, cierto doctor 
especialista, que  después de reconocer a la ciega, a la que había visto 
en la calle, aseguró  que le daría la vista. Se difirió la operación 
hasta que hubiese dado a luz  y se hubiese repuesto del parto.

Y un día, más de terrible expectación  que de júbilo para la pobre ciega, 
se obró el portento.

El doctor y  sus compañeros tomaban notas de aquel caso curiosísimo, 
recogían con ansia  datos para la ciencia psicológica asaeteándola a 
preguntas. Ella no hacía  más que palpar los objetos aturdida y 
llevárselos a los ojos y sufrir,  sufrir una extraña opresión de 
espíritu, un torrente de punzadas, la lenta  invasión de un nuevo mundo 
en sus tinieblas.

-¡Oh! ¿Eras tú? -exclamó  al oír junto a sí la voz de su marido-. Y 
abrazándole y llorando, cerró los  ojos para apoyar en la de él su mejilla.

Y cuando la llevaron al niño y  lo tomó en brazos, creyeron que se volvía 
loca. Ni una voz ni un gesto; una  palidez mortal tan solo. Frotó luego 
las tiernas carnecitas del niño contra  sus cerrados ojos y quedó 
postrada, rendida, sin querer ver  más.

-¿Cuándo podré ir a ver a mi padre? -preguntó.

-¡Oh! No,  todavía no -dijo el doctor. No es prudente que usted salga 
hasta haberse  familiarizado algo con el mundo visual.

Y al día siguiente, precisamente  al día siguiente de la portentosa cura, 
cuando empezaba María a gozar de una  nueva infancia y a bañarse en la 
verdura de un nuevo mundo, vino un  mensajero torpe, torpísimo, y con los 
peores rodeos le dijo que su padre,  baldado desde hacía algún tiempo, se 
estaba muriendo de un nuevo  ataque.

El golpe fue espantoso. La luz le quemaba el alma y las tinieblas  no le 
bastaban ya. Se puso como loca, se fue a su cuarto, cogió su  crucifijo, 
cerró los ojos y palpándolo, rompió a llorar  exclamando:

-Mi vista, mi vista por su vida. Para qué la quiero.

Y  levantándose de pronto, se lanzó a la calle. Iba a ver a su padre, a 
verle  por primera y por última vez acaso.

Entonces fue cuando la encontró el  hombre del bastón, perdida en un 
mundo extraño, sin estrellas por que  guiarse como en sus años de noche 
se había guiado, casi loca. Y entonces fue  cuando, una vez vendados sus 
ojos, volvió a su mundo, a sus familiares  tinieblas, y partió segura, 
como paloma que a su nido vuelve. A ver a su  padre.

Cuando entró en el paterno hogar, se fue derecha, sin bastón, a  través 
de corredores, hasta la estancia en que yacía su padre moribundo, y  
echándose a sus pies le rodeó el cuello con sus brazos, le palpó todo,  
le contempló con sus manos y sólo pudo articular entre sollozos  
desgarradores:

-¡Padre, padre, padre!

El pobre anciano,  atontado, sin conocimiento casi, miraba con estupor 
aquella venda y trató de  quitársela.

-No, no, no me la quites... no quiero verte; ¡padre, mi  padre, el mío, 
el mío!

-Pero hija, hija mía -murmuraba el  anciano.

-¿Estás loca? -le dijo su hermano-. Quítatela, María, no hagas  comedias, 
que la cosa va seria...

-¿Comedias? ¿Qué sabéis de eso  vosotros?

-Pero ¿es que no quieres ver a tu padre? Por primera, por  última vez 
acaso...

-Porque quiero verlo... pero a mi padre... al  mío..., al que nutrió de 
besos mis tinieblas, porque quiero verle, no me  quito de los ojos la 
venda...

Y le contemplaba ansiosa con sus manos  cubriéndole de besos.

-Pero hija, hija mía -repetía como una máquina el  viejo.

-Sea usted razonable -insinuó el sacerdote separándola-, sea usted  
razonable.

-Razonable ¿Razonable? Mi razón está en las tinieblas, en  ellas veo.

-Et vita erat lux hominum... et lux in tenebris lucet...  -murmuró el 
sacerdote como hablando consigo mismo.

Entonces se acercó  a María su hermano, y de un golpe rápido le arrebató 
la venda. Todos se  alarmaron entonces, porque la pobre mujer miró en 
torno de sí despavorida,  como buscando algo a que asirse. Y luego de 
reponerse murmurando: «¡Qué  brutos son los hombres!, cayó de hinojos 
ante su padre  preguntando:

-¿Es éste?

-Sí, ése es -dijo el sacerdote  señalándoselo-, ya no conoce.

-Tampoco yo conozco.

-Dios es  misericordioso, hija mía; ha permitido que pueda usted ver a su 
padre antes  de que se muera...

-Sí, cuando ya él no me conoce, por lo  visto...

-La divina misericordia...

-Está en la oscuridad  -concluyó María que, sentada sobre sus talones, 
pálida, con los brazos  caídos, miraba al través de su padre, al vacío.

Levantándose al cabo, se  acercó a su padre, y al tocarlo, retrocedió 
aterrada,  exclamando:

-Frío, frío como la luz, muerto.

Y cayó al suelo presa  de un síncope.

Cuando volvió en sí se abrazó al cadáver, y cubriéndole de  besos, repetía:

-¡Padre, Padre! ¡No te he visto morir!

-Hay que  cerrarle los ojos -dijo a María su hermano.

-Sí, sí, hay que cerrarle los  ojos... que no vea ya... que no vea ya... 
¡Padre, padre! Ya está en las  tinieblas... en el reino de la 
misericordia...

-Ahora se basa en la luz  del Señor -dijo el sacerdote.

-María -le dijo su hermano con voz trémula  tocándole en un hombro-, eres 
madre, aquí te traen a tu niño, que olvidaste  en casa al venirte; viene 
llorando...

-¡Ah! Si. ¡Angelito! ¡Quiere  pecho! ¡Que le traigan!

Y exclamó en seguida:

-¡La venda! ¡La  venda! ¡Tráeme pronto la venda, no quiero verle!

-Pero  María...

-Si no me vendáis los ojos, no le doy de mamar.

-Sé  razonable, María...

-Os he dicho ya que mi razón está en las  tinieblas...

La vendaron, tomó al niño, lo palpó, se descubrió el pecho,  y 
poniéndoselo a él, le apretaba contra su seno murmurando:

-¡Pobre  padre! ¡Pobre  padre!

FIN


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