[Grupito] : Tertulia martes, el 9 de junio

Ecomujeres at aol.com Ecomujeres at aol.com
Sun May 31 12:32:08 PDT 2009


Saludos:

La próxima tertulia literaria y gastronómica tendrá lugar  el día 9 de
junio (el martes), a las 7:00 de la noche en la casa de Roberta  Weisbard:

1531 Addison St, Berkeley 94703
 
(Addison is one block south of University.  Roberta is located between  
Sacramento and California streets).
 

El RSVP a Roberta es obligatorio: _rweisbard en gmail.com_ 
(mailto:rweisbard en gmail.com) 

He aqui la  lectura: 'El Presupuesto' por Mario Benedetti. 

_http://www.literatura.us/benedetti/presupuesto.html_ 
(http://www.literatura.us/benedetti/presupuesto.html) 
 
El autor uruguayo se murio solo hace dos semanas, el 17 de  mayo.
Informacion sobre el autor: _http://www.literatura.us/benedetti/index.html_ 
(http://www.literatura.us/benedetti/index.html) 
Noticias:  
_http://www.abc.es/20090518/cultura-literatura/muere-escritor-uruguayo-mario-200905172331.html_ 
(http://www.abc.es/20090518/cultura-literatura/muere-escritor-uruguayo-mario-200905172331.html) 

Ademas, hay abajo una copia de la lectura si tienes problemas con el  
enlace.

Te rogamos que vengas preparado, habiendo leído la lectura  de
antemano, y que traigas un plato y/o una bebida para  compartir.

Debra  Valov
ecomujeres en aol.com

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EL PRESUPUESTO 
(Montevideanos, 1959) 
Mario Benedetti (1920-2009) 
EN NUESTRA OFICINA regía  el mismo presupuesto desde el año mil novecientos 
veintitantos, o sea desde una  época en que la mayoría de nosotros 
estábamos luchando con la geografía y con  los quebrados. Sin embargo, el jefe se 
acordaba del acontecimiento y a veces,  cuando el trabajo disminuía, se 
sentaba familiarmente sobre uno de nuestros  escritorios, y así, con las piernas 
colgantes que mostraban después del pantalón  unos inmaculados calcetines 
blancos, nos relataba con su vieja emoción y las  quinientas noventa y ocho 
palabras de costumbre, el lejano y magnífico día en  que su Jefe -él era 
entonces Oficial Primero- le había palmeado el hombro y le  había dicho: “
Muchacho, tenemos presupuesto nuevo”, con la sonrisa amplia y  satisfecha del que ya 
ha calculado cuántas camisas podrá comprar con el  aumento. 
Un nuevo presupuesto es  la ambición máxima de una oficina pública. 
Nosotros sabíamos que otras  dependencias de personal más numeroso que la nuestra, 
habían obtenido  presupuesto cada dos o tres años. Y las mirábamos desde 
nuestra pequeña isla  administrativa con la misma desesperada resignación con 
que Robinson veía  desfilar los barcos por el horizonte, sabiendo que era tan 
inútil hacer señales  como sentir envidia. Nuestra envidia o nuestras 
señales hubieran servido de  poco, pues ni en los mejores tiempos pasamos de 
nueve empleados, y era lógico  que nadie se preocupara de una oficina así de 
reducida. 
Como sabíamos que nada ni  nadie en el mundo mejoraría nuestros gajes, 
limitábamos nuestra esperanza a una  progresiva reducción de las salidas, y, en 
base a un cooperativismo harto  elemental, lo habíamos logrado en buena 
parte. Yo, por ejemplo, pagaba la yerba;  el Auxiliar Primero, el té de la 
tarde; el Auxiliar Segundo, el azúcar; las  tostadas el Oficial Primero, y el 
Oficial Segundo la manteca. Las dos  dactilógrafas y el portero estaban 
exonerados, pero el Jefe, como ganaba un poco  más, pagaba el diario que leíamos 
todos. 
Nuestras diversiones  particulares se habían también achicado al mínimo 
íbamos al cine una vez por  mes, teniendo buen cuidado de ver todos difer entes 
películas, de modo que,  relatándolas luego en la Oficina, estuviéramos al 
tanto de lo que se estrenaba.  Habíamos fomentado el culto de juegos de 
atención tales como las damas y el  ajedrez, que costaban poco y mantenían el 
tiempo sin bostezos. jugábamos de  cinco a seis, cuando ya era imposible que 
llegaran nuevos expedientes, ya que el  letrero de la ventanilla advertía que 
después de las cinco no se recibían  “asuntos”. Tantas veces lo habíamos 
leído que al final no sabíamos quién lo  había inventado, ni siquiera qué 
concepto respondía exactamente a la palabra  “asunto”. A veces alguien venía y 
preguntaba el número de su “asunto”. Nosotros  le dábamos el del 
expediente y el hombre se iba satisfecho. De modo que un  “asunto” podía ser, por 
ejemplo, un expediente. 
En realidad, la vida que  pasábamos allí no era mala. De, vez en cuando el 
jefe se creía en la obligación  de mostrarnos las ventajas de la 
administración pública sobre el comercio, y  algunos de nosotros pensábamos que ya era 
un poco tarde para que opinara  diferente. 
Uno de sus argumentos era  la Seguridad. La seguridad de que no nos 
dejarían cesantes. Para que ello  pudiera acontecer, era preciso que se reuniesen 
los senadores, y nosotros  sabíamos que los senadores apenas si se reunían 
cuando tenían que interpelar a  un Ministro. De modo que por ese lado el jefe 
tenía razón. La Seguridad existía.  Claro que también existía la otra 
seguridad, la de que nunca tendríamos un  aumento que nos permitiera comprar un 
sobretodo al contado. Pero el jefe, que  tampoco podía comprarlo, consideraba 
que no era ése el momento de ponerse a  criticar su empleo ni tampoco el 
nuestro. Y -como siempre tenía  razón. 
Esa paz ya resuelta y  casi definitiva que pesaba en nuestra Oficina, 
dejándonos conformes con nuestro  pequeño destino y un poco torpes debido a 
nuestra falta de insomnios, se vio un  día alterada por la noticia que trajo el 
Oficial Segundo. Era sobrino de un  Oficial Primero del Ministerio y resulta 
que ese tío -dicho sea sin desprecio y  con propiedad- había sabido que allí 
se hablaba de un presupuesto nuevo para  nuestra Oficina. Como en el primer 
momento no supimos quién o quiénes eran los  que hablaban de nuestro 
presupuesto, sonreímos con la ironía de lujo que  reservábamos para algunas 
ocasiones, como si el Oficial Segundo estuviera un  poco loco o como si nosotros 
pensáramos que él nos tomaba por un poco tontos.  Pero cuando nos agregó que, 
según el tío, el que había hablado de ello había  sido el mismo secretario) 
o sea el alma parens del Ministerio, sentimos de  pronto que en nuestras 
vidas de setenta pesos algo estaba cambiando, como si una  mano invisible 
hubiera apretado al fin aquella de nuestras tuercas que se  hallaba floja, como 
si nos hubiesen sacudido a bofetadas toda la conformidad y  toda la 
resignación. 
En mi caso particular, lo  primero que se me ocurrió pensar y decir, fue “
lapicera fuente”. Hasta ese  momento yo no había sabido que quería comprar 
una lapicera fuente, pero cuando  el Oficial Segundo abrió con su noticia ese 
enorme futuro que apareja toda  posibilidad, por mínima que sea, en seguida 
extraje de no sé qué sótano de mis  deseos una lapicera de color negro con 
capuchón de plata y con mi nombre  inscripto. Sabe Dios en qué tiempos se 
había enraizado en mí. 
Vi y oí además como el  Auxiliar Primero hablaba de una bicicleta y el jefe 
contemplaba distraídamente  el taco desviado de sus zapatos y una de las 
dactilógrafas despreciaba  cariñosamente su cartera del último lustro. Vi y oí 
además cómo todos nos  pusimos de inmediato a intercambiar nuestros 
proyectos, sin importarnos  realmente nada lo que el otro decía, pero necesitando 
hallar un escape a tanta  contenida e ignorada ilusión. Vi y oí además cómo 
todos decidimos festejar la  buena nueva financiando con el rubro de reservas 
una excepcional tarde de  bizcochos. 
Eso —los bizcochos fue el  paso primero. Luego siguió el par de zapatos que 
se compró el jefe. A los  zapatos del Jefe, mi lapicera adquirida a pagar 
en diez cuotas. Y a mi lapicera,  el sobretodo del Oficial Segundo, la 
cartera de la Primera Dactilógrafa, la  bicicleta del Auxiliar Primero. Al mes y 
medio todos estábamos empeñados y en  angustia. 
El Oficial Segundo había  traído más noticias. Primeramente, que el 
presupuesto estaba a informe de la  Secretaría del Ministerio. Después que no. No 
era en Secretaría. Era en  Contaduría. Pero el jefe de Contaduría estaba 
enfermo y era preciso conocer su  opinión. Todos nos preocupábamos por la salud 
de ese jefe del que sólo sabíamos  que se llamaba Eugenio y que tenía a 
estudio nuestro  presupuesto. 
Hubiéramos querido  obtener hasta un boletín diario de su salud. Pero sólo 
teníamos derecho a las  noticias desalentadoras del tío de nuestro Oficial 
Segundo. El jefe de  Contaduría seguía peor. Vivimos una tristeza tan larga 
por la enfermedad de ese  funcionario, que el día de su muerte sentimos, como 
los deudos de un asmático  grave, una especie de alivio al no tener que 
preocuparnos más de él. En  realidad, nos pusimos egoístamente alegres, porque 
esto significabala  posibilidad de que llenaran la vacante y nombraran otro 
jefe que estudiara al  fin nuestro presupuesto. 
A los cuatro meses de la  muerte de don Eugenio nombraron otro jefe de 
Contaduría. Esa tarde suspendimos  la partida de ajedrez, el mate y el trámite 
administrativo. El jefe se puso a  tararear un aria de Aida y nosotros nos 
quedamos —por esto y por todo— tan  nerviosos, que tuvimos que salir un rato 
a mirar las vidrieras. A la vuelta nos  esperaba una emoción. El tío había 
informado que nuestro presupuesto no había  estado nunca a estudio de la 
Contaduría. Había sido un error. En realidad, no  había salido de la Secretaría. 
Esto significaba un considerable oscurecimiento  de nuestro panorama. Si el 
presupuesto a estudio hubiera estado en Contaduría,  no nos habríamos 
alarmado. Después de todo, nosotros sabíamos que hasta el  momento no se había 
estudiado debido a la enfermedad del jefe. Pero si había  estado realmente en 
Secretaría, en la que el Secretario —su jefe supremo— gozaba  de perfecta 
salud, la demora no se debía a nada y podía convertirse en demora  sin fin. 
Allí comenzó la etapa  crítica del desaliento. A primera hora nos mirábamos 
todos con la interrogante  desesperanzado de costumbre. Al principio 
todavía preguntábamos ¿Saben algo?  Luego optamos por decir ¿Y? y terminamos 
finalmente por hacer la pregunta con  las cejas. Nadie sabía nada. Cuando alguien 
sabía algo, era que el presupuesto  todavía estaba a estudio de la 
Secretaría. 
A los ocho meses de la  noticia primera, hacía ya dos que mi lapicera no 
funcionaba. El Auxiliar Primero  se había roto una costilla gracias a la 
bicicleta. Un judío era el actual  propietario de los libros que había comprado 
el Auxiliar Segundo; el reloj del  Oficial Primero atrasaba un cuarto de hora 
por jornada; los zapatos del jefe  tenían dos medias suelas (una cosida y 
otra clavada), y el sobretodo del Oficial  Segundo tenía las solapas gastadas 
y erectas como dos alitas de  equivocación. 
Una vez supimos que el  Ministro había preguntado por el presupuesto. A la 
semana, informó Secretaría.  Nosotros queríamos saber qué decía el informe, 
pero el tío no pudo averiguarlo  porque era “estrictamente confidencial”. 
Pensamos que eso era sencillamente una  estupidez, porque nosotros, a todos 
aquellos expedientes que traían una tarjeta  en el ángulo superior con 
leyendas tales como “muy urgente”, “trámite  preferencial” o “estrictamente 
reservados”, los tratábamos en igualdad de  condiciones que a los otros. Pero 
por lo visto en el Ministerio no eran del  mismo parecer. 
Otra vez supimos que el  Ministro había hablado del presupuesto con el 
Secretario. Como a las  conversaciones no se les ponía ninguna tarjeta especial, 
el tío pudo enterarse y  enterarnos de que el Ministro estaba de acuerdo. 
¿Con qué y con quién estaba de  acuerdo? Cuando el tío quiso averiguar esto 
último, el Ministro ya no estaba de  acuerdo. Entonces, sin otra explicación 
comprendimos que antes había estado de  acuerdo con nosotros. 
Otra vez supimos que el  presupuesto había sido reformado. Lo iban a tratar 
en la sesión del próximo  viernes, pero a los catorce viernes que siguieron 
a ese próximo, el presupuesto  no había sido tratado. Entonces empezamos a 
vigilar las fechas de las próximas  sesiones y cada sábado nos decíamos: “
Bueno ahora será hasta el viernes. Veremos  qué pasa entonces”. Llegaba el 
viernes y no pasaba nada. Y el sábado nos  decíamos: Bueno, será hasta el 
viernes. Veremos qué pasa entonces. “ Y no pasaba  nada. Y no pasaba nunca nada 
de nada. 
Yo estaba ya demasiado  empeñado para permanecer impasible, porque la 
lapicera me había estropeado el  ritmo económico y desde entonces yo no había 
podido recuperar mi equilibrio. Por  eso fue que se me ocurrió que podíamos 
visitar al Ministro. 
Durante varias tardes  estuvimos ensayando la entrevista. El Oficial 
Primero hacía de Ministro, y el  jefe, que había sido designado por aclamación 
para hablar en nombre de todos, le  presentaba nuestro reclamo. Cuando 
estuvimos conformes con el ensayo, pedimos  audiencia en el Ministerio y nos la 
concedieron para el jueves. El jueves  dejamos pues en la Oficina a una de las 
dactilógrafas y al portero, y los demás  nos fuimos a conversar con el 
Ministro. Conversar con el Ministro no es lo mismo  que conversar con otra 
persona. Para conversar con el Ministro hay que esperar  dos horas y media y a 
veces ocurre, como nos pasó precisamente a nosotros, que  ni al cabo de esas dos 
horas y media se puede conversar con el Ministro. Sólo  llegamos a 
presencia del Secretario, quien tomó nota de las palabras del jefe  —muy inferiores 
al peor de los ensayos, en los que nadie tartamudeaba— y volvió  con la 
respuesta del Ministro de que se trataría nuestro presupuesto en la  sesión del 
día siguiente. 
Cuando —relativamente  satisfechos— salíamos del Ministerio, vimos que un 
auto se detenía en la puerta  y que de él bajaba el Ministro. 
Nos pareció un poco  extraño que el Secretario nos hubiera traído la 
respuesta personal del Ministro  sin que éste estuviese presente. Pero en realidad 
nos convenía más confiar un  poco y todos asentimos con satisfacción y 
desahogo cuando el jefe opinó que el  Secretario seguramente habría consultado 
al Ministro por  teléfono. 
Al otro día, a las cinco  de la tarde estábamos bastante nerviosos. Las 
cinco de la tarde era la hora que  nos habían dado para preguntar. Habíamos 
trabajado muy poco; estábamos demasiado  inquietos como para que las cosas nos 
salieran bien. Nadie decía nada. El jefe  ni siquiera tarareaba su aria. 
Dejamos pasar seis minutos de estricta prudencia.  Luego el jefe discó el 
número que todos sabíamos de memoria, y pidió con el  Secretario. La conversación 
duró muy poco. Entre los varios “Sí”, “Ah, sí”, “Ah,  bueno” del jefe, 
se escuchaba el ronquido indistinto del otro. Cuando el jefe  colgó el tubo, 
todos sabíamos la respuesta. Sólo para confirmarla pusimos  atención: “
Parece que hoy no tuvieron tiempo. Pero dice el Ministro que el  presupuesto será 
tratado sin falta en la sesión del próximo  viernes.
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