[Grupito] : tertulia el 6 de julio de 2010

Ecomujeres at aol.com Ecomujeres at aol.com
Mon Jun 28 18:39:03 PDT 2010


 
ENGLISH VERSION FOLLOWS  SPANISH 
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ANUNCIOS 
20 de julio – tertulia en la  casa de Jane Brown.  Les envío más  
información
y el cuento al acercar la  fecha 
Re: RSVP’s. Favor de enviar  su RSVP directamente al anfitrión; no haga 
click en “Reply” para este  mensaje. 
Re: Como contactarme si tienes problemas o preguntas – use mi  correo 
personal
_ecomujeres en aol.com_ (mailto:ecomujeres en aol.com)  en  vez del correo del 
grupito que no va a acepta sus  mensajes. 
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Saludos: 
La próxima tertulia  literaria y gastronómica tendrá lugar el día 6 de julio
(el martes), a las  7:00 de la noche en la casa de Tom McGuire:

5625 Ocean View Drive
Oakland 94618 
510.653.2049

Está muy  cerca de la estación BART "Rockridge" y de la avenida "College."

El  estacionamiento puede ser difícil en el vecindario, y por eso, Tom  les
recomienda que uses BART, el estacionamiento dentro de BART (es  gratuito),
su bici, o que reces por un espacio en la calle.

El RSVP a  Tom es obligatorio: _tmcguire en covad.net_ 
(mailto:tmcguire en covad.net)  
La lectura, "Las mujeres de  Ciudad Juárez (o como sobrevivir en la cuidad 
más  violento del  mundo)" por Judith Torrea está atado a este mensaje en 
formato PDF.   
Ademas, hay abajo una  biografía corta y una copia de la lectura por si 
acaso tengas problemas con  el documento. 
Te rogamos que vengas  preparado, habiendo leído la lectura de 
antemano, y que traigas un  plato y/o una bebida para compartir. 
Debra  Valov 
_ecomujeres en aol.com_ (mailto:ecomujeres en aol.com)  
ENGLISH******************************************************* 
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ANNOUNCEMENTS 
************* 
July 20th – tertulia at Jane  Brown´s house.  I will send more  information 
and
the story as the date approaches. 
Re: RSVP’s.  Please send your RSVP directly to the  host as indicated in 
the message; don’t click on reply for this  message. 
Re: Contacting me if you  have questions or problems – send email to my 
personal email _ecomujeres en aol.com_ (mailto:ecomujeres en aol.com) , not to the 
email for  the grupito (that email doesn’t accept messages). 
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Hello! 
The next tertulia will take  place on July 6 (Tuesday) at 7 pm at  
Tom  McGuire´s. 
5625 Ocean View  Drive
Oakland 94618 
510.653.2049

Tom  lives very close to the Rockridge BART station just off of College  
Avenue.

Parking can be difficult in the  neighborhood and so Tom recommends that 
you either take BART, use the free  parking at the BART station, ride your 
bike or pray for a parking space on the  street.

An RSVP is required: _tmcguire en covad.net_ (mailto:tmcguire en covad.net)  
The reading, "Las mujeres de  ciudad Juárez (o como sobrevivir en la cuidad 
 
más violento del mundo)" por Judith Torrea is attached as a  PDF file and a
short biography and copy is also pasted below this  message. 
Please come prepared, having  already read the story, and bring a plate 
and/or drink to  share. 
Debra Valov 
_ecomujeres en aol.com_ (mailto:ecomujeres en aol.com)  
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Grupito mailing  list 
Para inscribirse en la lista de  correo del Grupito, visita:  
http://lists.sonic.net/mailman/listinfo/grupito 
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LECTURA / READING 
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Las mujeres de ciudad Juárez  (o como sobrevivir en la cuidad más 
violento  del  mundo) 
Judith Torrea 
Fuente:   _http://etiquetanegra.com.pe/_ (http://etiquetanegra.com.pe/)  
Acerca de la  autora:
Judith Torrea es una  periodista especializada en narcotráfico, crimen
organizado, pena de muerte,  inmigración y política en la frontera de
México con EE.UU, realidad que ha  cubierto durante los últimos 12 años,
9 de ellos viviendo entre las dos  fronteras. Y lo ha hecho para diversos
medios estadounidenses (Univision  Online, The Texas Obsever, Al Día-The
Dallas Morning News), mexicanos  (revistas Letras Libres, fundada por el
Nobel Octavio Paz, y Emeequis ),  peruanos (Etiqueta Negra) y europeos
(agencia alemana DPA, El País, EFE, Le  Monde Diplomatique, Expresso). En
Tejas trabajó como reportera del Capitolio, siguiendo la política  del
entonces gobernador George W. Bush. En  1998 se convirtió en la primera
periodista española en asistir a la ceremonia  de la pena de muerte en
Estados Unidos (“Muerte en directo”, Crónica. El  Mundo). Formó parte del
reducido grupo de  prensa que cubre diariamente la política del  alcalde
de Nueva York Michael Bloomberg siendo la única periodista latina en
Room 9, City  Hall. Es becaria de la Fundación de Nuevo Periodismo
Iberoamericano, fundada  por Gabriel García Márquez, en temas de
narcotráfico y violencia en América  Latina. 
Las mujeres de Ciudad Juárez  [o como sobrevivir en la ciudad mas violenta  
del  mundo 
[1]  
 (http://etiquetanegra.com.pe/wp-content/uploads/2010/04/Juárez.jpg) Los  
cadáveres son seis. Sangre en la calle. Una balacera mortal. Pero la perito  
forense Cristina S. todavía no sabe cuántos muertos encontrará esta vez. 
Piensa  que puede ser uno con treinta casquillos de bala percutidos en el 
cuerpo,  como el que  encontró dos horas antes. Cristina S. –cuya identidad debe 
ser protegida por el  peligro que conlleva su trabajo– desciende de una 
camioneta del Servicio Médico  Forense de Ciudad Juárez (en el norte de México, 
frontera con los Estados  Unidos), y al hacerlo, mueve su melena con tal 
gracia que cuatro soldados que  conversaban con unas adolescentes en una 
esquina de la escena del crimen centran  ahora sus miradas en otro objetivo. En 
Ciudad Juárez los peritos de campo van  siempre en parejas. Por seguridad. Y 
porque cada día el trabajo aumenta para las  veinte personas de esa oficina 
(cuatro mujeres), en una ciudad donde ocurren  entre ocho y quince asesinatos 
cada día. Los peritos pueden toparse con  sorpresas mortíferas como la que 
está a punto de encontrar Cristina  S. Ella tiene ventiséis años y viste un 
pantalón marrón y una camiseta azul  marino que delata su oficio. Se dirige 
al primero de los dos coches tiroteados.  Su compañero la sigue a unos 
pasos. Ahí descubre dos muertos. Hay uno más al  fondo de la calle, a la salida 
de una de las casas situadas en la colonia  Revolución de México, donde la 
mayoría de las calles está sin pavimentar,  como el setenta por ciento de esta 
ciudad que  surge del  desierto indomable. 
El silencio huele a muerte  latente. Ni los perros ladran, como si 
prefirieran observar hipnotizados a los  ciento cincuenta agentes de las fuerzas de 
seguridad: soldados, federales,  policías municipales y ministeriales, que 
han cortado la calle con sus unidades  y una cinta amarilla. Es una escena 
común en Ciudad Juárez desde que comenzó la  llamada guerra contra el 
narcotráfico que inició el presidente de México, Felipe  Calderón. En sólo dos años, 
los crímenes suman más de cinco mil, hay diez mil  niños huérfanos, y 
aumentan los secuestros y las extorsiones. El paisaje empieza  a parecer el de 
una ciudad que se va quedando vacía: ciento dieciséis mil casas  han sido 
abandonadas por sus propietarios, según el ayuntamiento de la ciudad.  Diez mil 
negocios están cerrados. Ahora es difícil encontrar dónde beber una  
margarita o degustar unos burritos. Doscientas mil personas han buscado refugio  en 
el interior de México o cruzado los tres puentes fronterizos que separan la 
 ciudad más peligrosa del mundo de El Paso, Tejas, la segunda ciudad más 
segura  de los Estados Unidos, en un éxodo de desocupación. Más los que se 
irán en  ataúdes, como  los seis cadáveres que Cristina S. está comenzando a  
conocer. 
Cristina S. dice que siempre  soñó con trabajar con cadáveres. Le atraía lo 
desconocido, las preguntas sin  respuesta: ¿qué ocurre cuando la vida se 
acaba? «El hecho de que veas una  persona con vida –dice–, para mí es como 
otra oportunidad más para vivir cada  instante, para comenzar de nuevo porque 
la vida en Juaritos es muy corta». Esta  vez nadie vio ni escuchó nada. Ésta 
es la versión oficial para ir o no ir en  busca de los sicarios. Allí hay 
unos cuarenta niños, convertidos en los testigos  de los crímenes, que me 
cuentan todos los detalles hasta que un grupo de  soldados se acerca. Uno de 
ellos trae una libreta grande. Quieren saber mi  nombre, el medio para el que 
trabajo, mi dirección, y al negarme a darles estos  datos, comienzan a 
grabarme, a tomarme fotografías. 
El primer muerto que  Cristina S. vio fue el de su padre. Tiempo después su 
madre consiguió una visa  láser estadounidense y empezó a cruzar el puente 
fronterizo todos los días para  cuidar niños en El  Paso y sacar adelante a 
sus tres hijos. Con su salario en  dólares, intentaba apartarlos de las 
ochocientas pandillas que hay en Juárez  –que agrupan a más de diecisiete mil 
jóvenes– consecuencia directa del crecimiento  desorbitado de la ciudad, desde 
los años setenta, por la llegada de las fábricas  maquiladoras desde los 
Estados Unidos, Europa y Japón, en busca de mano de obra  barata. Muchas de 
las familias que dependen de esos trabajos viven en casas  construidas con 
material desechable de las fábricas, que son cámaras  frigoríficas en el 
invierno e infierno en el verano. En esta ciudad que sirve de  paso a la cocaína 
colombiana rumbo a los Estados Unidos, y que es la sede  del Cártel de 
Juárez, el futuro que sueñan  muchos adolescentes es el de lujosas mansiones, 
aviones privados y los mejores  campos de polo del mundo en una ciudad  
desértica. 
Ella no. Cristina S., que es  la hija hermana mayor, estudió psicología. 
Antes de trabajar con los muertos lo  hizo en un centro de rehabilitación para 
drogadictos. Hasta que una masacre los  convirtió en cadáveres en el 2008. 
Nunca se supo quién los mató. Ni por  qué. 
Ahora ella comienza a  levantar evidencia física de los crímenes, el primer 
paso de la investigación  para determinar la razón de las muertes. De 
pronto, una adolescente grita  mirando hacia uno de los cadáveres: «!Papá, no, tú 
no eres! A qué tú no eres,  papá». Cuando la perito toma fotos de la escena 
donde se encuentra el padre de  la chica, ella sólo atina a gritar: 
«Perra». 
«Eso es lo peor –dirá  después la perito–, que no comprendan tu trabajo. 
No somos  insensibles». 
2. 
Ana nunca había tenido sexo  acompañada de tres armas hasta que lo conoció. 
Su novio es un joven que lleva  tatuado en el pie su propio nombre para 
que, si lo matan, «se sepa quién fue»:  su verdadera identidad. Ella, al 
descubrirlo, en lugar de apartarse, se enganchó  más. Pasó lo mismo el día en que 
él le confesó cuál era su oficio: un  narco. 
Ana tiene veintisiete años,  y siempre le preguntaba muchas cosas: cómo 
vendes la droga, cómo la pasas a los  Estados Unidos. A él, parecía gustarle la 
curiosidad de esa mujer lejana a su  mundo. Le contestaba todos los 
detalles y terminaba diciéndole: «Acuérdate bien,  vive más el que menos sabe». 
Ella es una chica de trabajo  fijo en un centro comercial, de trasero y 
pechos voluptuosos, que conoció a su  novio en el 2007, cuando él besó por 
primera y única vez a su mejor amiga en una  discoteca. A ella le llamó la 
atención ese chico tan guapo, que parecía tener diez años  más que los veintiocho 
que tiene, y le tomó una foto para reírse con su amiga.  Así comenzó la 
historia de la chica buena con uno de los miembros de la  logística del  Cártel 
de Juárez. El trabajo de él es clave dentro del cártel y por eso no ha 
huido, como otros narcos que se  llevan a sus familias al lado estadounidense de 
la  frontera. 
Había noches que ese hombre  llegaba tarde a sus citas. Entonces se 
disculpaba y le contaba a Ana que se  había entretenido un rato con los sicarios. 
Ellos hacían lo que él ordenaba:  matar. 
Un día Ana le preguntó si  había matado. Él le dijo que sí. Ella le 
preguntó que cuántas veces. Fueron  tres. Ana quería saber si estaba arrepentido y 
él le dijo: «Era su vida o la  mía. De que llore su abuelita a que llore la 
mía, pues que llore la abuelita de  ese cabrón que me quiere chingar a mí». 
Él vive, por seguridad, en  los hoteles más lujosos de Ciudad Juárez. 
Siempre en las suites. Se va cambiando  al mismo ritmo en el que se disfraza, 
varía de nombres y utiliza carros  diferentes, hasta diez en una semana. Hace 
poco tuvo de vecino en el mismo hotel  al presidente de México, Felipe 
Calderón, y fue emocionante, según Ana, con  tantos agentes federales, soldados y 
el equipo de seguridad del presidente en  sus narices. 
A él, Calderón no le gusta.  Dice que hay una guerra entre el Cártel de 
Juárez y el de  Sinaloa, del Chapo Guzmán (ese  narcotraficante que escapó en 
un carrito de lavandería de una prisión de alta  seguridad, en el 2001, y que 
se ha convertido en uno de los hombres más ricos  del mundo,  según la 
lista de la revista estadounidense Forbes). El novio narco de Ana cree  que el 
Ejército apoya al cártel enemigo, el de Sinaloa, para apoderarse de  Ciudad 
Juárez, la mayor plaza del paso de las  drogas que llegan desde Colombia a 
los consumidores de los  Estados Unidos. Y esto, para él, no es una guerra 
contra el narco, sino contra  su cártel, el de Juárez. Una guerra que rompe 
todas las leyes que hay entre los  narcos: no ejecutar a inocentes, a niños ni 
a mujeres. Incluso, dice que hay  escuadrones militares que están matando a 
los jóvenes de Juárez de las colonias  más pobres para acabar con la cantera 
que nutre a su  cártel. 
Ella intenta sacar la parte  buena de su novio, pero hay días en que piensa 
que es imposible cambiarlo porque  él no ha conocido otra vida. Su madre 
era prostituta y murió de una sobredosis  de heroína cuando él era un 
adolescente. Por eso, dice Ana, él cuida a las  chavas con las que coge. Les da 
dinero para sus hijos, les compra un carrito.  «Al final, ellas son prostitutas 
y él, un malandro», dice. Y ella es una  enamorada de las historias de un 
narco. 
3. 
Luz María Dávila llegó a la  maquiladora huyendo de su hogar. Había pasado 
tres semanas de luto por la muerte  de sus dos hijos, y ya no soportaba las 
ausencias en su casa. Pero en la fábrica  encontró lo que no esperaba: sus 
compañeros la observaban como a un ídolo, querían  acercarse a ella para 
felicitarla por haberse atrevido a decirle al presidente  de México, Felipe 
Calderón, lo que ellos sienten: que está  equivocado. 
Dos semanas después  del asesinato de sus hijos,  el 12 de  febrero del  
2010, Dávila saltó el cinturón de seguridad que protegía al presidente en su  
primera visita a Ciudad Juárez tras el comienzo de su llamada guerra contra 
el  narcotráfico, que ya llevaba dos años. Calderón había dicho que los 
quince  jóvenes masacrados en esa fiesta estudiantil de la colonia obrera Villas 
de  Salvárcar (entre los que estaban los hijos de Dávila) eran unos 
pandilleros y  que tenían vínculos con el crimen organizado. El día de su visita a 
Juárez,  Dávila se le acercó. 
En esta ciudad todos los que  son asesinados (más de cinco mil, entre 
estudiantes, profesores universitarios,  médicos, abogados, activistas, pequeños 
empresarios, mujeres y más) pasan a la  lista de gente relacionada con el 
narco, y no se investigan sus muertes. Me lo  dice un comandante ministerial 
que recibe un salario para esclarecer los  crímenes. 
Dávila mide poco más de un  metro y medio, y ese día, ante el presidente, 
vestía un suéter azul. Junto a él  estaban otras autoridades de México, del 
Estado de Chihuahua, sentados enfrente de un  seleccionado auditorio de unos 
cuatrocientos líderes de Ciudad Juárez. Allí  Dávila dijo sin interrupción: 
«Discúlpeme, señor  presidente, pero no le doy la mano porque usted no es 
mi amigo. Yo no le puedo  dar la bienvenida porque para mí usted no es 
bienvenido… nadie lo  es… 
El Ferriz (alcalde) y el  Baeza (gobernador) siempre dicen lo mismo, pero 
no  hacen nada señor  presidente, y yo no tengo justicia, tengo muertos a mis 
dos hijos, quiero que se  ponga en mi lugar… 
No es justo que mis   muchachitos estaban en una fiesta y los mataran; 
quiero que usted se disculpe  por lo que dijo, que eran pandilleros. ¡Es 
mentira! Uno estaba en la prepa y  otro en la UACJ (Universidad Autónoma de Ciudad 
Juárez); no estaban en la calle,  estudiaban y trabajaban. Porque aquí hace 
dos años que se están cometiendo  asesinatos, se están cometiendo muchas 
cosas y nadie hace algo. Y yo sólo quiero  que se haga justicia, y no sólo para 
mis dos niños, sino para  todos». 
«Por supuesto», alcanzó a  decir Calderón. Pero Dávila le contestó: «¡No me 
diga “por supuesto”, haga algo!  Si a usted le hubieran matado a un hijo, 
usted debajo de las piedras buscaba al  asesino, pero como yo no tengo los 
recursos, no los puedo  buscar…». Los días siguientes, los presentadores de 
televisión hablaban de  Dávila al comenzar sus noticieros. Las portadas de 
los diarios la mencionaban,  publicaban su fotografía y resaltaban alguna de 
sus  frases. 
¿Pero cómo felicitarla si  acababan de ser asesinados sus hijos? De vuelta 
en su trabajo, entre la grasa y  las piezas para construir bocinas para los 
altavoces de los automóviles por  setecientos pesos a la semana (unos 
cincuenta y cinco dólares), ella habría  deseado que todas las miradas admiradas 
de sus compañeros se convirtieran en  una: la de su hijo Marcos, de 
diecinueve años, que trabajaba delante de ella. Lo  hacía hasta las 3:30 de la tarde 
para después ir a la Universidad Autónoma de  Ciudad Juárez, donde estudiaba 
Relaciones Internacionales. Al salir, madre e  hijo se abrazaban con Luis 
Piña, el padre, el esposo, que entraba a trabajar  como guardia de  seguridad 
en la maquiladora. 
Luego, Luz María Dávila  regresaba a la casa. A cocinar. A limpiar. A 
esperar a José Luis, de dieciséis  años, que volvía de la preparatoria. Y, en ese 
ritual de la espera de la familia  al completo, compartían alguna broma 
mientras el pequeño de los  Piña 
Dávila realizaba las tareas  escolares. El futuro que ella soñaba darles 
ahora se ha transformado en una  esperanza de que la justicia la redima. Pero 
teme que puedan llegar las  represalias que surgen en Ciudad Juárez para los 
que denuncian la injusticia en  este surrealismo que mata. Ella intenta no 
caerse por su esposo, José Luis Piña,  un chihuahuense de Lagunitas, que la 
hace sonreír y la mima desde hace veinte  años. 
Ahora Luz María Dávila  comienza a partir dos pasteles en la cocina de su 
casa. La acompañan su hermana  mayor y los hijos y nietos de ésta. Es su 
cumpleaños cuarenta y tres. La reunión  es en una mesita donde se encontraba 
hasta hace unas semanas el ataúd de su hijo  Jose Luis, separado del de Marcos 
por la refrigeradora. Allí ahora  hay un pequeño altar con flores y dos 
fotos en  honor a sus hijos, y dos cruces de yeso. Cada tarde ella reza en cada 
una de las  casas de los ocho estudiantes asesinados de su misma  calle. 
«No quiero más muertos en  Ciudad Juárez –dice–. Desde que llegó el 
Ejército no se puede vivir. Exijo  justicia. No la justicia de convertir a 
inocentes en culpables cuando hay  presión a las autoridades como hemos visto, no 
chivos expiatorios».  Dávila viajó a la Ciudad de México junto con Guadalupe 
Meléndez, la madre de uno  de los presuntos sicarios que mataron a sus hijos 
–un chico de veinticuatro años  llamado Israel Arzate Meléndez–. Se 
conocieron en una marcha contra los  asesinatos donde se pedía el retiro del 
Ejército y la renuncia de los tres  niveles de gobierno. 
Luz María Dávila es la única  madre de la matanza de la colonia de Villas 
de Salvárcar que se ha negado a  aceptar la ayuda que, en esta ocasión, ha 
ofrecido el gobierno mexicano: el pago  de los recibos atrasados de gas, una 
visa de turista estadounidense para huir de  la ciudad y el pago de la 
mudanza. «Las muertes de mis hijos no están en venta»,  dice sin titubear. «Ni mi 
silencio». 
4. 
Este sábado Leslie G. tuvo  de nuevo un enfrentamiento con su jefe, en la 
barra del bar en el que  trabaja. Ella puede acceder a subirse un poquito más 
la falda. A que sus senos  surjan salvajes en su blusita. Incluso, a 
besarse con sus clientes: narcos,  abogados, médicos, sicarios, hombres casados, 
gordos o feos. Puede hacerlo por  unos dólares. Pero a lo que se niega es a 
servir a los soldados, como su jefe se lo exige.  «¿Cómo los voy a atender? –
dice–. Se sientan uniformados, con sus armas y otros  cuidándolos en la 
puerta. Mira cómo está la situación y no hacen ni madres  [nada]. Se les está 
pagando, vivimos con retenes militares, y uno chingando para  ganar un taco». 
Ella tiene su dignidad y sus principios –añade–. Aunque sean  comandantes. 
Leslie G. tiene veintiún  años y es la mesera y acompañante más codiciada 
en la barra más exclusiva de  Ciudad Juárez, desde que fue madre en el 2007 y 
su novio la abandonó en el  embarazo. Su mamá incluso la animó a abortar, 
pero ella se negó. Y no se  arrepintió: ahora siente que hay alguien que la 
quiere. 
Comenzó a buscar un trabajo  con el que pudiera seguir estudiando 
cosmetología y cuidar a su pequeño, pero la  única opción que encontró fue un anuncio 
para pasar drogas a los Estados Unidos  en diferentes automóviles a cambio 
de unos doscientos dólares por cada viaje. La  otra opción era trabajar en 
la barra. Prefirió el bar. 

Antes ganaba unos  trescientos dólares cada noche. Pero desde que comenzó 
la llamada guerra contra  el narco que inició el presidente Calderón, hay 
días en que no llega ni a los  cuarenta dólares. Varios de sus clientes han 
sido ejecutados, otros huyeron a  los Estados Unidos y a los nuevos, los 
soldados, no les da ni una de sus  refrescantes sonrisas, aunque tengan dinero y 
lleguen con fajos de billetes como  antes mostraban los narcos. 
Todas las tardes, Leslie G.  llega a la barra del bar en una zona de Juárez 
 donde en los años cuarenta estrellas estadounidenses como Liz Taylor, John 
 Wayne o Marilyn Monroe disfrutaban de la diversión y el alcohol prohibido 
en los  Estados Unidos. Los casinos de Juárez fueron el modelo para crear 
Las Vegas. De esas noches  majestuosas, ahora sólo queda el recuerdo con 
prostíbulos baratos, barras de  bares decadentes y la oscuridad de los letreros 
que anuncian la venta de los  negocios. 
Leslie G. deja sus  pantalones ajustados, se suelta el cabello, se maquilla 
para recibir a la noche.  Lo hace en un cuartito sin ventanas con armario 
del que surgen varias viejas fotos del líder revolucionario mexicano Pancho 
Villa, como en la mayoría de los  hogares de Ciudad Juárez, que lo tienen en 
lugar de la Virgen de Guadalupe. Y  cuando se mira en el espejo, no reconoce 
su imagen: «Qué bajo he caído –dice–,  como  Juaritos». 
5. 
El cielo estaba hermoso en  Nueva York, casi tan intenso como el azul de 
Ciudad Juárez. Un grupo de  jóvenes afroamericanos bailaba un poco de rap para 
los turistas, mientras que  otros caribeños arreciaban con las percusiones 
mirando hacia el reflejo de los  rascacielos en el lago. Una señora en sus 
sesenta años, con varias cirugías y  cabello rubio platino, paseaba a tres 
perritos por el puente. Una góndola  intentaba imitar a las de Venecia, 
incluso con barítono incluido (algo  desentonado) y una pareja de enamorados, y se 
perdía en el paisaje de  ensueño. 
–¿Estás segura, Judith, de  que quieres regresar a Ciudad Juárez? ¿Dejar 
todo ese mundo y esas fiestas a las  que vas? Puedes morir, el reto en Ciudad 
Juárez está ahora en sobrevivir un día  más –me advirtió el abogado Gustavo 
de la Rosa, visitador de la Comisión Estatal  de Derechos Humanos en Ciudad 
Juárez. 
–Sí. Soy periodista,  recuérdalo. A veces me pregunto cuántos muertos hacen 
falta para que un  consumidor estadounidense tenga una dosis de cocaína y 
la disfrute en paz, aquí  en la ciudad de los sueños. 
Esta conversación ocurrió un  mes antes de mi regreso a Ciudad Juárez. De 
la Rosa y yo hablamos como nunca antes en estos  doce años que nos conocemos. 
Conversamos por Skype y ambos en dos lugares bien  distintos de los Estados 
Unidos: él desde la frontera, en El  Paso, Tejas (había huido días antes 
tras recibir amenazas de muerte)  y yo desde Central Park, en Nueva York, 
donde vivía otra realidad de la vida: la  de las aventuras (y desventuras) de 
las estrellas del mundo de la  farándula. Era la escritora principal de la 
mayor revista de espectáculos en el  país. 
Quería saber cómo estaba él,  y darle la noticia de que regresaba a la 
frontera. Desde que supe de su huida a  los Estados Unidos no habíamos podido 
comunicarnos. De pronto, en la pantalla de  mi computadora portátil apareció 
un hombre distinto al que conozco desde hace  tanto tiempo. El de ahora era 
uno cansado, sin su huracán de vida en la mirada y con su cabello  blanco 
revolucionado. 
Regresé a Juárez en octubre  del 2009.  Algunas de mis fuentes, a las que 
fui conociendo en los doce años que he  cubierto la frontera, ya no estaban. 
Unas habían huido a los Estados Unidos o al  interior de México. Otras 
estaban en ataúdes. Comencé de nuevo. Otra etapa  después de tres años en Nueva 
York. Un segundo tiempo en esta ciudad donde el  horror del  feminicidio se 
reproduce con la fatalidad de los chivos expiatorios. Si antes  éste era para 
las jóvenes bellas (eso sí, todas pobres) ahora se ha  democratizado para 
toda la sociedad: quince años de impunidad y más de  quinientas mujeres 
muertas y decenas de desaparecidas, empujan a un segundo  plano la  violencia 
extrema que padece ahora toda la ciudad. 
Ahora son las 11:50 de la  noche: he acudido a reportar diez crímenes en 
menos de seis horas. En todo el  día murieron quince personas. En la mayoría 
de los casos, he llegado antes que  las fuerzas de seguridad, y a pesar de 
que para hacerlo he escuchado las claves  del escáner de  la policía, que está 
intervenido por los periodistas. También por los  narcotraficantes, que en 
ocasiones anuncian la autoría de sus hechos  interrumpiendo la señal con 
música de corridos mexicanos: unos son los  preferidos del  Cártel de Juárez y 
otros los de Sinaloa. 
Para acordarme del número exacto de muertitos, como se les llama en el  
argot periodístico de Juárez, he mirado mis notas. A veces, he estado en el  
lugar menos de quince minutos. Había que salir a otro evento. Las distancias 
en  Ciudad Juárez son grandes. Como su cielo de azul feroz y sus mágicos  
atardeceres. Como también los porqués. Desde que regresé,  han sido ejecutadas 
más de mil quinientas personas. En menos de siete meses.  Como un estadio  
lleno de gente que de pronto desaparece ante tus  ojos.
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