[Grupito] : tertulia el 11 de marzo de 2014
Ecomujeres at aol.com
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Mon Mar 3 22:58:46 PST 2014
- ENGLISH VERSION FOLLOWS SPANISH -
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ANUNCIOS
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Favor de contactarme si quieres ofrecer tu casa en marzo o abril. Todavía
no tenemos algo programada otra tertulia para este mes.
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Saludos:
La próxima tertulia literaria y gastronómica tendrá lugar el día 11 de
marzo (el martes), a las 7:00 de la noche en la casa de Sarah Picker:
Ella quiere limitar el numero a las primeras 10 personas. Favor de
enviarle un RSVP a: engslp24 en gmail.com
5331 Lawton Ave, Unit B
Oakland 94618
From the intersection of Telegraph and 51st, go east on 51st (or towards
Broadway), make a left turn on Shafter (there is a light there) Make a right
turn on Clifton and make a left turn on Lawton Ave. 5331 Lawton is halfway
down the street, on the left.
La lectura, “un dia de febrero” por José Luís Martín, está adjunta en
formato PDF. Ademas, hay abajo una copia de la lectura si tienes problemas con
el PDF.
Te rogamos que vengas preparado, habiendo leído la lectura de
antemano, y que traigas un plato y/o una bebida para compartir.
Debra Valov
ecomujeres en aol.com
- ENGLISH -
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ANNOUNCEMENTS
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Please contact me if you would like to offer your place for a tertulia
later in March or in April.
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Hello!
The next tertulia will take place on March 11th (Tuesday) at 7 pm at Sarah
Picker’s home.
Sarah would like to limit the number to the first 10 people so please send
an RSVP to: engslp24 en gmail.com
5331 Lawton Ave, Unit B
Oakland 94618
From the intersection of Telegraph and 51st, go east on 51st (or towards
Broadway), make a left turn on Shafter (there is a light there) Make a right
turn on Clifton and make a left turn on Lawton Ave. 5331 Lawton is halfway
down the street, on the left.
The reading, “Un día de febrero” by José Luís Martín, is attached as a
PDF file. There is also a copy of the story below in case you have problems
with the PDF.
Please come prepared, having already read the story, and bring a plate
and/or drink to share.
Debra Valov
ecomujeres en aol.com
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Para inscribirse en, o quitar, su dirección de la lista de correo del
Grupito, visita/To join the mailing list or remove your name from the list for
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LA LECTURA/THE READING
Un día de febrero
José Luís Martín
I
"Buenos días", saludó la locutora.
"Buenos días", contestó mi abuela.
"¿Cómo se encuentran esta mañana? ¿Llenos de energía?" continuó la
locutora en la pantalla, ajena al extraño atuendo que mi abuela presentaba, con su
bata acolchada, frente al pelotón de jóvenes gimnastas en mallas aeróbicas
que llenaban el plató.
"Yo, ya, hija, a mis años, pues bastante bien me encuentro gracias a
Dios".
"Hoy vamos a comenzar con una tanda de ejercicios ligeros, para ir
entrando en calor. Así que todos a sus puestos y ...uno ... y dos ... y tres ... y
cuatro..."
Mi abuela, desanimada por el ritmo frenético de piernas y brazos
moviéndose en el aire como tijeras antilípidos, concentró de nuevo su atención en el
plato del desayuno, con el vaso de leche caliente y la naranja partida por
la mitad, tratando de recordar cuál debía comer antes. Por fin, con aire
satisfecho y resuelto, resolvió comenzar por las medias naranjas y nos
aleccionó con aplomo: "¡Encima de la leche, nada eche!"
Yo, mientras tanto, iba dejando caer en mi tazón de leche trocitos de pan
tostado, para que se fueran ablandando, mientras repasaba una lección de
historia antigua que debía aprender de memoria, y que estaba amenizada con
fotos a todo color del Coloso de Rodas, del Canon Doríforo, del Discóbolo, y
hasta de Laocoonte y sus hijos.
"Alejandro Magno era hijo del rey Filipo de Macedonia".
"Anda, déjate de macedonias y acaba la leche, que vas a llegar tarde al
colegio" me decía mi hermano mayor, ajeno por completo a los problemas de la
memoria fotográfica, a la insidiosa necesidad de repetir palabra por
palabra los resúmenes de historia antigua de los omnipotentes libros de la
editorial Anaya, para satisfacer la curiosidad de un profesor avezado en el
interrogatorio matutino de niños, aunque suficientemente comprensivo como para
dejarnos usar chuletas con los títulos de cada capítulo al recitar la
lección de memoria, junto al encerado.
"Yo nunca llego tarde al colegio. Además, estoy harto de llegar pronto,
porque el portero no nos deja entrar y hace frío".
Mi hermano mayor fumaba incesantemente, y el aire llevaba su humo
intermitentemente hacia mi tazón de leche y hacia las naranjas de mi abuela.
"Tenéis que decirle al portero que os deje entrar, hombre. ¿Quiere que le
caliente la leche, abuela?"
"No, hijo, no, hoy no voy a tomar leche".
Mi otro hermano, recién llegado al salón desde la cocina, empuñando su
tazón de leche y sus rebanadas de pan tostado, carraspeaba sin cesar,
olisqueando el humo de los Ducados del mayor, y, sorprendentemente, sin hacer
mención explícita del asco que le daba todo aquel humo de tabaco barato y las
numerosas colillas esparcidas por los cinco ceniceros del salón y estampadas
en las otrora blancas sábanas que mi hermano mayor aún no había recogido de
su sofá-cama.
"¿Es que no hay café?"
"Pues no, no hay café, así que tómate la leche, que vais a llegar tarde al
colegio".
"Yo no voy al colegio, voy al instituto".
"Lo mismo da".
"No, no da lo mismo porque entramos media hora después".
"Venga, no me toques las narices y bébete el café de una vez, que tu madre
ha tenido que ir al médico antes de ir a la tienda y no ha tenido tiempo
de comprar café, ¡coño!".
Mi hermano de instituto carraspeaba y carraspeaba, entre sorbo y sorbo de
leche, en continua alusión al humo que el mayor echaba por su boca y
narices; un increíble desafío a la autoridad del hermano mayor que sólo se podía
permitir, al parecer, alguien que estudiara bachillerato.
"Alejandro Magno expandió el mundo helénico hacia los confines del Asia,
tras una serie de sorprendentes victorias militares con las que demostró su
extraordinaria capacidad estratégica".
Acabé mi tazón, repleto de migas de pan asquerosamente blandas y dulzonas,
y lo llevé a mi cocina antes de salir corriendo hacia el colegio, con un
bocadillo de mortadela en mi cartera. Hacía un frío que pelaba y, para
colmo, había olvidado mis chapas en casa, por lo que tendría que sufrir la
humillación de pedir prestado algún ciclista de segunda fila para poder
participar en la vuelta ciclista durante el recreo.
II
Un suspiro de alivio salió de mi pecho cuando Don Luis eligió a otro para
explicar las consecuencias del reparto del imperio alejandrino entre los
generales. Era un aspecto de la lección que no había llegado yo a dominar
completamente. Por algún motivo, sin embargo, estaba convencido de que me iba
a tocar explicarlo. A fin de cuentas, a nadie qué le importaba que el
imperio alejandrino se deshiciera, habida cuenta de que había durado menos que
un bocadillo de nocilla a la puerta de un colegio. ¿En que consistía el
problema? Seguro que los súbditos de Alejandro lo pasaron en grande el día que
todo se vino abajo, como esos iraníes enloquecidos que se dieron el gustazo
de escacharrar todos los automóviles de Teherán ante las cámaras de
televisión para celebrar la caída del Sha un par de años atrás. Un gran día para
los vendedores de automóviles.
"José Luis, ¿estás de acuerdo con lo que acaba de decir Andrés sobre el
capítulo 4 de la lección de hoy?..."
"Lo siento, no estaba atendiendo," respondí aturdido.
"¿Y en qué estabas pensando, en las musarañas?"
"Lo siento, anoche no pude dormir bien".
"Bueno, pues a ver si mañana duermes mejor, porque el miércoles me tienes
que explicar dos capítulos de la lección IV".
¡Puaj! Pensé que todo eso era por culpa de mis hermanos, que siempre me
distraían. Eché un vistazo a la lección IV, sobre el imperio romano, y decidí
que en el fondo era mejor saber cuándo le iban a preguntar a uno. Así,
además, podría estar seguro de que no me iba a tocar otra vez al menos en dos
semanas. Me distraje otra vez de la clase y sumergí mis pensamientos en la
desgarradora estatua del pobre Laocoonte, cuyos hijos, por algún motivo
incomprensible, tenían las piernas abiertas en una pose provocativa y erótica,
que ciertamente cautivaba mi atención más que la sudorosa calva de aquel
presentador de concursos metido a profesor.
"No te preocupes", me dijo Mariano al salir al recreo, "Don Luis sabe que
tú eres uno de los estudiantes más serios".
"Sí", sentenció Tejero, "no te preocupes".
"¿Alguien me puede prestar un ciclista, aunque no sea muy bueno? Se me han
olvidado los míos en casa" dije aprovechando la coyuntura, e intentando no
sonar demasiado quejumbroso.
"¡Bah! No importa, hace mucho frío para jugar a las chapas, yo creo que
deberíamos jugar a la cadena o a civiles y ladrones".
Y, en efecto, la opinión de Mariano, el más alto, se impuso, como de
costumbre, y acabamos jugando a civiles y ladrones, lo cual era una buena opción
teniendo en cuenta el frío, aunque por otra parte mi falta de velocidad
hacía el juego indeseable para mí. Finalmente, y habida cuenta de que en el
sorteo fui elegido como ladrón, me pasé la mayor parte del recreo en la
cárcel, lamentando mi infortunio y esperando a que algún ladrón rápido se
decidiera a intentar un rescate, en vez de calentarse las manos en el bidón de
basura y hojas que el portero estaba quemando junto a la puerta.
III
"Vamos a ver, no me ha dado tiempo a preparar otra cosa, así que hoy toca
otra vez macarrones y albóndigas" anunció mi madre, poniendo las dos viejas
cazuelas de aluminio sobre la mesa del salón. Acto seguido, guardó en su
enorme bolso negro los volantes del médico y el número de mi hermano para el
otorrino, y se fue a peinar y hacer una coleta mientras mi padre partía el
pan y mi abuela se colocaba su dentadura.
"Señor," dijo mi padre, "te damos gracias por los alimentos que vamos a
tomar. Amén". Entonces, nos abalanzamos sobre nuestros platos soperos
repletos de macarrones con tomate y carne picada, y dimos buena cuenta de tres
barras de pan, que apenas duraron para mojar en la deliciosa salsa con sabor a
ajo que bañaba las grandiosas albóndigas salpicadas de perejil. Todo
estaba riquísimo, aunque nadie lo comentó, ya que no era domingo, día en que
tocaba alabar lo sabroso y bien hecho del pollo asado, o enfrentarse a las
recriminaciones de nuestra madre en caso contrario. Entre semana se podía
comer sin dar opiniones, aunque jamás estaba permitido llevar nada de vuelta a
la cocina, y la comida restante se repartía equitativamente entre los
varones sentados a la mesa; supuesto el caso, claro está , que hubiera quedado
algo, lo cual no ocurrió ese día. Y después de la comida, vuelta al colegio
corriendo con la cartera repleta de libros de religión, de matemáticas, de
ciencias naturales, y el estómago repleto de carne picada por los cuatro
costados. Y, al llegar, el hipo. ¡Hip! ¡Hip! ¡Hip!
IV
Recuerdo con claridad los deberes que estaba haciendo esa tarde, de nuevo
ante mi tazón, ahora sabrosamente repleto de café con leche. Entre tostada
y tostada, resolvía problemas de caída libre, tomando como ejemplo un
dibujo de un viejo lunático renacentista que lanzaba desde la torre de Pisa una
serie de objetos de distinto peso y explicaba a los lectores la fórmula
para calcular el tiempo que tardarían en estrellarse contra el suelo. Tuve la
certeza de que el tal individuo habría aprovechado también la caída del Sha
para escacharrar unas cuantas furgonetas en público, haciendo bueno el
refrán en el que nuestros profesores insistían más a menudo en aquellos días:
"No hay bien ni mal que mil años dure... excepto, claro, la dinastía del
Sha del Irán, recientemente derrocada por el imán Jomeini y su revolución
socialista islámica". La verdad es que era divertido calcular lo que tardarían
en caer las cosas, mucho mejor que calcular la fuerza con que habría que
tirar de una polea para levantar una pesa de acero de cien kilos, por
ejemplo. El instinto de los niños coincide casi siempre, al parecer, con esa ley
de la termodinámica según la cual el universo tiende hacia su
autodestrucción. De repente, entre estas cavilaciones, vi que mis hermanos tenían la boca
abierta y los ojos fijos en la pantalla del televisor. Tan sólo mi abuela
parecía ahora desinteresada de la programación, con la mirada perdida en el
plato de la merienda.
"Señoras y señores, interrumpimos la programación para darles una noticia
importante. Hace escasos minutos, efectivos de la Guardia Civil entraron en
el congreso de los diputados e interrumpieron la sesión parlamentaria..."
V
Era difícil conciliar el sueño esa noche, muy a pesar de la insistencia
con que mi madre dejó perfecta y absolutamente claro que "un golpe de estado
no es motivo para que los niños no se vayan a dormir a la cama a su hora".
En mi cabeza se barajaban incansablemente las rotundas frases con las que
mi familia había comentado la entrada del teniente coronel Tejero en el
congreso. "No os preocupéis, hombre, que una compañía de soldados son sólo
doscientos y no sé cuantos y bla bla bla, bla bla bla" nos había tranquilizado
mi hermano mayor, haciendo alarde de su reciente paso por el ejército.
"Nada, nada, si todo lo que sale por la televisión son películas, todo es
mentira, no hay que creerse nada", había dicho mi abuela con una sonrisa
inocente, desde detrás de sus gafas que triplicaban el tamaño de sus ojos. "Bueno,
sea lo que sea," había dictaminado mi madre, "ya se verá mañana por la
mañana, que es hora de dormir ... y ¡pasa!". Creo recordar que en algún
momento mi padre entró en nuestra habitación para decirnos que aun no se sabía
nada y que nos durmiéramos. No es que hiciéramos ruido, pero de sobra sabían
que estábamos despiertos. Sin embargo, mis extrasensoriales intentos de
escuchar la radio que mi padre y mi hermano mayor tenían encendida en el
salón, con un volumen tan bajo que no me hacía llegar más que un leve cuchicheo
ininteligible, no impidieron que en algún momento me quedase frito.
VI
Sólo a la mañana siguiente me enteré de aquella frase tan buena para
dormir que el rey le había susurrado al presidente de Cataluña por la noche:
"Tranquilo, Jordi, tranquilo". ¡Qué buena hubiera sido aquella frase para
haberme dormido más tranquilito y en paz! Era asquerosamente injusto que los
niños tuvieran que irse a la cama sin saber si vivían en un país democrático.
Incluso mi hermano de instituto había tenido que esperar hasta el día
siguiente para averiguar que el rey salió por televisión y que los tanques que
andaban sueltos por Valencia volvieron al cuartel después de haber
estropeado unos cuantos bordillos. ¡Puaj! Era difícil distinguir lo que pasaba en
el congreso de lo que pasaba en mi casa y en la escuela. El profesor de
lengua, sin embargo, nos dejó escuchar un rato la radio, y así pudimos seguir
en directo el momento en que numerosos guardias civiles se tiraron por una
ventana del congreso, aunque nos costó comprender que no se estaban
suicidando -si me hubieran dejado verlo por la tele hubiera sabido inmediatamente
que la ventana estaba en un entresuelo. Igualmente confuso era que en mi
clase hubiese un niño que también se apellidaba Tejero, aunque él juraba
(¿quizá perjuraba?) que no tenía nada que ver con el otro. Pensaran lo que
pensaran los mayores, sin embargo, yo no tenía ninguna confusión con respecto a
mis ideales democráticos. Sabía lo que había en juego. En caso de haber
ganado Tejero, yo hubiera pasado el resto de mi vida sin poder ver aquellos
programas de dos rombos que tanto habían proliferado en la televisión desde
que Franco murió. En tal caso, hubieran sido inútiles todas aquellas noches
de lucha intensa contra la autoridad materna, todas aquellas galletas que
partía en trocitos infinitesimalmente pequeños y luego mojaba ligerísimemente
en mi nescafé, para gastar la menor cantidad posible de líquido, y que mi
taza durara, durara, durara, fría o caliente, los treinta, cuarenta,
cincuenta minutos necesarios para acabar de ver, antes de irme a la cama, el
episodio de la serie "La Fundación", una serie con dos rombos como dos
castillos en la cual, no sólo el difunto marido de la protagonista había tenido
relaciones con una prostituta que quería quedarse con parte de la herencia
familiar, sino que la mismísima Davinia Prince, aparte de sus tejes y manejes
en el consejo de administración de la fundación, tenía el atrevimiento de
permitir a su hijo de catorce años empapelar su cuarto con fotos de mujeres
desnudas. ¡Esa era la edad de mi hermano, quien nunca se atrevió a
sustituir su póster del Barcelona F. C. por los de las chicas del Interviú! Por ver
aquello había que hacerlo todo, todo por no irse a la cama tan de prisa,
aunque con el suficiente disimulo como para no acabar castigado en la
cocina, bebiendo a la carrera mi tazón porque ya no había por qué demorarse y me
iba a perder el programa de todos modos.
¡No, no iba a ceder ni un sólo paso! Una vez paladeada la libertad no se
podía retroceder, ni aun teniendo en cuenta que todas aquellas galletas,
veinte, treinta, cuarenta por noche, sabiamente bañadas todas ellas en
nescafé, eran probablemente una de las mayores causas de mi incipiente obesidad.
Algún día, sin lugar a dudas, sería adulto y podría ver todos los episodios
perdidos de "La Fundación", de "Poldark", de "Claudio y yo" (incluso el de
Calígula). Algún día, sí, algún día, vería lo que me diera la real gana.
Algún día, lejos, muy lejos, de aquel nefasto 23 de febrero.
José Luis Martín, España, US © 1996
joselmartin en hotmail.com
palabras del vocabulario están disponibles en este enlace:
http://home.cc.umanitoba.ca/~fernand4/index.html
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