[Grupito] : Tertulia el 23 de septiembre (el miercoles)

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Wed Sep 16 13:45:57 PDT 2009


 
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ANUNCIOS 
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23 DE SEP—  TERTULIA EN CASA DE KARL G. (ve abajo) 
6 DE OCT—  TERTULIA EN CASA DE JANE B. 
20 DE OCT–  TERTULIA EN CASA DE BARBARA W. 
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Saludos: 
La próxima  tertulia literaria y gastronómica tendrá lugar el día 23 de 
septiembre (el  miércoles) en la casa de Karl Goldstein. 
El espacio es  limitado a las primeras 16 personas y un RSVP es 
obligatorio: _kgoldstein en juno.com_ (mailto:kgoldstein en juno.com)  
1376 Virginia, Berkeley  (2 minute walk from North Berkeley BART) 
510  848-3422 
(Directions:  If you are coming from the south along  Sacramento  St, go 
past University Ave and take the 3rd left onto  Delaware. This  is the street 
that runs on the south side of BART.  Go past BART and take the 1st right 
onto  Franklin.  Go 2 blocks and turn right onto  Virginia.  Karl is on right 
near the end of the  block.  This seems like a  round-about route, but Karl’
s street has a traffic diversion that doesn’t permit  access straight down 
Virginia from BART. (For  alternate directions, use Mapquest or Yahoo Maps) 
Le agradezco a  Ana Shapiro por eligir la lectura - Mar de historias: 
Panamá - por Cristina  Pacheco que es disponible aquí: 
http://www.jornada.unam.mx/2009/09/13/index.php?section=opinion&article=040o
1soc 
Informacion  sobre la autora
en español: 
_http://redescolar.ilce.edu.mx/redescolar/memorias/escritoras_hispano01/cbcr
istinap.htm_ 
(http://redescolar.ilce.edu.mx/redescolar/memorias/escritoras_hispano01/cbcristinap.htm) 

y en  inglés 
_http://www.oncemexico.tv/cristina_pacheco/cristina/cristina/i_index.htm_ 
(http://www.oncemexico.tv/cristina_pacheco/cristina/cristina/i_index.htm) 

Ademas, hay  abajo una copia de la lectura por si acaso tengas problemas 
con el  enlace. 
Te rogamos que  vengas preparado, habiendo leído la lectura de 
antemano, y que  traigas un plato y/o una bebida para compartir. 
Debra  Valov 
www.lasecomujeres.org 
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Grupito mailing  list 
Para inscribirse  en la lista de correo del Grupito, visita:  
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Panamá 
Mar de  Historias 
Cristina  Pacheco 
Desde lejos vi  que la puerta de la casa continuaba en su sitio. Ahora 
comprendo que resistió  para devolverme una parte muy bella de mi infancia y el 
recuerdo de mi hermano  Roberto; pero aquella tarde creí que si una vez más 
se había mantenido intacta,  era para ocultar la destrucción causada por la 
tromba y proteger de ojos  extraños los restos de mi intimidad: muebles 
deshechos, ropa sucia, zapatos  dispares, retratos deformados. 
Al rescatar las  fotos y verlas irreconocibles tuve la impresión de que los 
familiares y amigos  que posaron en fechas memorables –ya sabes: 
cumpleaños, bodas, bautizos– habían  sido víctimas de un virus extraño que les 
generaba otro proceso de  envejecimiento. Entre paréntesis: mi padre decía que el 
hombre pobre, a  cualquier edad, es un viejo inútil de quien nadie quiere 
saber nada. La idea es  cruel, pero justa. Lo digo por experiencia. 
Tengo 43 años.  Desde hace por lo menos 10, cada que me presentaba a 
solicitar empleo siempre me  decían lo mismo: Nuestra política laboral nos exige 
que contratemos a personas  con experiencia, de entre 25 y 30 años. Para huir 
de mis derrotas volvía a la  casa y rápido cerraba la puerta, como si 
temiera que fuesen a alcanzarme otros  rechazos. 
Era un iluso,  porque dentro de la casa estaba mi padre ansioso por saber 
si al fin había  conseguido trabajo en un hospital, en un consultorio. Sus 
expectativas fueron  descendiendo: en los últimos tiempos se habría sentido 
satisfecho con que me  contrataran en un laboratorio o en una farmacia. Nunca 
necesité responderle: mi  aspecto de perro apaleado era la prueba de mi 
nuevo fracaso. 
A mi viejo le  resultaba difícil aceptarlo. Corría a descolgar mi título de 
doctor y con los  nudillos golpeaba en el cristal: Es auténtico, está 
firmado, lo ganaste con tus  sacrificios y con los míos. Cierto: los suyos 
consistieron en matarse trabajando  para que yo pudiera seguir mis estudios de 
medicina; los míos en someterme a su  voluntad y darle gusto abrazando una 
carrera que nunca me interesó y para la que  no estuve ni estaré capacitado: la 
sangre me horroriza, el dolor de otros me  tortura. En una palabra: soy un 
cobarde. 
II 
Estás recién  llegado a esta colonia y es la primera ocasión en que te toca 
vivir las  consecuencias de las inundaciones. Yo, en cambio, las he visto y 
padecido  siempre. Cuando era chico mi padre nos ponía, a mi hermano 
Roberto y a mí, a  pescar entre las aguas negras todo lo que pudiera ser salvable: 
colchones,  sábanas, nuestra ropa, los libros de la escuela, documentos. 
Después, cuando  me recibí de doctor, su única preocupación era que mi 
título fuera a dañarse con  la lluvia. Para evitar el riesgo de que se mojara lo 
metió en una bolsa de  plástico sellada con cinta canela y volvió a ponerlo 
en la pared. Verlo me  producía sensación de asfixia. 
En algunas  inundaciones dimos por perdido mi título. Dirás que soy un mal 
hijo, pero me  sentía libre. Mi padre ya no iba a poder golpear el cristal 
con sus nudillos,  como llamando a cuenta a los sinodales que me habían 
acreditado como doctor.  Desde luego, por no mortificarlo más, le ocultaba mis 
sentimientos. 
Pero no sólo  eso: también fingía preocupación, angustia. Parece que me veo 
caminando entre  las aguas negras y diciéndole al viejo: “no está, no lo 
encuentro. Tal vez luego  aparezca…” Mi mentira no era impune. 
En cuanto bajaba  el agua mi padre me pedía revolver los montones de 
escombros en busca de mi  título. No puedes imaginarte el martirio de respirar el 
vaporcito hediondo  emanado de aquella masa horrible, mezcla de animales 
muertos, comida  descompuesta, ropa podrida, cartones empapados. Más torturante 
era encontrar el  documento enmarcado dentro de la bolsa de plástico 
llorosa de  humedad. 
En la inundación  del 99 lo perdimos todo. Mi padre comprendió que era 
imposible rescatar mi  título y aún así me ordenó buscarlo. Resistí la prueba 
imaginando que por fin  iba a quedar vacío el sitio que durante años ocupó un 
documento que me ataba a  una profesión maravillosa, no lo dudo, para la que 
no nací. Actué como si mi  padre no supiera que era posible conseguir un 
duplicado. 
En los últimos  años me decía: cuando solicites trabajo y te exijan el 
título original diles que  se perdió en la inundación del 99. Esas gentes 
comprenderán; pero si tienen  dudas, sugiéreles que te hagan un examen. Me alegro 
de haberle prometido que lo  haría, porque así murió tranquilo, seguro de 
que alguna vez iban a darme la  oportunidad de auscultar enfermos o hacer una 
operación. Quiso que estuviera  presente en la suya. Ojalá haya creído que 
me encontraba entre el personal que  lo asistió en el quirófano. Pobre padre 
mío: al borde de la muerte seguí  mintiéndole. 
Honestamente  pienso que él tuvo un poco de culpa. Nunca me preguntó a qué 
pensaba dedicarme.  Mientras te lo cuento pienso en qué le habría 
respondido. De niño jamás hice  planes porque muy pronto me vi agobiado por la muerte 
de mi madre y después la  de mi hermano Roberto. ¿Sabes cuál era nuestro 
sueño? Ir a Panamá. Lo vimos en  un mapa, entre el mar de las Antillas y el 
océano Pacífico, y nos  fascinó. 
Después de mucho  tiempo de no pensar en eso lo recordé hace un año, 
gracias a que la tromba no  derribó la puerta de mi casa y pude encontrar pegado 
en ella el aviso: “trajimos  un paquete procedente de Estados Unidos. No hubo 
quien lo recibiera. Para  agendar nueva fecha de entrega favor de 
comunicarse al número…” 
III 
Hace muchos años  mi tío Joaquín se fue a California. Aunque no hemos 
tenido mucho contacto pensé  que sólo él podía haberme enviado algo, pero ¿qué? A 
lo mejor retratos de su  nueva familia, de su casa o de su coche. No te 
rías: varios vecinos tienen en su  sala fotos en donde sólo aparecen 
automóviles rojos y amarillos recién  comprados. Para las familias que se quedaron acá 
esas imágenes son tan  importantes como para mi padre lo fue mi título: una 
prueba de que alguien se  salvó del fracaso. 
Cuando leí el  aviso ya era tarde, así que me pareció mejor comunicarme a 
la agencia por la  mañana. Como desde hace un año suspendí mi celular y las 
casetas que hay por  estos rumbos están inservibles, temprano me fui a la 
tienda de El Chato y llamé.  Me respondió una grabadora: Para español, marque 
uno; para inglés, marque dos.  Si quiere hacer una reservación o modificar su 
itinerario, marque tres. Si desea  informes acerca de envíos foráneos 
digite cuatro. En caso de requerir mayores  especificaciones acerca de nuestros 
servicios oprima el cero. Lo hice. Cuando al  fin logré obtener respuesta 
volví a oír una voz automática: Por el momento  nuestros agentes están 
atendiendo otra llamada. Por favor, espere en la línea.  Pausa y de nuevo ¡el mismo 
sermón! Rompí el aviso. Me disponía a colgar cuando  me sorprendió la voz de 
un hombre: Lo atiende Raúl Iglesias. ¿En qué puedo  servirle? 
Le dije que  había recibido el aviso de un envío y deseaba rescatarlo. Lo 
sentí sonreír:  Perdone. Hay una confusión: marcó usted al área de cartera 
empresarial. Voy a  darle el número donde podrán atenderlo de inmediato. 
¿Tiene con qué anotar? Le  pedí al Chato su plumil y escribí las cifras en la 
palma de mi mano. Marqué y  enseguida me respondió una voz femenina: Aquí 
Jenny. ¿Con quién tengo el gusto?  El instinto me aconsejó darle mi nombre al 
amparo de mi título: “Doctor Zárate,  a sus órdenes. Mire, esta mañana encontré 
un papel…” 
Le recité de  memoria el recado del mensajero. Advirtió mi nerviosismo y 
dijo que estaba  tomando nota, que no me preocupara: mi paquete estaba seguro. 
“No es que  desconfíe. Lo que pasa es que me costó mucho trabajo 
comunicarme con ustedes.  Además, me urge saber…” Jenny, que parecía entrenada para 
comprenderlo todo, se  me adelantó: ¿Quién se lo manda? ¡Lógico! Un paquete 
siempre nos mueve a la  curiosidad. ¿Podría decirme de dónde me está 
llamando? Del estado de  México. 
Un cambio en su  respiración denotó su sorpresa. Me pidió que repitiera la 
procedencia. Lo hice y  la empleada suspiró con alivio: ahora comprendo por 
qué ha tenido tantas  dificultades para comunicarse: está usted llamando a 
nuestra sucursal de Panamá.  Dirás que estoy loco, pero en ese momento, en 
segundos, recordé a mi hermano  Roberto y nuestros proyectos para huir hasta 
allá, buscar trabajo en la zona del  Canal y pasarnos el resto de la vida 
viendo barcos de todo el mundo. 
La emoción me  ahogó la voz. La empleada interpretó mi silencio como 
muestra de disgusto:  Doctor Zárate, coincido con usted: este tipo de confusiones 
no deberían ocurrir.  ¿Tiene a mano el aviso que le dejaron? De ser así vea 
la última línea. Allí  encontrará el nombre del mensajero. ¿Me lo dice por 
favor? Entusiasmado,  temblando, pregunté: ¿De veras estoy comunicándome a 
Panamá? La comprensiva  Jenny se volvió impaciente: ya se lo dije. Ahora, 
tenga la amabilidad de  otorgarme el dato que le solicité. 
Había roto el  aviso pero de todas formas empecé a buscarme en los 
bolsillos –como si la  empleada estuviese delante y yo quisiera demostrarle mi buena 
disposición a  colaborar con ella– y le mentí: veo nada más una firma y es 
ilegible. Jenny  salvó el escollo: No se preocupe, doctor, me bastará con el 
número de guía. Está  en el anverso de la notificación. Léamelo dígito por 
dígito para evitar  confusiones. 
No iba a  confesarle que había roto la dichosa notificación así que le 
mentí de nuevo. No  lo hice porque me importara el envío sino para mantenerme en 
comunicación con  Panamá: lo siento, señorita, los número son muy pequeños 
y por el momento no hay  luz. Aquí está muy nublado porque ha llovido 
muchísimo. ¿En Panamá también está  lloviendo? Lo dije y me imaginé abrazado de mi 
hermano mirando las esclusas del  canal y los barcos. Llovió. El laconismo 
de Jenny anunciaba su retirada. Quise  evitarla con mi sinceridad: “por 
favor, no me malinterprete: se lo pregunté  porque mi hermano y yo siempre 
quisimos conocer Panamá. Lo había olvidado, pero  cuando usted me dijo…” 
Antes de que  pudiera terminar la frase Jenny colgó. Tuve que hacer lo 
mismo. El Chato dijo  que me cobraría la llamada internacional en cuanto le 
llegara el recibo. Salí de  la tienda. Relampagueaba. En la calle parcialmente 
inundada por la tromba del  día anterior los vecinos iban de un lado a otro 
trasladando muebles pequeños y  atados de ropa. Al verlos imaginé el trajín 
junto a las esclusas y quise  regresar a Panamá aunque sólo fuese por medio 
del teléfono. Tenía el número de  la agencia escrito en la palma de la mano. 
La abrí en el momento en que empezó a  llover. Las cifras se borraron, se 
convirtieron en una laguna oscura y mínima en  donde otra vez se hundió el 
sueño de mi hermano Roberto y el mío: huir a  Panamá. 
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