[Grupito] : Tertulia el 20 de octubre (martes)
Ecomujeres at aol.com
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Wed Oct 7 17:40:34 PDT 2009
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ANUNCIOS
Todavía estoy en México y esperamos a regresar para la próxima tertulia.
Por eso, les envio de antemano el anuncio y lectura para la siguiente
tertulia el 20 de octubre.
nov 3 o 4 – Todavia no está programado una tertulia. Buscamos un(a)
anfitrión(a)
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Saludos:
La próxima tertulia literaria y gastronómica tendrá lugar el día 20 de
octubre (el martes) en la casa de Barbara Waterman a las 7 de la tarde.
El RSVP, con AL MENOS 2 días de anticipación, a Barbara es obligatorio:
_pachabarbara en earthlink.net_ (mailto:pachabarbara en earthlink.net) o por
telefono: 510-832-8169
874 Portal Ave., Oakland
(Directions: 580 towards Hayward, exit Grand Ave., stay on frontage road
until Lakeshore, make a left, thru shopping area, right on Mandana, up hill
thru 2 stop signs and one light. She is first left after light. For
alternate directions, use Mapquest or Yahoo Maps)
La lectura, Canastitas en serie por B. Traven, es atado a este mensaje
como PDF.
Información sobre el autor es disponible aquí:
_http://en.wikipedia.org/wiki/B._Traven_ (http://en.wikipedia.org/wiki/B._Traven)
Ademas, hay abajo una copia de la lectura por si acaso tengas problemas
con el documento.
Te rogamos que vengas preparado, habiendo leído la lectura de
antemano, y que traigas un plato y/o una bebida para compartir.
Debra Valov
www.lasecomujeres.org
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Para inscribirse en la lista de correo del Grupito, visita:
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CANASTITAS EN SERIE
Bruno Traven, Canasta de Cuentos Mexicanos
En calidad de turista en viaje de recreo y descanso, llegó a estas tierras
de México Mr. E. L. Winthrop.
Abandonó las conocidas y trilladas rutas anunciadas y recomendadas a los
visitantes extranjeros por las agencias de turismo y se aventuró a conocer
otras regiones.
Como hacen tantos otros viajeros, a los pocos días de permanencia en estos
rumbos ya tenía bien forjada su opinión y, en su concepto, este extraño
país salvaje no había sido todavía bien explorado, misión gloriosa sobre la
tierra reservada a gente como él.
Y así llegó un día a un pueblecito del estado de Oaxaca. Caminando por la
polvorienta calle principal en que nada se sabía acerca de pavimentos y
drenaje y en que las gentes se alumbraban con velas y ocotes, se encontró con
un indio sentado en cuclillas a la entrada de su jacal.
El indio estaba ocupado haciendo canastitas de paja y otras fibras
recogidas en los campos tropicales que rodean el pueblo. El material que empleaba
no sólo estaba bien preparado, sino ricamente coloreado con tintes que el
artesano extraía de diversas plantas e insectos por procedimientos conocidos
únicamente por los miembros de su familia.
El producto de esta pequeña industria no le bastaba para sostenerse. En
realidad vivía de lo que cosechaba en su milpita: tres y media hectáreas de
suelo no muy fértil, cuyos rendimientos se obtenían después de mucho sudor,
trabajo y constantes preocupaciones sobre la oportunidad de las lluvias y
los rayos solares. Hacía canastas cuando terminaba su quehacer en la milpa,
para aumentar sus pequeños ingresos.
Era un humilde campesino, pero la belleza de sus canastitas ponían de
manifiesto las dotes artísticas que poseen casi todos estos indios. En cada una
se admiraban los más bellos diseños de flores, mariposas, pájaros,
ardillas, antílopes, tigres y una veintena más de animales habitantes de la selva.
Lo admirable era que aquella sinfonía de colores no estaba pintada sobre
la canasta, era parte de ella, pues las fibras teñidas de diferentes
tonalidades estaban entretejidas tan hábil y artísticamente, que los dibujos podían
admirarse igual en el interior que en el exterior de la cesta. Y aquellos
adornos eran producidos sin consultar ni seguir previamente dibujo alguno.
Iban apareciendo de su imaginación como por arte de magia, y mientras la
pieza no estuviera acabada nadie podía saber cómo quedaría.
Una vez terminadas, servían para guardar la costura, como centros de mesa,
o bien para poner pequeños objetos y evitar que se extraviaran. Algunas
señoras las convertían en alhajeros o las llenaban con flores. Se podían
utilizar de cien maneras.
AI tener listas unas dos docenas de ellas, el indio las llevaba al pueblo
los sábados, que eran días de tianguis. Se ponía en camino a medianoche.
Era dueño de un burro, pero si éste se extraviaba en el campo, cosa
frecuente, se veía obligado a marchar a pie durante todo el camino. Ya en el
mercado, había de pagar un tostón de impuesto para tener derecho a vender.
Cada canasta representaba para él alrededor de quince o veinte horas de
trabajo constante, sin incluir el tiempo que empleaba para recoger el bejuco
y las otras fibras, prepararlas, extraer los colorantes y teñirlas.
El precio que pedía por ellas era ochenta centavos, equivalente más o
menos a diez centavos moneda americana. Pero raramente ocurría que el comprador
pagara los ochenta centavos, o sea los seis reales y medio como el indio
decía. El comprador en ciernes regateaba, diciendo al indio que era un
pecado pedir tanto. "¡Pero si no es más que petate que puede cogerse a montones
en el campo sin comprarlo!, y, además, ¿para qué sirve esa cháchara?,
deberás quedar agradecido si te doy treinta centavos por ella. Bueno, seré
generoso y te daré cuarenta, pero ni un centavo más. Tómalos o déjalos.
Así, pues, en final de cuentas tenía que venderla por cuarenta centavos.
Mas a la hora de pagar, el cliente decía: "Válgame Dios, si sólo tengo
treinta centavos sueltos. ¿Qué hacemos? ¿Tienes cambio de un billete de
cincuenta pesos? Si puedes cambiarlo tendrás tus cuarenta fierros." Por supuesto,
el indio no puede cambiar el billete de cincuenta pesos, y la canastita es
vendida por treinta centavos.
El canastero tenía muy escaso conocimiento del mundo exterior, si es que
tenía alguno, de otro modo hubiera sabido que lo que a él le ocurría pasaba
a todas horas del día con todos los artistas del mundo. De saberlo se
hubiera sentido orgulloso de pertenecer al pequeño ejército que constituye la
sal de la tierra, y gracias al cual el arte no ha desaparecido.
A menudo no le era posible vender todas las canastas que llevaba al
mercado, porque en México, como en todas partes, la mayoría de la gente prefiere
los objetos que se fabrican en serie por millones y que son idénticos entre
sí, tanto que ni con la ayuda de un microscopio podría distinguírseles.
Aquel indio había hecho en su vida varios cientos de estas hermosas cestas,
sin que ni dos de ellas tuvieran diseños iguales. Cada una era una pieza de
arte único, tan diferente de otra como puede serlo un Murillo de un Renoir.
Naturalmente, no podía darse el lujo de regresar a su casa con las
canastas no vendidas en el mercado, así es que se dedicaba a ofrecerlas de puerta
en puerta. Era recibido como un mendigo y tenía que soportar insultos y
palabras desagradables. Muchas veces, después de un largo recorrido, alguna
mujer se detenía para ofrecerle veinte centavos, que después de muchos
regateos aumentaría hasta veinticinco.
Otras, tenía que conformarse con los veinte centavos, y el comprador,
generalmente una mujer, tomaba de entre sus manos la pequeña maravilla y la
arrojaba descuidadamente sobre la mesa más próxima y ante los ojos del indio
como significando: "Bueno, me quedo con esta chuchería sólo por caridad. Sé
que estoy desperdiciando el dinero, pero como buena cristiana no puedo ver
morir de hambre a un pobre indito, y más sabiendo que viene desde tan
lejos." El razonamiento le recuerda algo práctico, y deteniendo al indio le
dice: "¿De dónde eres, indito?. .. ¡Ah!, ¿sí? ¡Magnífico! ¿Conque de esa pequeña
aldea? Pues óyeme, ¿podrías traerme el próximo sábado tres guajolotes?
Pero han de ser bien gordos, pesados y mucho muy baratos. Si el precio no es
conveniente, ni siquiera los tocaré, porque de pagar el común y corriente
los compraría aquí y no te los encargaría. ¿Entiendes? Ahora, pues, ándale."
Sentado en cuclillas a un lado de la puerta de su jacal, el indio
trabajaba &in prestar atención a la curiosidad de Mr. Winthrop; parecía no haberse
percatado de su presencia.
—¿Cuánto querer por esa canasta, amigo? —dijo Mr. Winthrop en su mal
español, sintiendo la necesidad de hablar para no aparecer como un idiota.
—Ochenta centavitos, patroncito; seis reales y medio —contestó el indio
cortésmente.
—Muy bien, yo comprar —dijo Mr. Winthrop en un tono y con un ademán
semejante al que hubiera hecho al comprar toda una empresa ferrocarrilera.
Después, examinando su adquisición, se dijo: "Yo sé a quién complaceré con esta
linda canastita, estoy seguro de que me recompensará con un beso. Quisiera
saber cómo la utilizará."
Había esperado que le pidiera por lo menos cuatro o cinco pesos. Cuando se
dio cuenta de que el precio era tan bajo pensó inmediatamente en las
grandes posibilidades para hacer negocio que aquel miserable pueblecito indígena
ofrecía para un promotor dinámico como él.
—Amigo, si yo comprar diez canastas, ¿qué precio usted dar a mí?
El indio vaciló durante algunos momentos, como si calculara, y finalmente
dijo:
—Si compra usted diez se las daré a setenta centavos cada una, caballero.
—Muy bien, amigo. Ahora, si yo comprar un ciento, ¿cuánto costar?
El indio, sin mirar de lleno en ninguna ocasión al americano, y
desprendiendo la vista sólo de vez en cuando de su trabajo, dijo cortésmente y sin el
menor destello de entusiasmo:
—En tal caso se las vendería por sesenta y cinco centavitos cada una.
Mr. Winthrop compró dieciséis canastitas, todas las que el indio tenía en
existencia.
Después de tres semanas de permanencia en la república, Mr. Winthrop no
sólo estaba convencido de conocer el país perfectamente, sino de haberlo
visto todo, de haber penetrado el carácter y costumbres de sus habitantes y de
haberlo explorado por completo. Así, pues, regresó al moderno y bueno
"Nuyorg" satisfecho de encontrarse nuevamente en un lugar civilizado.
Cuando hubo despachado todos los asuntos que tenía pendientes, acumulados
durante su ausencia, ocurrió que un mediodía, cuando se encaminaba al
restorán para tomar un emparedado, pasó por una dulcería y al mirar lo que se
exponía en los aparadores recordó las canastitas que había comprado en aquel
lejano pueble-cito indígena.
Apresuradamente fue a su casa, tomó todas las cestitas que le quedaban y
se dirigió a una de las más afamadas confiterías.
—Vengo a ofrecerle —dijo Mr. Winthrop al confitero— las más artísticas y
originales cajitas, si así quiere llamarlas, y en las que podrá empacar los
chocolates finos y costosos para los regalos más elegantes. Véalas y
dígame qué opina.
El dueño de la dulcería las examinó y las encontró perfectamente adecuadas
para cierta línea de lujo, convencido de que en su negocio, que tan bien
conocía, nunca se había presentado estuche tan original, bonito y de buen
gusto. Sin embargo, evitó cuidadosamente expresar su entusiasmo hasta no
enterarse del precio y de asegurarse de obtener toda la existencia. Alzando los
hombros dijo:
—Bueno, en realidad no sé. Si me pregunta usted, le diré que no es esto
exactamente lo que busco. En cualquier forma podríamos probar; desde luego,
todo depende del precio. Debe usted saber que en nuestra línea, la envoltura
no debe costar más que el contenido.
—Ofrezca usted —contestó Mr. Winthrop.
—¿Por qué no me dice usted, en números redondos, cuánto quiere?
—Mire usted, Mr. Kemple, toda vez que he sido yo el único hombre
suficientemente listo para descubrirlas y saber dónde pueden conseguirse, las
venderé al mejor postor. Comprenda usted que tengo razón.
—Sí, sí, desde luego; pero tendré que consultar el asunto con mis socios.
Véngame a ver mañana a esta misma hora y le diré lo que hayamos decidido.
A la mañana siguiente, cuando Mr. Winthrop entró en la oficina de Mr.
Kemple, éste último dijo:
—Hablando francamente le diré que yo sé distinguir las obras de arte, y
estas cestas son realmente artísticas. En cualquier forma, nosotros no
vendemos arte, usted lo sabe bien, sino dulces, por lo tanto, considerando que
sólo podremos utilizarlas como envoltura de fantasía para nuestro mejor
praliné francés, no podremos pagar por ellas el precio de un objeto de arte. Eso
debe usted comprenderlo, señor. .. ¿Cómo dijo que se llamaba? ¡Ah!, sí, Mr.
Winthrop. Pues bien, Mr. Winthrop, para mí solamente son una envoltura de
alta calidad, hecha a mano, pero envoltura al fin. Y ahora le diré cuál es
nuestra oferta, ya sabrá si aceptarla o no. Lo más que pagaremos por ellas
será un dólar y cuarto por cada una y ni un centavo más. ¿Qué le parece?
Mr. Winthrop hizo un gesto como si le hubieran golpeado la cabeza.
El confitero, interpretando mal el gesto de Mr. Winthrop, dijo
rápidamente:
—Bueno, bueno, no hay razón para disgustarse. Tai vez podamos mejorarla un
poco, digamos uno cincuenta la pieza.
—Que sea uno setenta y cinco —dijo Mr. Winthrop respirando profundamente
y enjugándose el sudor de la frente.
—Vendidas. Uno setenta y cinco puestas en el puerto de Nueva Cork. Yo
pagaré los derechos al recibirlas y usted el embarque. ¿Aceptado?
—Aceptado —contestó Mr. Winthrop cerrando el trato.
—Hay una condición —agregó el confitero cuando Mr. Winthrop se disponía a
salir—. Uno o dos cientos no nos servirían de nada, ni siquiera pagarían
el anuncio. Lo menos que puede usted entregar son diez mil, o mil docenas si
le parece mejor. Y, además, deben ser, por lo menos, en veinte dibujos
diferentes.
—Puedo asegurarle que las puedo surtir en sesenta dibujos diferentes.
—Perfectamente. Y ¿está usted seguro que podrá entregar las diez mil en
octubre?
—Absolutamente seguro —dijo Mr. Winthrop, y firmó el contrato.
Mr. Winthrop emprendió el viaje de regreso al pueblecito para obtener las
doce mil canastas.
Durante todo el vuelo sostuvo una libreta en la mano izquierda, su lápiz
en la derecha y escribió cifras y más cifras, largas columnas de números,
para determinar exactamente qué tan rico sería cuando realizara el negocio.
Hablaba solo y se contestaba, tanto que sus compañeros de viaje le creyeron
trastornado.
"Tan pronto como llegue al pueblo —decía para sí—, conseguiré a algún
paisano mío que se encuentre muy bruja y a quien le pagaré ochenta, bueno,
diremos cien pesos a la semana. Lo mandaré a ese miserable pueblecito para que
establezca en él su cuartel general y se encargue de vigilar la producción
y de hacer el empaque y el embarque. No tendremos pérdidas por roturas ni
por extravío. ¡Bonito, lindo negocio éste! Las cestas, prácticamente no
pesan, así es que el embarque costará cualquier cosa, diremos cinco centavos
pieza cuando mucho. Y por lo que yo sé no hay que pagar derechos especiales
sobre ellas, pero si los hubiere no pasarían de cinco centavos tampoco, y
éstos los paga el comprador; asi, pues, ¿cuánto llevo?...
"Aquel indio tonto que no sabe ni lo que tiene me ofreció un ciento a
sesenta y cinco centavos la pieza. No le diré en seguida que quiero doce mil
para que no se avorace y conciba ideas raras y trate de elevar el precio.
Bueno, ya veremos; un trato es un trato aún en esta república dejada de la
mano de Dios. ¡República! ¡hum!... y ni siquiera hay agua en los lavabos
durante la noche. República... Bueno, después de todo yo no soy su presidente.
Tal vez pueda lograr que rebaje cinco centavos más en el precio y que éste
quede en sesenta centavos. De cualquier modo y para no calcular mal diremos
que el precio es de sesenta y cinco centavos, esto es, sesenta y cinco
centavos moneda mexicana. Veamos... ¡Diablo! ¿dónde está ese maldito lápiz?...
Aquí... Bueno, el peso está en relación con el dólar a ocho y medio por uno,
por lo tanto, sesenta y cinco centavos equivalen más o menos a ocho
centavos de dinero de verdad. A eso debemos agregar cinco centavos por empaque y
embarque, más, digamos diez centavos por gastos de administración, lo que
será más que suficiente para pagar aquí y allá algo de extras. Quizás al
empleado de correos y allá al agente del express para que active la expedición
rápida y preferente.
"Ahora agreguemos otros cinco centavos para gastos imprevistos, y así
estaremos completamente a salvo. Sumando todo ello.. . ¡Mal rayo! ¿Dónde está
otra vez ese maldito lápiz?. .. ¡Vaya, aquí está!. .. La orden es por mil
docenas. ¡Magnífico! Me quedan alrededor de veinte mil dólares limpiecitos.
Veinte mil del alma para el bolsillo de un humilde servidor. ¡Caramba, sería
capaz de besarlos! Después de todo, esta república no está tan atrasada
como parece. En realidad es un gran país. Admirable. Se puede hacer dinero en
esta tierra. Montones de dinero, siempre que se trate de tipos tan listos
como yo."
Con la cabeza llena de humo llegó por la tarde al pueblecito de Oaxaca.
Encontró a su amigo indio sentado en el pórtico de su jacalito, en la misma
postura en que lo dejara. Tal parecía que no se había movido de su lugar
desde que Mr. Winthrop abandonara el pueblo para volver a Nueva York.
—¿Cómo está usted, amigo? —saludó el americano con una amplia sonrisa en
los labios.
El indio se levantó, se quitó el sombrero e, inclinándose cortésmente,
dijo con voz suave:
—Bienvenido, patroncito, muy buenas tardes; ya sabe que puede usted
disponer de mí y de esta su casa.
Volvió a inclinarse y se sentó, excusándose por hacerlo:
—Perdóneme, patroncito, pero tengo que aprovechar la luz del día y muy
pronto caerá la noche. —Yo ofrecer usted un grande negocio, amigo. —Buena
noticia, señor. Mr. Winthrop dijo para sí:
—Ahora saltará de gusto cuando se entere de lo que se trata. Este pobre
mendigo vestido de harapos jamás ha visto, ni siquiera ha oído, hablar de
tanto dinero como el que le voy a ofrecer. —Y hablando en voz alta dijo—:
¿Usted poder hacer mil de esas canastas?
—¿Por qué no, patroncito? Si puedo hacer veinte, también podré hacer mil.
—Tiene razón, amigo. Y cinco mil, ¿poder hacer? —Por supuesto. Si hago
mil, podré hacer cinco mil. —¡Magnífico! ¡Wonderful! Si yo pedir usted hacer
doce mil, ¿cuál ser último precio? Usted poder hacer doce mil, ¿verdad?
—Desde luego, señor. Podré hacer tantas como usted quiera. Porque, verá
usted, yo soy experto en este trabajo, nadie en todo el estado puede hacerlas
como yo.
—Eso es exactamente que yo pensar. Por eso venir proponerle gran negocio. —
Gracias por el honor, patroncito. —¿Cuánto tiempo usted tardar?
El indio, sin interrumpir su trabajo, inclinó la cabeza para un lado,
primero; después, para el otro, tal como si calculara los días o semanas que
tendría que emplear para hacer las cestas. Después de algunos minutos dijo
lentamente: —Necesitaré bastante tiempo para hacer tantas canastas,
patroncito. Verá usted, el petate y las otras fibras necesitan estar bien secas
antes de usarse. En tanto se secan hay que darles un tratamiento especial para
evitar que pierdan su suavidad, su flexibilidad y brillo. Aun cuando estén
secas, deben guardar sus cualidades naturales, pues de otro modo parecerían
muertas y quebradizas. Mientras se secan, yo busco las plantas, raíces,
cortezas e insectos de los cuales saco los tintes. Y para ello se necesita
mucho tiempo también, créame usted. Además, para recogerlas hay que esperar a
que la luna se encuentre en posición buena, pues en caso contrario no darán
el color deseado. También las cochinillas y demás insectos deben reunirse
en tiempo oportuno para evitar que en vez de tinte produzcan polvo. Pero,
desde luego, jefecito, que yo puedo hacer tantas de estas canastitas como
usted quiera. Puedo hacer hasta tres docenas si usted lo desea, nada más deme
usted el tiempo necesario.
—¿Tres docenas?. .. ¿Tres docenas? —exclamó Mr. Winthrop gritando y
levantando desesperado sus brazos al cielo—. ¿Tres docenas? —repitió, como si
para comprender tuviera que decirlo varias veces, pues por un momento creyó
estar soñando. Había esperado que el indio saltara de contento al enterarse
que podría vender doce mil canastas a un solo cliente, sin tener necesidad
de ir de puerta en puerta y ser tratado como un perro roñoso. Mr. Winthrop
había visto cómo algunos vendedores de automóviles se volvían locos y
bailaban como ningún indio lo hace, ni durante una ceremonia religiosa, cuando
alguien les compraba en dinero contante y sonante diez carros de una vez.
A pesar de la claridad con que el indio había hablado, él creyó no haber
oído bien cuando aquél dijo necesitar dos largos meses para hacer tres
docenas.
Buscó la manera de hacer comprender al indio lo que deseaba y el mucho
dinero que el pobre hombre podría ganar cuando hubiera entendido la cantidad
que deseaba comprarle.
Así, pues, esgrimió nuevamente el argumento del precio para despertar la
ambición del indio.
—Usted decir si yo llevar cien canastas, usted dar por sesenta y cinco
centavos. ¿Cierto, amigo? —Es lo cierto, jefecito.
—Bien, si yo querer mil, ¿cuánto costar cada una? Aquello era más de lo
que el indio podía calcular. Se confundió y, por primera vez desde que Mr.
Winthrop llegara, interrumpió su trabajo y reflexionó. Varias veces movió la
cabeza y miró en rededor como en demanda de ayuda. Finalmente dijo:
—Perdóneme, jefecito, pero eso es demasiado; necesito pensar en ello toda
la noche. Mañana, si puede usted honrarme, vuelva y le daré mi respuesta,
patroncito.
Cuando Mr. Winthrop volvió al día siguiente, encontró al indio como de
costumbre, sentado en cuclillas bajo el techo de palma del pórtico, trabajando
en sus canastas.
—¿Ya calcular usted precio por mil? —le preguntó en cuanto llegó, sin
tomarse el trabajo de dar los buenos días.
—Si, patroncito. Buenos días tenga su merced. Ya tengo listo el precio, y
créame que me ha costado mucho trabajo, pues no deseo engañarlo ni hacerle
perder el dinero que usted gana honestamente...
—Sin rodeos, amigo. ¿Cuánto? ¿Cuál ser el precio? —preguntó Mr. Winthrop
nerviosamente.
—El precio, bien calculado y sin equivocaciones de mi parte, es el
siguiente: Si tengo que hacer mil canastitas, cada una costará cuatro pesos; si
tengo que hacer cinco mil, cada una costará nueve pesos, y si tengo que hacer
diez mil, entonces no podrán valer menos de quince pesos cada una. Y
repito que no me he equivocado.
Una vez dicho esto volvió a su trabajo, como si te-miera perder demasiado
tiempo hablando.
Mr. Winthrop pensó que, tal vez debido a sus pocos conocimientos de aquel
idioma extraño, comprendía mal.
—¿Usted decir costar quince pesos cada canasta si yo comprar diez mil?
—Eso es, exactamente, y sin lugar a equivocación, lo que he dicho,
patroncito —contestó el indio cortés y suavemente.
—Usted no poder hacer eso, yo ser su amigo. . . —Sí, patroncito, ya lo sé
y no dudo de sus palabras. —Bueno, yo tener paciencia y discutir despacio.
Usted decir yo comprar un ciento, costar sesenta y cinco centavos cada
una.
—Sí, jefecito, eso es lo que dije. Si compra usted cien se las daré por
sesenta y cinco centavitos la pieza, suponiendo que tuviera yo cien, que no
tengo.
—Sí, sí, yo saber —Mr. Winthrop sentía volverse loco en cualquier momento—
. Bien, yo no comprender por qué no poder venderme doce mil mismo precio.
No querer regatear, pero no comprender usted subir precio terrible cuando
yo comprar más de cien.
—Bueno, patroncito, ¿qué es lo que usted no comprende? La cosa es bien
sencilla. Mil canastitas me cuestan cien veces más trabajo que una docena y
doce mil toman tanto tiempo y trabajo que no podría terminarlas ni en un
siglo. Cualquier persona sensata y honesta puede verlo claramente. Claro que,
si la persona no es ni sensata ni honesta, no podrá comprender las cosas en
la misma forma en que nosotros aquí las entendemos. Para mil canastitas se
necesita mucho más petate que para cien, así como mayor cantidad de plantas,
raíces, cortezas y cochinillas para pintarlas. No es nada más meterse en
la maleza y recoger las cosas necesarias. Una raíz con el buen tinte
violeta, puede costarme cuatro o cinco días de búsqueda en la selva. Y,
posiblemente, usted no tiene idea del tiempo necesario para preparar las fibras. Pero
hay algo más importante: Si yo me dedico a hacer todas esas canastas,
¿quién cuidará de la milpa y de mis cabras?, ¿quién cazará los conejitos para
tener carne en domingo? Si no cosecho maíz, no tendré tortillas; si no cuido
mis tierritas, no tendré frijoles, y entonces ¿qué comeremos?
—Yo darle mucho dinero por sus canastas, usted poder comprar todo el maíz
y frijol y mucho, mucho más.
—Eso es lo que usted cree, patroncito. Pero mire: de la cosecha del maíz
que yo siembro puedo estar seguro, pero del que cultivan otros es difícil.
Supongamos que todos los otros indios se dedican, como yo, a hacer canastas;
entonces ¿quién cuida el maíz y el frijol? Entonces tendremos que morir
por falta de alimento.
—¿Usted no tener algunos parientes aquí? —dijo Mr. Winthrop desesperado
al ver cómo se iban esfumando uno a uno sus veinte mil dólares.
—Casi todos los habitantes del pueblo son mis parientes. Tengo bastantes.
—¿No poder ellos cuidar su milpa y sus animales y usted hacer canastas
para mí?
—Podrían hacerlo, patroncito; pero ¿quién cuidará entonces de las suyas y
de sus cabras, si ellos se dedican a cuidar las mías? Y si les pido que me
ayuden a hacer canastas para terminar más pronto, el resultado es el mismo.
Nadie trabajaría las milpas, y el maíz y el frijol se pondrían por las
nubes y no podríamos comprarlos y moriríamos. Todas las cosas que necesitamos
para vivir costarían tanto que me sería imposible, vendiendo las canastitas
a sesenta y cinco centavos cada una, comprar siquiera un grano de sal por
ese precio. Ahora comprenderá usted, jefecito, por qué me es imposible
vender las canastas a menos de quince pesos cada una.
Mr. Winthrop estaba a punto de estallar, pero no quiso rendirse. Habló y
regateó con el indio durante horas enteras, tratando de hacerle comprender
cuan rico podría ser si aprovechaba la gran oportunidad de su vida.
—Piense usted, hombre, oportunidad maravillosa. Fue desprendiendo una por
una las hojas de su libreta de apuntes llenas de números, tratando de
demostrar al pobre campesino que llegaría a ser el hombre más rico de la
comarca.
—Usted saber; realmente, usted poder tener un rollo de billetes así, con
ocho mil pesos. ¿Usted comprender, amigo?
El indio, sin contestar, miró todas aquellas notas y cifras y vio con
expresión de verdadero asombro cómo Mr. Winthrop escribía con toda rapidez
números y más números, multiplicando y sustrayendo, y aquello parecióle un
milagro.
Descubriendo un entusiasmo creciente en la mirada del indio, Mr. Winthrop
malinterpretó su pensamiento y dijo:
—Allí tener usted, amigo; ésta ser cantidad usted tener si acepta el
trato. Siete mil y ochocientos brillantes pesos de plata, y no creer yo soy
tacaño, yo dar usted más cuando negocio terminado, yo regalar usted mil
doscientos pesos más. Usted tener nueve mil pesos.
El indio, sin embargo, no pensaba en los miles de pesos; suma semejante
carecía de sentido para él. Lo que le había interesado era la habilidad de
Mr. Winthrop para escribir cifras con la rapidez de un relámpago. Esto era lo
que lo tenía maravillado.
—Y ahora, ¿qué decir, amigo? ¿Ser buena mi proposición, no? Diga sí, y yo
darle un adelanto de quinientos pesos, luego, luego.
—Como dije a usted antes, patroncito, el precio es aún de quince pesos
cada una.
—Pero hombre —dijo a gritos Mr. Winthrop—, this is the same price. ..,
quiero decir, ser mismo precio ... have you been on the moon... en la luna
... all the time?
—Mire, jefecito —dijo el indio sin alterarse—, es el mismo precio porque
no puedo darle otro. Además, señor, hay algo que usted ignora. Tengo que
hacer esas canastitas a mi manera, con canciones y trocitos de mi propia alma
Si me veo obligado a hacerlas por millares, no podré tener un pedazo del
alma en cada una, ni podré poner en ellas mis canciones. Resultarían todas
iguales, y eso acabaría por devorarme el corazón pedazo por pedazo. Cada una
de ellas debe encerrar un trozo distinto, un cantar único de los que
escucho al amanecer, cuando los pájaros comienzan a gorjear y las mariposas
vienen a posarse en mis canastitas y a enseñarme los lindos colores de sus
alitas para que yo me inspire. Y ellas se acercan porque gustan también de los
bellos tonos que mis canastitas lucen. Y ahora, jefecito, perdóneme, pero he
perdido ya mucho tiempo, aun cuando ha sido un gran honor y he tenido
mucho placer al escuchar la plática de un caballero tan distinguido como usted,
pero pasado mañana es día de plaza en el pueblo y tengo que acabar las
cestas para llevarlas allá. Le agradezco mucho su visita. Adiosito.
Una vez de regreso en Nueva York, Mr. Whinthrop, que sufría de alta
presión arterial, penetró como huracán en la oficina privada del confitero, a
quien externó sus motivos para deshacer el contrato explicándole furioso:
—¡Al diablo con esos condenados indios; no comprenden nada, no se puede
tratar negocio alguno con ellos! ¡Créame! No tienen remedio ni ellos ni ese
su país tan raro. Lo que me sorprende es que vivan, que puedan seguir
viviendo en semejantes condiciones. No hay esperanzas para ellos, ni las habrá en
muchos siglos, de veras, yo sé de qué hablo.
Nueva York no fue, pues, saturada de estas bellas y excelentes obras de
arte, y así se evitó que en los botes de basura americanos aparecieran,
sucias y despreciadas, las policromadas canastitas tejidas con poemas no
cantados, con pedacitos de alma y gotas de sangre del corazón de un indio mexicano.
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