[Grupito] : Tertulia el 30 de junio
Ecomujeres at aol.com
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Sun Jun 21 19:14:56 PDT 2009
Saludos:
La próxima tertulia literaria y gastronómica tendrá lugar el día 30 de
junio (el martes), a las 7:00 de la noche en la casa de Barbara Waterman:
El RSVP a Barbara es obligatorio: _pachabarbara en earthlink.net_
(mailto:pachabarbara en earthlink.net) o por telefono 510-832-8169. Favor de avisarla
con al menos 2 días de anticipación.
874 Portal Ave., Oakland
(Directions: 580 towards Hayward, exit Grand Ave., stay on frontage road
until Lakeshore,
make a left, thru shopping area, right on Mandana, up hill thru 2 stop
signs and one light.
She is first left after light. For alternate directions, use Mapquest or
Yahoo Maps)
Le agradezco a Tom por escoger la lectura que se puede encontrar aqui:
_http://guillermo-martinez.net/index.php?tarea=fragmentos&idLibro=5_ (http://guillermo-martinez.net/index.php?tarea=fragmentos&idLibro=5)
Informacion sobre el autor argentino: _http://guillermo-martinez.net/cv/_
(http://guillermo-martinez.net/cv/)
Ademas, hay mas abajo una copia de la lectura si tienes problemas con el
enlace.
Te rogamos que vengas preparado, habiendo leído la lectura de antemano, y
que traigas
un plato y/o una bebida para compartir.
OTRAS NOTICIAS:
Ya tenemos arreglado la tertulia para julio 14, en la casa de Carlos
Goldstein. Si tienes
interés en ser anfitrión(a) al fin de julio, o para cualquier fecha,
avísame por favor. Para ser
anfitrón(a) no es obligatorio escoger el cuento. Hay varias personas
dispuestas a ayudarte.
Debra Valov
ecomujeres en aol.com
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Infierno grande / Fragmento 1
Planeta Argentina 1989 | 273 págs.
INFIERNO GRANDE
Muchas veces, cuando el almacén está vacío y sólo se escucha el zumbido de
las moscas, me acuerdo del muchacho aquel que nunca supimos cómo se
llamaba y que nadie en el pueblo volvió a mencionar.
Por alguna razón que no alcanzo a explicar lo imagino siempre como la
primera vez que lo vimos, con la ropa polvorienta, la barba crecida y, sobre
todo, con aquella melena larga y desprolija que le caía casi hasta los ojos.
Era recién el principio de la primavera y por eso, cuando entró al
almacén,yo supuse que sería un mochilero de paso al sur. Compró latas de conserva y
yerba, o café; mientras le hacía la cuenta se miró en el reflejo de la
vidriera, se apartó el pelo de la frente, y me preguntó por una peluquería.
Dos peluquerías había entonces en Puente Viejo; pienso ahora que si
hubiera ido a lo del viejo Melchor quizá nunca se hubiera encontrado con la
Francesa y nadie habría murmurado. Pero bueno, la peluquería de Melchor estaba
en la otra punta del pueblo y de todos modos no creo que pudiera evitarse lo
que sucedió.
La cuestión es que lo mandé a la peluquería de Cervino y parece que
mientras Cervino le cortaba el pelo se asomó la Francesa. Y la Francesa miró al
muchacho como miraba ella a los hombres. Ahí fue que empezó el maldito
asunto, porque el muchacho se quedó en el pueblo y todos pensamos lo mismo: que
se quedaba por ella.
No hacía un año que Cervino y su mujer se habían establecido en Puente
Viejo y era muy poco lo que sabíamos de ellos. No se daban con nadie, como
solía comentarse con rencor en el pueblo. En realidad, en el caso del pobre
Cervino era sólo timidez, pero quizá la Francesa fuera, sí, un poco
arrogante. Venían de la ciudad, habían llegado el verano anterior, al comienzo de la
temporada, y recuerdo que cuando Cervino inauguró su peluquería yo pensé
que pronto arruinaría al viejo Melchor, porque Cervino tenía diploma de
peluquero y premio en un concurso de corte a la navaja, tenía tijera eléctrica,
secador de pelo y sillón giratorio, y le echaba a uno savia vegetal en el
pelo y hasta spray si no se lo frenaba a tiempo. Además, en la peluquería de
Cervino estaba siempre el último Gráfico en el revistero. Y estaba, sobre
todo, la Francesa.
Nunca supe muy bien por qué le decían la Francesa y nunca tampoco quise
averiguarlo: me hubiera desilusionado enterarme, por ejemplo, de que la
Francesa había nacido en Bahía Blanca o, peor todavía, en un pueblo como éste.
Fuera como fuese, yo no había conocido hasta entonces una mujer como
aquella. Tal vez era simplemente que no usaba corpiño y que hasta en invierno
podía uno darse cuenta de que no llevaba nada debajo del pulóver. Tal vez era
esa costumbre suya de aparecerse apenas vestida en el salón de la peluquería
y pintarse largamente frente al espejo, delante de todos. Pero no, había
en la Francesa algo todavía más inquietante que ese cuerpo al que siempre
parecíaestorbarle la ropa, más perturbador que la hondura de su escote. Era
algo que estaba en su mirada. Miraba a los ojos, fijamente, hasta que uno
bajaba la vista. Una mirada incitante, promisoria, pero que venía ya con un
brillo de burla, como si la Francesa nos estuviera poniendo a prueba y
supiera de antemano que nadie se le animaría, como si ya tuviera decidido que
ninguno en el pueblo era hombre a su medida. Así, con los ojos provocaba y con
los ojos, desdeñosa, se quitaba. Y todo delante de Cervino, que parecía no
advertir nada, que se afanaba en silencio sobre las nucas, haciendo sonar
cada tanto sus tijeras en el aire.
Sí, la Francesa fue al principio la mejor publicidad para Cervino y su
peluquería estuvo muy concurrida durante los primeros meses. Sin embargo, yo
me había equivocado con Melchor. El viejo no era tonto y poco a poco fue
recuperando su clientela: consiguió de alguna forma revistas pornográficas,
que por esa época los militares habían prohibido, y después, cuando llegó el
Mundial, juntó todos sus ahorros y compró un televisor color, que fue el
primero del pueblo. Entonces empezó a decir a quien quisiera escucharlo que
en Puente Viejo había una y sólo una peluquería de hombres: la de Cervino
era para maricas.
Con todo, creo yo que si hubo muchos que volvieron a la peluquería de
Melchor fue, otra vez, a causa de la Francesa: no hay hombre que soporte
durante mucho tiempo la burla o la humillación de una mujer.
Como decía, el muchacho se quedó en el pueblo. Acampaba en las afueras,
detrás de los médanos, cerca de la casona de la viuda de Espinosa. Al almacén
venía muy poco; hacía compras grandes, para quince días o para el mes
entero, pero en cambio iba todas las semanas a la peluquería. Y como costaba
creer que fuera solamente a leer el Gráfico, la gente empezó a compadecer a
Cervino. Porque así fue, al principio todos compadecían a Cervino. En
verdad, resultaba fácil apiadarse de él: tenía cierto aire inocente de querubín y
la sonrisapronta, como suele suceder con los tímidos. Era extremadamente
callado y en ocasiones parecía sumirse en un mundo intrincado y remoto: se
le perdía la mirada y pasaba largo rato afilando la navaja, o hacía
chasquear interminablemente las tijeras y había que toser para retornarlo. Alguna
vez, también, yo lo había sorprendido por el espejo contemplando a la
Francesa con una pasión muda y reconcentrada, como si ni él mismo pudiese creer
que semejante hembra fuera su esposa. Y realmente daba lástima esa mirada
devota, sin sombra de sospechas.
Por otro lado, resultaba igualmente fácil condenar a la Francesa, sobre
todo para las casadas y casaderas del pueblo, que desde siempre habían hecho
causa común contra sus temibles escotes. Pero también muchos hombres
estaban resentidos con la Francesa: en primer lugar, los que tenían fama de
gallos en Puente Viejo, como el ruso Nielsen, hombres que no estaban
acostumbrados al desprecio y mucho menos a la sorna de una mujer.
Y sea porque se había acabado el Mundial y no había de qué hablar, sea
porque en el pueblo venían faltando los escándalos, todas las conversaciones
desembocaban en las andanzas del muchacho y la Francesa. Detrás del
mostrador yo escuchaba una y otra vez las mismas cosas: lo que había visto Nielsen
una noche en la playa, era una noche fría y sin embargo los dos se
desnudaron y debían estar drogados porque hicieron algo que Nielsen ni entre
hombres terminaba de contar; lo que decía la viuda de Espinosa: que desde su
ventana siempre escuchaba risas y gemidos en la carpa del muchacho, los ruidos
inconfundibles de dos que se revuelcan juntos; lo que contaba el mayor de
los Vidal, que en la peluquería, delante de él y en las narices de Cervino...
En fin, quién sabe cuánto habría de cierto en todas aquellas habladurías.
Un día nos dimos cuenta de que el muchacho y la Francesa habían
desaparecido. Quiero decir, al muchacho no lo veíamos más y tampoco aparecía la
Francesa, ni en la peluquería ni en el camino a la playa, por donde solía
pasear. Lo primero que pensamos todos es que se habían ido juntos y tal vez
porque las fugas tienen siempre algo de romántico, o tal vez porque el peligro
ya estaba lejos, las mujeres parecían dispuestas ahora a perdonar a la
Francesa: era evidente que en ese matrimonio algo fallaba, decían; Cervino era
demasiado viejo para ella y por otro lado el muchacho era tan buen mozo... Y
comentaban entre sí con risitas de complicidad que quizá ellas hubieran
hecho lo mismo.
Pero una tarde que se conversaba de nuevo sobre el asunto estaba en el
almacén la viuda de Espinosa y la viuda dijo con voz de misterio que a su
entender algo peor había ocurrido; el muchacho aquel, como todos sabíamos,
había acampado cerca de su casa y, aunque ella tampoco lo había vuelto a ver,
la carpa todavía estaba allí; y le parecía muy extraño -repetía aquello, muy
extraño- que se hubieran ido sin llevar la carpa. Alguien dijo que tal vez
debería avisarse al comisario y entonces la viuda murmuró que sería
conveniente vigilar también a Cervino. Recuerdo que yo me enfurecí pero no sabía
muy bien cómo responderle: tengo por norma no discutir con los clientes.
Empecé a decir débilmente que no se podía acusar a nadie sin pruebas, que para
mí era imposible que Cervino, que justamente Cervino... Pero aquí la viuda
me interrumpió: era bien sabido que los tímidos, los introvertidos, cuando
están fuera de sí son los más peligrosos. Estábamos todavía dando vueltas
sobre lo mismo, cuando Cervino apareció en la puerta. Hubo un gran
silencio; debió advertir que hablábamos de él porque todos trataban de mirar hacia
otro lado. Yo pude observar cómo enrojecía y me pareció más que nunca un
chico indefenso, que no había sabido crecer. Cuando hizo el pedido noté que
llevaba poca comida y que no había comprado yoghurt. Mientras pagaba, la
viuda le preguntó bruscamente por la Francesa. Cervino enrojeció otra vez,
pero ahora lentamente, como si se sintiera honrado con tanta solicitud. Dijo
que su mujer había viajado a la ciudad para cuidar al padre, que estaba muy
enfermo, pero que pronto volvería, tal vez en una semana. Cuando terminó de
hablar había en todas las caras una expresión curiosa, que me costó
identificar: era desencanto. Sin embargo, apenas se fue Cervino, la viuda volvió
a la carga. A ella, decía, no la había engañado ese farsante, nunca más
veríamos a la pobre mujer. Y repetía por lo bajo que había un asesino suelto
en Puente Viejo y que cualquiera podía ser la próxima víctima.
Transcurrió una semana, transcurrió un mes entero y la Francesa no volvía.
Al muchacho tampoco se lo había vuelto a ver. Los chicos del pueblo
empezaron a jugar a los indios en la carpa abandonada y Puente Viejo se dividió
en dosbandos: los que estaban convencidos de que Cervino era un criminal y
los que todavía esperábamos que la Francesa regresara, que éramos cada vez
menos. Se escuchaba decir que Cervino había degollado al muchacho con la
navaja, mientras le cortaba el pelo, y las madres les prohibían a los chicos
que jugaran en la cuadra de la peluquería y les rogaban a sus esposos que
volvieran con Melchor. Sin embargo, aunque parezca extraño, Cervino no se
quedó por completo sin clientes: los muchachos del pueblo se desafiaban unos a
otros a sentarse en el fatídico sillón del peluquero para pedir el corte a
la navaja, y empezó a ser prueba de hombría llevar el pelo batido y con
spray.
Cuando le preguntábamos por la Francesa, Cervino repetía la historia del
suegro enfermo, que ya no sonaba tan verdadera. Mucha gente dejó de
saludarlo y supimos que la viuda de Espinosa había hablado con el comisario para
que lo detuviese. Pero el comisario había dicho que mientras no aparecieran
los cuerpos nada podía hacerse.
En el pueblo se empezó entonces a conjeturar sobre los cadáveres: unos
decían que Cervino los había enterrado en su patio; otros, que los había
cortado en tiras para arrojarlos al mar, y así Cervino se iba convirtiendo en un
ser cada vez más montruoso.
Yo escuchaba en el almacén hablar todo el tiempo de lo mismo y empecé a
sentir un temor supersticioso, el presentimiento de que en aquellas
interminables discusiones se iba incubando una desgracia. La viuda de Espinosa, por
su parte, parecía haber enloquecido. Andaba abriendo pozos por todos lados
con una ridícula palita de playa, vociferando que ella no descansaría hasta
encontrar los cadáveres.
Y un día los encontró.
Fue una tarde a principios de noviembre. La viuda entró en el almacén
preguntándome si tenía palas; y dijo en voz bien alta, para que todos la
escucharan, que la mandaba el comisario a buscar palas y voluntarios para cavar
en los médanos, detrás del puente. Después, dejando caer lentamente las
palabras, dijo que había visto allí, con sus propios ojos, un perro que
devoraba una mano humana. Me estremecí; de pronto todo era verdad y mientras
buscaba en el depósito las palas y cerraba el almacén seguía escuchando, aún sin
poder creerlo, la conversación entrecortada de horror, perro, mano, mano
humana.
La viuda encabezó la marcha, airosa. Yo iba último, cargando las palas.
Miraba a los demás y veía las mismas caras de siempre, la gente que compraba
en el almacén yerba y fideos. Miraba a mi alrededor y nada había cambiado,
ningún súbito vendaval, ningún desacostumbrado silencio. Era una tarde como
cualquier otra, a la hora inútil en que se despierta de la siesta. Abajo
se iban alineando las casas, cada vez más pequeñas, y hasta el mar,
distante, parecía pueblerino, sin acechanzas. Por un momento me pareció comprender
de dónde provenía aquella sensación de incredulidad: no podía estar
sucediendo algo así, no en Puente Viejo.
Cuando llegamos a los médanos el comisario no había encontrado nada aún.
Estaba cavando con el torso desnudo y la pala subía y bajaba sin
sobresaltos. Nos señaló vagamente en torno y yo distribuí las palas y hundí la mía en
el sitio que me pareció más inofensivo. Durante un largo rato sólo se
escuchó el seco vaivén del metal embistiendo la tierra. Yo le iba perdiendo el
miedo a la pala y estaba pensando que tal vez la viuda se había confundido,
que quizá no fuera cierto, cuando oímos un alboroto de ladridos. Era el
perro que había visto la viuda, un pobre animal raquítico que se desesperaba
alrededor de nosotros. El comisario quiso espantarlo a cascotazos pero el
perro volvía y volvía y en un momento pareció que iba a saltarle encima.
Entonces nos dimos cuenta de que era ése el lugar, el comisario volvió a cavar,
cada vez más rápido, era contagioso aquel frenesí, las palas se
precipitaron todas juntas y de pronto el comisario gritó que había dado con algo;
escarbó un poco más y apareció el primer cadáver.
Los demás apenas le echaron un vistazo y volvieron enseguida a las palas,
casi con entusiasmo, a buscar a la Francesa, pero yo me acerqué y me
obligué a mirarlo con detenimiento. Tenía un agujero negro en la frente y tierra
en los ojos. No era el muchacho.
Me di vuelta, para advertirle al comisario, y fue como si me adentrara en
una pesadilla: todos estaban encontrando cadáveres, era como si brotaran de
la tierra, a cada golpe de pala rodaba una cabeza o quedaba al descubierto
un torso mutilado. Por donde se mirara muertos y más muertos, cabeza,
cabezas.
El horror me hacía deambular de un lado a otro; no podía pensar, no podía
entender, hasta que vi una espalda acribillada y más allá una cabeza con
venda en los ojos. Miré al comisario y el comisario también sabía, nos ordenó
que nos quedáramos allí, que nadie se moviera, y volvió al pueblo, a pedir
instrucciones.
Del tiempo que transcurrió hasta su regreso sólo recuerdo el ladrido
incesante del perro, el olor a muerto y la figura de la viuda hurgando con su
palita entre los cadáveres, gritándonos que había que seguir, que todavía no
había aparecido la Francesa. Cuando el comisario volvió caminaba erguido y
solemne, como quien se apresta a dar órdenes. Se plantó delante de nosotros
y nos mandó que enterrásemos de nuevo los cadáveres, tal como estaban.
Todos volvimos a las palas, nadie se atrevió a decir nada. Mientras la tierra
iba cubriendo los cuerpos yo me preguntaba si el muchacho no estaría
también allí. El perro ladraba y saltaba enloquecido. Entonces vimos al comisario
con la rodilla en tierra y el arma entre las manos. Disparó una sola vez.
El perro cayó muerto. Dio luego dos pasos con el arma todavía en la mano y
lo pateó hacia adelante, para que también lo enterrásemos. Antes de volver
nos ordenó que no hablásemos con nadie de aquello y anotó uno por uno los
nombres de los que habíamos estado allí.
La Francesa regresó pocos días después: su padre se había recuperado por
completo. Del muchacho, en el pueblo nunca hablamos. La carpa la robaron ni
bien empezó la temporada.
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