[Grupito] : Tertulia el 6 de octubre (martes)

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Tue Sep 22 18:32:21 PDT 2009


 
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ANUNCIOS

Me voy a México por tres semanas, saliendo mañana por la  mañana.  Por eso, 
les envio de  antemano el anuncio y la lectura para la siguiente tertulia 
el 6 de  octubre. 
23 de sep — TERTULIA EN CASA DE KARL G.  
6 de oct — TERTULIA EN CASA DE JANE B. (ve  abajo) 
20 de oct – TERTULIA EN CASA DE BARBARA W. 
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Saludos: 
La próxima tertulia literaria y gastronómica tendrá lugar el  día 6 de 
octubre (el martes) en la casa de Jane Brown. 
6225 Ross Street 
Oakland, CA 
El RSVP (para el 4 de octubre) es obligatorio: 510-658-9530 o 
_janebcal en yahoo.com_ (mailto:janebcal en yahoo.com)  
Directions:   From Berkeley & North.  Come to College and Claremont  
intersection.  Note a third street called Florio Street  between the Claremont 
Diner and the First Federal Savings & Loan.   Take  Florio  street 4 blocks. It 
dead ends in Ross St. Turn left.  I am the 4th house on the left. 

From East  Oakland, take #13 to the  intersection with 24. Stay on left  
side of road and   follow directions towards Oakland.  Get off at  Colllege  
Ave exit.  Turn right on College Ave and go 4  blocks to the interesection of 
College & Clarement.  Turn  right onto Florio Street and follow directions 
above. 
La lectura, El Regreso por Emilio Díaz Valcárcel, es atado a  este mensaje 
como PDF. 
Ademas, hay abajo una copia de la lectura por si acaso tengas  problemas 
con el documento. 
Te rogamos que vengas preparado, habiendo leído la lectura  de 
antemano, y que traigas un plato y/o una bebida para  compartir. 

Debra Valov 
_www.lasecomujeres.org_ (http://www.lasecomujeres.org/) 

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Emilio  Díaz Valcárcel
(1929-)


EL  REGRESO


Se detuvo frente al balconcito sin saber  qué hacer. Miró por un instante 
el viejo sillón de mimbre, la escalera de tablas  carcomidas, las puertas 
cerradas y pegadas a la faz de la casa como dos ojos  enormes. Se quedó 
inmóvil, la mirada perpleja, en el mismo momento en que una  patrulla de recuerdos 
lo asaltaba. Debe de estar en el rosario, dijo, y se  volvió para ver si lo 
habían escuchado. Pero sólo un perro vagabundo cruzaba la  callejuela 
solitaria, veteándose de luz al pasar bajo las bombillas que se  encarnizaban 
contra la noche. Volvió a contemplar el balcón destartalado, el  viejo sillón de 
mimbre, rechazando un recuerdo. (El cuarto femenino, el olor a  cold cream, 
el suave y voluptuoso olor a cold cream que él siempre  llevó dentro aun 
sin tener que percibirlo con los sentidos; el cuarto femenino  en penumbras, 
las piernas blancas, la mano sobre la redonda rodilla, la madre  
ausen­te. . . ¿Cuánto tiempo hacía? ¿Cuándo? ) “Todavía no”, le había dicho  
Catalina. “Cuando vuelvas seré tuya.”
El  hombre se llevó las manos a la frente, donde comen­zaban a 
destellar  diminutas gotas. ¿Por qué tengo que volver a esto?, se  dijo.
Cuando llegó al pueblo embutido en  su nítido uniforme, lo recibió la 
metralla de preguntas: “¿Cuándo llegaste?”  “¿Peliaste mucho?” “¿Y las 
coreanas, cómo son las co­reanas?” Pero no hizo  otra cosa que emprender la 
retirada. Alguien disparó una interrogación a sus  espaldas y él se apresuró a 
explicar: “Si me notan algo raro, es la alegría que  siento.”
Eso, una hora antes. Ahora se  dio a caminar sin rumbo, saltando la 
alambrada de su desánimo, sin atreverse a  mirar a las mujeres que de rato en rato 
lo rozaban con sus  miradas.
—Date la fría, mi  hermano.
Se había encontrado emboscado  entre aquel alborozo de amigos, con música 
de vellonera de fondo. Tenía una  cerveza pegada a los labios, el cogote 
hacia atrás, los ojos fijos al batallón  de botellas del mostrador. Frente a él, 
borroso, el rostro del dependiente reía  y reía, Había mucha alegría. Pero 
él no comprendía el porqué de aquellos dientes  pelados.
—Me invitas a la boda,  panita.
Se dio vuelta de repente, alzando  un puño con lentitud hasta la altura de 
la cabeza. Ya empiezan, se dijo; deben  de saberlo. Bajó el puño y desvió la 
mirada,  avergonzado.
—Están todos invitados —dijo  forzando una sonrisa.
Salió a la calle  fumando un cigarrilo. Mejor es que le hable, pensó; no 
sabe que estoy en el  pueblo. Caminó hasta el frente de la casa, nuevamente. 
Si lo supiera, se dijo,  me hubiera esperado en el balcón, como siempre. Se 
detuvo sin saber qué hacer.  Allí estaba el viejo sillón de mimbre otra vez, 
la escalera un poco deteriorada,  las puertas siempre abiertas para él, el 
cuarto en penumbra, el espejo de luna  donde él se había mirado de reojo al 
mirarla a ella... “Cuando vuelvas”, había  dicho ella retirándolo con las 
manos sobre el pecho de él. “No, ahora, Catalina,  vamos a hacerlo ahora.” 
Encendió otro cigarrillo, lanzando el fósforo sobre el  lomo de un perro que 
le olía los ruedos del pan­talón. “Yo regresaré  pronto.” Chupó hasta 
colmarse los pul­mones. El perro lo miraba receloso,  las orejas tiesas y 
el rabo erguido. “Cuando vuelvas, no ahora”, sonó la voz de  Ca­talina. 
Se estrujó el pañuelo por la frente y miró a todos lados. El  perro 
continuaba estático, con los ojos como luces de bengala. “Pero yo te  quiero ahora, 
nena.”
Un gato saltó de una  lata de basuras y se perdió tras una casa. El perro 
ladró sin moverse de su  sitio y el hombre, sobresaltado, lo amenazó con un 
puntapié. lluyó el animal,  minando parte del silencio con su aullido. Miró 
su reloj pulsera: las ocho y  treinta.
Dos mujeres venían hablando  animadamente. Cerca ya, dejaron de hablar y lo 
miraron de soslayo, rehuyéndole  un tanto. Cuando sus figuras comenzaron a 
desdibujarse en la distancia  recomenzaron su charla, mirando hacia atrás de 
rato en rato. Lo último que  percibió de ellas fue algo como un leve 
silbido de  admiración.
Chupó hondamente del  cigarrillo que ya le quemaba los dedos. “Vendré 
enterito para ti”, le había  dicho a ella, en el cuarto oloroso a cold cream y a 
sueño, tasándola de  reojo en el espejo, de pie contra su cuerpo, mientras 
la madre estaba en el  rosario. Luego vino la lucha inútil sobre la cama, las 
piernas cerradas con  obstinación para rechazarlo. Y meses más tarde la 
notificación de la marcha  hacia la guerra, la despedida junto al sillón de 
mimbre, el eterno viaje de  treinta días por mar, el asalto a la colina Kelly 
con las luces de bengala en lo  alto, en una noche que ahora es el recuerdo 
de una pesadilla; los hombres  cayendo por montones, unos sobre otros, como 
sacos de arroz en una trastienda. Y  él escondido tras un arbusto, haciendo 
fuego bajo un cielo negro, apedreado por  el miedo, con el recuerdo de ella 
palpitando en lo más hondo. El estallido de la  mina aquélla, casi debajo 
suyo, y la bruma que le entró por los ojos hasta  llenarlo sordamente como el 
guano a la almohada. Las luces pálidas del hospital,  el olor mareante del 
éter, el médico de rostro esculpido en madera vieja  diciendo una y otra vez: “
Mal sitio para una herida, mal sitio para una herida.”  Y su grito ahogado: 
“¡Catalina!” “Cuando vuelvas seré tuya.” Debo hablar con  ella, se dijo 
el hombre encendiendo otro cigarrillo. No me va a querer, pensó;  ninguna 
mujer quiere a un hombre así. Caminó en círculo frente a la casa,  
pisoteán­dose la sombra.
Un perro  ladró en la esquina. El hombre columbró una silueta en la punta 
de la callejuela  y se pegó a una pared, el aliento contenido. La vio cruzar 
bajo un chorro de luz  con aquel paso resuelto que él conocía tan bien. El 
canto de un gallo se escuchó  ronco y prolongado detrás de las últimas casas 
del barrio. La sentía avanzar, y  el rumor de sus pasos quedaba suspendido 
en el aire lento y vacío de la noche.  Agiles reflejos de luz se agitaban en 
los pliegues de su falda; las sombras le  apretaban la cintura.
La vio subir la  escalera, contoneándose, abrir la puerta y encender la luz 
de la sala. Ahora  cruzaba las piernas al sentarse a la mesa con papel y 
pluma en las manos. Me va  a escribir, pensó él, recordando las cartas 
recibidas en Corea, y las recibidas  luego en el campamento  norte­americano.
Minutos después ella  se levantó y puso la carta sobre el cristal del 
chinero. El la vio hundirse  ahora en la oscuridad de la cocina y salió de su 
escondite en el instante en que  se encendía sobre ella una bombilla. He venido 
a hablarle, pensó, y así lo haré.  Subió temblando al balcón, con pasos 
suaves como si temiese pisar el resorte de  una mina, y acarició por un 
instante la baranda donde ambos se habían reclinado  ifinitas veces. “¿Por qué 
tengo que volver a esto”, se preguntó, dudando un  momento. Luego se irguió con 
resolución y tocó a la puerta. La voz de la mujer  serpenteó desde el fondo 
de la  casa:
—¿Quién  es?
“Cuando vuelvas.” No pudo contestar.  Ella volvió a pre­guntar, al 
cabo de un largo minuto, un poco  sobresaltada:
—¿Quién está ahí,  ah?
Sintió resonar sus pasos, lentos,  medrosos, a través de la sala. “Cuando 
vuelvas seré tuya.” Los pasos estaban ya  junto a la puerta. “Cuando 
vuelvas...” El hombre saltó la baranda y se perdió  entre los callejones.

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