[Grupito] Un mensaje de Oscar, un integrante del Grupito
Ecomujeres at aol.com
Ecomujeres at aol.com
Mon Jul 12 22:50:30 PDT 2010
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From: _okoechlin en comcast.net_ (mailto:okoechlin en comcast.net)
Sent: 7/10/2010 6:04:09 A.M. Pacific Daylight Time
Subj: Re: [Grupito] : tertulia el 6 de julio de 2010
Grupito,
Hace mucho tiempo que no puedo asistir al grupito pero me encantan el
desarrollo que han tenido, cada vez mas entretenidas lecturas de lo mas
ingenioso de la literatura hispano-y-americana. Aqui les mando algo que me
divirtio mucho como contribucion y agradecimiento de como alegran mi vida de
esclavo capitalista. Por favor circulenlo a todo el grupito si posible - you
no se como le hacen para eso.
Oscar Koechlin (amigo de Albert y Sharon Mossman).
La temperatura del Infierno. Examen universitario
La siguiente pregunta, fue hecha en un examen cuatrimestral de química
en la Universidad de Toledo. La respuesta de uno de los estudiantes
fue tan 'profunda' que el profesor quiso compartirla con sus colegas,
vía Internet, razón por la cual podemos todos disfrutar de ella.
Pregunta: ¿Es el Infierno exotérmico (desprende calor) o endotérmico
(lo absorbe)?
La mayoría de estudiantes escribieron sus comentarios sobre la Ley de
Boyle, (el gas se enfría cuando se expande y se calienta cuando se
comprime) y de forma muy parca.
Un estudiante, sin embargo, escribió lo siguiente:
"En primer lugar, necesitamos saber en qué medida la masa del Infierno
varía con el tiempo. Para ello, hemos de saber a qué ritmo entran las
almas en el Infierno y a qué ritmo salen.
Tengo sin embargo entendido que, una vez dentro del Infierno, las
almas ya no salen de él. Por lo tanto, no se producen salidas. En
cuanto a cuántas almas entran, veamos lo que dicen las diferentes
religiones. La mayoría de ellas declaran que si no perteneces a ellas,
irás al Infierno. Dado que hay más de una religión que así se expresa
y dado que la gente no pertenece a más de una, podemos concluir que
todas las almas van al Infierno. Con las tasas de nacimientos y
muertes existentes, podemos deducir que el número de almas en el
Infierno crece de forma exponencial.
Veamos ahora cómo varía el volumen del Infierno. Según la Ley de
Boyle, para que la temperatura y la presión del Infierno se mantengan
estables, el volumen debe expandirse en proporción a la entrada de
almas.
Hay dos posibilidades:
1. Si el Infierno se expande a una velocidad menor que la de entrada
de almas, la temperatura y la presión en el Infierno se incrementarán
hasta que éste se desintegre.
2. Si el Infierno se expande a una velocidad mayor que la de la
entrada de almas, la temperatura y la presión disminuirán hasta que el
Infierno se congele.
¿Qué posibilidad es la verdadera?: Si aceptamos lo que me dijo Diana
en mi primer año de carrera: "hará frío en el Infierno antes de que me
acueste contigo", y teniendo en cuenta que me acosté con ella anoche,
la posibilidad número 2 es la verdadera..
Doy por tanto como cierto, que el Infierno es exotérmico y que ya está
congelado. El corolario de esta teoría es que creo haber
demostrado que el Infierno ya está congelado, ya no acepta más almas y
está, por tanto, extinguido. Entonces, el Cielo es la única prueba de
la existencia de un ser divino.
Así se explica por qué anoche Diana no paraba de gritar '¡¡Oh, Dios
mío, Dios mío !!".
Dicho estudiante fue el único que sacó 'sobresaliente'
----- Original Message -----
From: _Ecomujeres en aol.com_ (mailto:Ecomujeres en aol.com)
To: _grupito en lists.sonic.net_ (mailto:grupito en lists.sonic.net)
Sent: Monday, June 28, 2010 6:39 PM
Subject: [Grupito] : tertulia el 6 de julio de 2010
ENGLISH VERSION FOLLOWS SPANISH
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ANUNCIOS
20 de julio – tertulia en la casa de Jane Brown. Les envío más
información
y el cuento al acercar la fecha
Re: RSVP’s. Favor de enviar su RSVP directamente al anfitrión; no haga
click en “Reply” para este mensaje.
Re: Como contactarme si tienes problemas o preguntas – use mi correo
personal
_ecomujeres en aol.com_ (mailto:ecomujeres en aol.com) en vez del correo del
grupito que no va a acepta sus mensajes.
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Saludos:
La próxima tertulia literaria y gastronómica tendrá lugar el día 6 de julio
(el martes), a las 7:00 de la noche en la casa de Tom McGuire:
5625 Ocean View Drive
Oakland 94618
510.653.2049
Está muy cerca de la estación BART "Rockridge" y de la avenida "College."
El estacionamiento puede ser difícil en el vecindario, y por eso, Tom les
recomienda que uses BART, el estacionamiento dentro de BART (es gratuito),
su bici, o que reces por un espacio en la calle.
El RSVP a Tom es obligatorio: _tmcguire en covad.net_
(mailto:tmcguire en covad.net)
La lectura, "Las mujeres de Ciudad Juárez (o como sobrevivir en la cuidad
más violento del mundo)" por Judith Torrea está atado a este mensaje en
formato PDF.
Ademas, hay abajo una biografía corta y una copia de la lectura por si
acaso tengas problemas con el documento.
Te rogamos que vengas preparado, habiendo leído la lectura de
antemano, y que traigas un plato y/o una bebida para compartir.
Debra Valov
_ecomujeres en aol.com_ (mailto:ecomujeres en aol.com)
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ANNOUNCEMENTS
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July 20th – tertulia at Jane Brown´s house. I will send more information
and
the story as the date approaches.
Re: RSVP’s. Please send your RSVP directly to the host as indicated in
the message; don’t click on reply for this message.
Re: Contacting me if you have questions or problems – send email to my
personal email _ecomujeres en aol.com_ (mailto:ecomujeres en aol.com) , not to the
email for the grupito (that email doesn’t accept messages).
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Hello!
The next tertulia will take place on July 6 (Tuesday) at 7 pm at
Tom McGuire´s.
5625 Ocean View Drive
Oakland 94618
510.653.2049
Tom lives very close to the Rockridge BART station just off of College
Avenue.
Parking can be difficult in the neighborhood and so Tom recommends that
you either take BART, use the free parking at the BART station, ride your
bike or pray for a parking space on the street.
An RSVP is required: _tmcguire en covad.net_ (mailto:tmcguire en covad.net)
The reading, "Las mujeres de ciudad Juárez (o como sobrevivir en la
cuidad
más violento del mundo)" por Judith Torrea is attached as a PDF file and a
short biography and copy is also pasted below this message.
Please come prepared, having already read the story, and bring a plate
and/or drink to share.
Debra Valov
_ecomujeres en aol.com_ (mailto:ecomujeres en aol.com)
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Grupito mailing list
Para inscribirse en la lista de correo del Grupito, visita:
http://lists.sonic.net/mailman/listinfo/grupito
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LECTURA / READING
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Las mujeres de ciudad Juárez (o como sobrevivir en la cuidad más
violento del mundo)
Judith Torrea
Fuente: _http://etiquetanegra.com.pe/_ (http://etiquetanegra.com.pe/)
Acerca de la autora:
Judith Torrea es una periodista especializada en narcotráfico, crimen
organizado, pena de muerte, inmigración y política en la frontera de
México con EE.UU, realidad que ha cubierto durante los últimos 12 años,
9 de ellos viviendo entre las dos fronteras. Y lo ha hecho para diversos
medios estadounidenses (Univision Online, The Texas Obsever, Al Día-The
Dallas Morning News), mexicanos (revistas Letras Libres, fundada por el
Nobel Octavio Paz, y Emeequis ), peruanos (Etiqueta Negra) y europeos
(agencia alemana DPA, El País, EFE, Le Monde Diplomatique, Expresso). En
Tejas trabajó como reportera del Capitolio, siguiendo la política del
entonces gobernador George W. Bush. En 1998 se convirtió en la primera
periodista española en asistir a la ceremonia de la pena de muerte en
Estados Unidos (“Muerte en directo”, Crónica. El Mundo). Formó parte del
reducido grupo de prensa que cubre diariamente la política del alcalde
de Nueva York Michael Bloomberg siendo la única periodista latina en
Room 9, City Hall. Es becaria de la Fundación de Nuevo Periodismo
Iberoamericano, fundada por Gabriel García Márquez, en temas de
narcotráfico y violencia en América Latina.
Las mujeres de Ciudad Juárez [o como sobrevivir en la ciudad mas violenta
del mundo
[1]
(http://etiquetanegra.com.pe/wp-content/uploads/2010/04/Juárez.jpg) Los
cadáveres son seis. Sangre en la calle. Una balacera mortal. Pero la perito
forense Cristina S. todavía no sabe cuántos muertos encontrará esta vez.
Piensa que puede ser uno con treinta casquillos de bala percutidos en el
cuerpo, como el que encontró dos horas antes. Cristina S. –cuya identidad debe
ser protegida por el peligro que conlleva su trabajo– desciende de una
camioneta del Servicio Médico Forense de Ciudad Juárez (en el norte de México,
frontera con los Estados Unidos), y al hacerlo, mueve su melena con tal
gracia que cuatro soldados que conversaban con unas adolescentes en una
esquina de la escena del crimen centran ahora sus miradas en otro objetivo. En
Ciudad Juárez los peritos de campo van siempre en parejas. Por seguridad. Y
porque cada día el trabajo aumenta para las veinte personas de esa oficina
(cuatro mujeres), en una ciudad donde ocurren entre ocho y quince asesinatos
cada día. Los peritos pueden toparse con sorpresas mortíferas como la que
está a punto de encontrar Cristina S. Ella tiene ventiséis años y viste un
pantalón marrón y una camiseta azul marino que delata su oficio. Se dirige
al primero de los dos coches tiroteados. Su compañero la sigue a unos
pasos. Ahí descubre dos muertos. Hay uno más al fondo de la calle, a la salida
de una de las casas situadas en la colonia Revolución de México, donde la
mayoría de las calles está sin pavimentar, como el setenta por ciento de
esta ciudad que surge del desierto indomable.
El silencio huele a muerte latente. Ni los perros ladran, como si
prefirieran observar hipnotizados a los ciento cincuenta agentes de las fuerzas de
seguridad: soldados, federales, policías municipales y ministeriales, que
han cortado la calle con sus unidades y una cinta amarilla. Es una escena
común en Ciudad Juárez desde que comenzó la llamada guerra contra el
narcotráfico que inició el presidente de México, Felipe Calderón. En sólo dos años,
los crímenes suman más de cinco mil, hay diez mil niños huérfanos, y
aumentan los secuestros y las extorsiones. El paisaje empieza a parecer el de
una ciudad que se va quedando vacía: ciento dieciséis mil casas han sido
abandonadas por sus propietarios, según el ayuntamiento de la ciudad. Diez mil
negocios están cerrados. Ahora es difícil encontrar dónde beber una
margarita o degustar unos burritos. Doscientas mil personas han buscado refugio en
el interior de México o cruzado los tres puentes fronterizos que separan
la ciudad más peligrosa del mundo de El Paso, Tejas, la segunda ciudad más
segura de los Estados Unidos, en un éxodo de desocupación. Más los que se
irán en ataúdes, como los seis cadáveres que Cristina S. está comenzando a
conocer.
Cristina S. dice que siempre soñó con trabajar con cadáveres. Le atraía lo
desconocido, las preguntas sin respuesta: ¿qué ocurre cuando la vida se
acaba? «El hecho de que veas una persona con vida –dice–, para mí es como
otra oportunidad más para vivir cada instante, para comenzar de nuevo porque
la vida en Juaritos es muy corta». Esta vez nadie vio ni escuchó nada. Ésta
es la versión oficial para ir o no ir en busca de los sicarios. Allí hay
unos cuarenta niños, convertidos en los testigos de los crímenes, que me
cuentan todos los detalles hasta que un grupo de soldados se acerca. Uno de
ellos trae una libreta grande. Quieren saber mi nombre, el medio para el que
trabajo, mi dirección, y al negarme a darles estos datos, comienzan a
grabarme, a tomarme fotografías.
El primer muerto que Cristina S. vio fue el de su padre. Tiempo después su
madre consiguió una visa láser estadounidense y empezó a cruzar el puente
fronterizo todos los días para cuidar niños en El Paso y sacar adelante a
sus tres hijos. Con su salario en dólares, intentaba apartarlos de las
ochocientas pandillas que hay en Juárez –que agrupan a más de diecisiete mil
jóvenes– consecuencia directa del crecimiento desorbitado de la ciudad,
desde los años setenta, por la llegada de las fábricas maquiladoras desde los
Estados Unidos, Europa y Japón, en busca de mano de obra barata. Muchas de
las familias que dependen de esos trabajos viven en casas construidas con
material desechable de las fábricas, que son cámaras frigoríficas en el
invierno e infierno en el verano. En esta ciudad que sirve de paso a la cocaína
colombiana rumbo a los Estados Unidos, y que es la sede del Cártel de
Juárez, el futuro que sueñan muchos adolescentes es el de lujosas mansiones,
aviones privados y los mejores campos de polo del mundo en una ciudad
desértica.
Ella no. Cristina S., que es la hija hermana mayor, estudió psicología.
Antes de trabajar con los muertos lo hizo en un centro de rehabilitación para
drogadictos. Hasta que una masacre los convirtió en cadáveres en el 2008.
Nunca se supo quién los mató. Ni por qué.
Ahora ella comienza a levantar evidencia física de los crímenes, el primer
paso de la investigación para determinar la razón de las muertes. De
pronto, una adolescente grita mirando hacia uno de los cadáveres: «!Papá, no, tú
no eres! A qué tú no eres, papá». Cuando la perito toma fotos de la escena
donde se encuentra el padre de la chica, ella sólo atina a gritar:
«Perra».
«Eso es lo peor –dirá después la perito–, que no comprendan tu trabajo.
No somos insensibles».
2.
Ana nunca había tenido sexo acompañada de tres armas hasta que lo conoció.
Su novio es un joven que lleva tatuado en el pie su propio nombre para
que, si lo matan, «se sepa quién fue»: su verdadera identidad. Ella, al
descubrirlo, en lugar de apartarse, se enganchó más. Pasó lo mismo el día en que
él le confesó cuál era su oficio: un narco.
Ana tiene veintisiete años, y siempre le preguntaba muchas cosas: cómo
vendes la droga, cómo la pasas a los Estados Unidos. A él, parecía gustarle la
curiosidad de esa mujer lejana a su mundo. Le contestaba todos los
detalles y terminaba diciéndole: «Acuérdate bien, vive más el que menos sabe».
Ella es una chica de trabajo fijo en un centro comercial, de trasero y
pechos voluptuosos, que conoció a su novio en el 2007, cuando él besó por
primera y única vez a su mejor amiga en una discoteca. A ella le llamó la
atención ese chico tan guapo, que parecía tener diez años más que los veintiocho
que tiene, y le tomó una foto para reírse con su amiga. Así comenzó la
historia de la chica buena con uno de los miembros de la logística del Cártel
de Juárez. El trabajo de él es clave dentro del cártel y por eso no ha
huido, como otros narcos que se llevan a sus familias al lado estadounidense
de la frontera.
Había noches que ese hombre llegaba tarde a sus citas. Entonces se
disculpaba y le contaba a Ana que se había entretenido un rato con los sicarios.
Ellos hacían lo que él ordenaba: matar.
Un día Ana le preguntó si había matado. Él le dijo que sí. Ella le
preguntó que cuántas veces. Fueron tres. Ana quería saber si estaba arrepentido y
él le dijo: «Era su vida o la mía. De que llore su abuelita a que llore la
mía, pues que llore la abuelita de ese cabrón que me quiere chingar a mí».
Él vive, por seguridad, en los hoteles más lujosos de Ciudad Juárez.
Siempre en las suites. Se va cambiando al mismo ritmo en el que se disfraza,
varía de nombres y utiliza carros diferentes, hasta diez en una semana. Hace
poco tuvo de vecino en el mismo hotel al presidente de México, Felipe
Calderón, y fue emocionante, según Ana, con tantos agentes federales, soldados y
el equipo de seguridad del presidente en sus narices.
A él, Calderón no le gusta. Dice que hay una guerra entre el Cártel de
Juárez y el de Sinaloa, del Chapo Guzmán (ese narcotraficante que escapó en
un carrito de lavandería de una prisión de alta seguridad, en el 2001, y que
se ha convertido en uno de los hombres más ricos del mundo, según la lista
de la revista estadounidense Forbes). El novio narco de Ana cree que el
Ejército apoya al cártel enemigo, el de Sinaloa, para apoderarse de Ciudad
Juárez, la mayor plaza del paso de las drogas que llegan desde Colombia a
los consumidores de los Estados Unidos. Y esto, para él, no es una guerra
contra el narco, sino contra su cártel, el de Juárez. Una guerra que rompe
todas las leyes que hay entre los narcos: no ejecutar a inocentes, a niños ni
a mujeres. Incluso, dice que hay escuadrones militares que están matando a
los jóvenes de Juárez de las colonias más pobres para acabar con la cantera
que nutre a su cártel.
Ella intenta sacar la parte buena de su novio, pero hay días en que piensa
que es imposible cambiarlo porque él no ha conocido otra vida. Su madre
era prostituta y murió de una sobredosis de heroína cuando él era un
adolescente. Por eso, dice Ana, él cuida a las chavas con las que coge. Les da
dinero para sus hijos, les compra un carrito. «Al final, ellas son prostitutas
y él, un malandro», dice. Y ella es una enamorada de las historias de un
narco.
3.
Luz María Dávila llegó a la maquiladora huyendo de su hogar. Había pasado
tres semanas de luto por la muerte de sus dos hijos, y ya no soportaba las
ausencias en su casa. Pero en la fábrica encontró lo que no esperaba: sus
compañeros la observaban como a un ídolo, querían acercarse a ella para
felicitarla por haberse atrevido a decirle al presidente de México, Felipe
Calderón, lo que ellos sienten: que está equivocado.
Dos semanas después del asesinato de sus hijos, el 12 de febrero del
2010, Dávila saltó el cinturón de seguridad que protegía al presidente en su
primera visita a Ciudad Juárez tras el comienzo de su llamada guerra contra
el narcotráfico, que ya llevaba dos años. Calderón había dicho que los
quince jóvenes masacrados en esa fiesta estudiantil de la colonia obrera Villas
de Salvárcar (entre los que estaban los hijos de Dávila) eran unos
pandilleros y que tenían vínculos con el crimen organizado. El día de su visita a
Juárez, Dávila se le acercó.
En esta ciudad todos los que son asesinados (más de cinco mil, entre
estudiantes, profesores universitarios, médicos, abogados, activistas, pequeños
empresarios, mujeres y más) pasan a la lista de gente relacionada con el
narco, y no se investigan sus muertes. Me lo dice un comandante ministerial
que recibe un salario para esclarecer los crímenes.
Dávila mide poco más de un metro y medio, y ese día, ante el presidente,
vestía un suéter azul. Junto a él estaban otras autoridades de México, del
Estado de Chihuahua, sentados enfrente de un seleccionado auditorio de unos
cuatrocientos líderes de Ciudad Juárez. Allí Dávila dijo sin interrupción:
«Discúlpeme, señor presidente, pero no le doy la mano porque usted no es
mi amigo. Yo no le puedo dar la bienvenida porque para mí usted no es
bienvenido… nadie lo es…
El Ferriz (alcalde) y el Baeza (gobernador) siempre dicen lo mismo, pero
no hacen nada señor presidente, y yo no tengo justicia, tengo muertos a mis
dos hijos, quiero que se ponga en mi lugar…
No es justo que mis muchachitos estaban en una fiesta y los mataran;
quiero que usted se disculpe por lo que dijo, que eran pandilleros. ¡Es
mentira! Uno estaba en la prepa y otro en la UACJ (Universidad Autónoma de Ciudad
Juárez); no estaban en la calle, estudiaban y trabajaban. Porque aquí hace
dos años que se están cometiendo asesinatos, se están cometiendo muchas
cosas y nadie hace algo. Y yo sólo quiero que se haga justicia, y no sólo para
mis dos niños, sino para todos».
«Por supuesto», alcanzó a decir Calderón. Pero Dávila le contestó: «¡No me
diga “por supuesto”, haga algo! Si a usted le hubieran matado a un hijo,
usted debajo de las piedras buscaba al asesino, pero como yo no tengo los
recursos, no los puedo buscar…». Los días siguientes, los presentadores de
televisión hablaban de Dávila al comenzar sus noticieros. Las portadas de
los diarios la mencionaban, publicaban su fotografía y resaltaban alguna de
sus frases.
¿Pero cómo felicitarla si acababan de ser asesinados sus hijos? De vuelta
en su trabajo, entre la grasa y las piezas para construir bocinas para los
altavoces de los automóviles por setecientos pesos a la semana (unos
cincuenta y cinco dólares), ella habría deseado que todas las miradas admiradas
de sus compañeros se convirtieran en una: la de su hijo Marcos, de
diecinueve años, que trabajaba delante de ella. Lo hacía hasta las 3:30 de la tarde
para después ir a la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, donde estudiaba
Relaciones Internacionales. Al salir, madre e hijo se abrazaban con Luis
Piña, el padre, el esposo, que entraba a trabajar como guardia de seguridad
en la maquiladora.
Luego, Luz María Dávila regresaba a la casa. A cocinar. A limpiar. A
esperar a José Luis, de dieciséis años, que volvía de la preparatoria. Y, en ese
ritual de la espera de la familia al completo, compartían alguna broma
mientras el pequeño de los Piña
Dávila realizaba las tareas escolares. El futuro que ella soñaba darles
ahora se ha transformado en una esperanza de que la justicia la redima. Pero
teme que puedan llegar las represalias que surgen en Ciudad Juárez para los
que denuncian la injusticia en este surrealismo que mata. Ella intenta no
caerse por su esposo, José Luis Piña, un chihuahuense de Lagunitas, que la
hace sonreír y la mima desde hace veinte años.
Ahora Luz María Dávila comienza a partir dos pasteles en la cocina de su
casa. La acompañan su hermana mayor y los hijos y nietos de ésta. Es su
cumpleaños cuarenta y tres. La reunión es en una mesita donde se encontraba
hasta hace unas semanas el ataúd de su hijo Jose Luis, separado del de Marcos
por la refrigeradora. Allí ahora hay un pequeño altar con flores y dos
fotos en honor a sus hijos, y dos cruces de yeso. Cada tarde ella reza en cada
una de las casas de los ocho estudiantes asesinados de su misma calle.
«No quiero más muertos en Ciudad Juárez –dice–. Desde que llegó el
Ejército no se puede vivir. Exijo justicia. No la justicia de convertir a
inocentes en culpables cuando hay presión a las autoridades como hemos visto, no
chivos expiatorios». Dávila viajó a la Ciudad de México junto con Guadalupe
Meléndez, la madre de uno de los presuntos sicarios que mataron a sus hijos
–un chico de veinticuatro años llamado Israel Arzate Meléndez–. Se
conocieron en una marcha contra los asesinatos donde se pedía el retiro del
Ejército y la renuncia de los tres niveles de gobierno.
Luz María Dávila es la única madre de la matanza de la colonia de Villas
de Salvárcar que se ha negado a aceptar la ayuda que, en esta ocasión, ha
ofrecido el gobierno mexicano: el pago de los recibos atrasados de gas, una
visa de turista estadounidense para huir de la ciudad y el pago de la
mudanza. «Las muertes de mis hijos no están en venta», dice sin titubear. «Ni mi
silencio».
4.
Este sábado Leslie G. tuvo de nuevo un enfrentamiento con su jefe, en la
barra del bar en el que trabaja. Ella puede acceder a subirse un poquito más
la falda. A que sus senos surjan salvajes en su blusita. Incluso, a
besarse con sus clientes: narcos, abogados, médicos, sicarios, hombres casados,
gordos o feos. Puede hacerlo por unos dólares. Pero a lo que se niega es a
servir a los soldados, como su jefe se lo exige. «¿Cómo los voy a atender? –
dice–. Se sientan uniformados, con sus armas y otros cuidándolos en la
puerta. Mira cómo está la situación y no hacen ni madres [nada]. Se les está
pagando, vivimos con retenes militares, y uno chingando para ganar un taco».
Ella tiene su dignidad y sus principios –añade–. Aunque sean comandantes.
Leslie G. tiene veintiún años y es la mesera y acompañante más codiciada
en la barra más exclusiva de Ciudad Juárez, desde que fue madre en el 2007 y
su novio la abandonó en el embarazo. Su mamá incluso la animó a abortar,
pero ella se negó. Y no se arrepintió: ahora siente que hay alguien que la
quiere.
Comenzó a buscar un trabajo con el que pudiera seguir estudiando
cosmetología y cuidar a su pequeño, pero la única opción que encontró fue un anuncio
para pasar drogas a los Estados Unidos en diferentes automóviles a cambio
de unos doscientos dólares por cada viaje. La otra opción era trabajar en
la barra. Prefirió el bar.
Antes ganaba unos trescientos dólares cada noche. Pero desde que comenzó
la llamada guerra contra el narco que inició el presidente Calderón, hay
días en que no llega ni a los cuarenta dólares. Varios de sus clientes han
sido ejecutados, otros huyeron a los Estados Unidos y a los nuevos, los
soldados, no les da ni una de sus refrescantes sonrisas, aunque tengan dinero y
lleguen con fajos de billetes como antes mostraban los narcos.
Todas las tardes, Leslie G. llega a la barra del bar en una zona de
Juárez donde en los años cuarenta estrellas estadounidenses como Liz Taylor, John
Wayne o Marilyn Monroe disfrutaban de la diversión y el alcohol prohibido
en los Estados Unidos. Los casinos de Juárez fueron el modelo para crear
Las Vegas. De esas noches majestuosas, ahora sólo queda el recuerdo con
prostíbulos baratos, barras de bares decadentes y la oscuridad de los letreros
que anuncian la venta de los negocios.
Leslie G. deja sus pantalones ajustados, se suelta el cabello, se maquilla
para recibir a la noche. Lo hace en un cuartito sin ventanas con armario
del que surgen varias viejas fotos del líder revolucionario mexicano Pancho
Villa, como en la mayoría de los hogares de Ciudad Juárez, que lo tienen en
lugar de la Virgen de Guadalupe. Y cuando se mira en el espejo, no
reconoce su imagen: «Qué bajo he caído –dice–, como Juaritos».
5.
El cielo estaba hermoso en Nueva York, casi tan intenso como el azul de
Ciudad Juárez. Un grupo de jóvenes afroamericanos bailaba un poco de rap para
los turistas, mientras que otros caribeños arreciaban con las percusiones
mirando hacia el reflejo de los rascacielos en el lago. Una señora en sus
sesenta años, con varias cirugías y cabello rubio platino, paseaba a tres
perritos por el puente. Una góndola intentaba imitar a las de Venecia,
incluso con barítono incluido (algo desentonado) y una pareja de enamorados, y se
perdía en el paisaje de ensueño.
–¿Estás segura, Judith, de que quieres regresar a Ciudad Juárez? ¿Dejar
todo ese mundo y esas fiestas a las que vas? Puedes morir, el reto en Ciudad
Juárez está ahora en sobrevivir un día más –me advirtió el abogado Gustavo
de la Rosa, visitador de la Comisión Estatal de Derechos Humanos en Ciudad
Juárez.
–Sí. Soy periodista, recuérdalo. A veces me pregunto cuántos muertos hacen
falta para que un consumidor estadounidense tenga una dosis de cocaína y
la disfrute en paz, aquí en la ciudad de los sueños.
Esta conversación ocurrió un mes antes de mi regreso a Ciudad Juárez. De
la Rosa y yo hablamos como nunca antes en estos doce años que nos
conocemos. Conversamos por Skype y ambos en dos lugares bien distintos de los
Estados Unidos: él desde la frontera, en El Paso, Tejas (había huido días antes
tras recibir amenazas de muerte) y yo desde Central Park, en Nueva York,
donde vivía otra realidad de la vida: la de las aventuras (y desventuras) de
las estrellas del mundo de la farándula. Era la escritora principal de la
mayor revista de espectáculos en el país.
Quería saber cómo estaba él, y darle la noticia de que regresaba a la
frontera. Desde que supe de su huida a los Estados Unidos no habíamos podido
comunicarnos. De pronto, en la pantalla de mi computadora portátil apareció
un hombre distinto al que conozco desde hace tanto tiempo. El de ahora era
uno cansado, sin su huracán de vida en la mirada y con su cabello blanco
revolucionado.
Regresé a Juárez en octubre del 2009. Algunas de mis fuentes, a las que
fui conociendo en los doce años que he cubierto la frontera, ya no estaban.
Unas habían huido a los Estados Unidos o al interior de México. Otras
estaban en ataúdes. Comencé de nuevo. Otra etapa después de tres años en Nueva
York. Un segundo tiempo en esta ciudad donde el horror del feminicidio se
reproduce con la fatalidad de los chivos expiatorios. Si antes éste era para
las jóvenes bellas (eso sí, todas pobres) ahora se ha democratizado para
toda la sociedad: quince años de impunidad y más de quinientas mujeres
muertas y decenas de desaparecidas, empujan a un segundo plano la violencia
extrema que padece ahora toda la ciudad.
Ahora son las 11:50 de la noche: he acudido a reportar diez crímenes en
menos de seis horas. En todo el día murieron quince personas. En la mayoría
de los casos, he llegado antes que las fuerzas de seguridad, y a pesar de
que para hacerlo he escuchado las claves del escáner de la policía, que está
intervenido por los periodistas. También por los narcotraficantes, que en
ocasiones anuncian la autoría de sus hechos interrumpiendo la señal con
música de corridos mexicanos: unos son los preferidos del Cártel de Juárez y
otros los de Sinaloa.
Para acordarme del número exacto de muertitos, como se les llama en el
argot periodístico de Juárez, he mirado mis notas. A veces, he estado en el
lugar menos de quince minutos. Había que salir a otro evento. Las distancias
en Ciudad Juárez son grandes. Como su cielo de azul feroz y sus mágicos
atardeceres. Como también los porqués. Desde que regresé, han sido ejecutadas
más de mil quinientas personas. En menos de siete meses. Como un estadio
lleno de gente que de pronto desaparece ante tus ojos.
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