[Grupito] : tertulia el martes, 12 de octubre de 2010

Ecomujeres at aol.com Ecomujeres at aol.com
Sun Oct 3 18:36:36 PDT 2010


 
-  ENGLISH VERSION FOLLOWS SPANISH - 
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EVENTOS VENIDEROS***************   
Tenemos programada otra tertulia para el miércoles, 27 de  octubre en la 
casa de Roberta Weisbard.  Les envío más tarde la lectura y su información.  
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Saludos: 
La  próxima tertulia literaria y gastronómica tendrá lugar el día 12 de 
octubre (el  martes), a las 7:00 de la noche en la casa de Ana Polt: 
33 Bowling Dr., Oakland 94618 
(510)  547-0996 
El  RSVP a Ana es obligatorio: _b-p en consultant.com_ 
(mailto:b-p en consultant.com)  
Para llegar a Bowling  Dr.: 
College Ave. north, past BART, left on Manila. Cross Broadway and  bear 
right onto Monroe. 
Monroe ends at Broadway Terr. [Broadway  Terrace] 
Left  on Broadway Terr. 
Very  shortly thereafter, left uphill on Country Club Dr. 
Third  right is Bowling.  
#33  is on the right. California Spanish style; large Atlas cedar in  
front. 
Broadway north past Rockridge shopping center to Broadway  Terr., past 
College of the Arts. 
Right  on Broadway Terr. (Union 76  station). 
Left  uphill on Country Club  Dr. 
Third  right is Bowling.  
#33  is on the right. California Spanish style; large Atlas cedar in  
front. 
Shattuck ,or Telegraph, or Claremont to 51st St. 
Left  on Broadway. Continue as above. 
Warren freeway to Broadway Terrace exit.   
Left  on Broadway Terr., uphill and down, past Village Market on left. 
Right  on Glenbrook. 
Second left is Bowling. 
#33  is on the right. California Spanish style; large Atlas cedar in  
front. 
La  lectura, "Dos cuentos de Amor" por Emilia Pardo Bazán es atada como un 
documento  PDF. 
Ademas, hay abajo una copia de la lectura si tienes problemas  con el PDF. 
Te  rogamos que vengas preparado, habiendo leído la lectura de 
antemano, y que traigas un plato y/o una bebida para  compartir. 
Debra  Valov 
ecomujeres en aol.com 
-  ENGLISH - 
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ANNOUNCEMENTS 
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We  have another tertulia planned for October 27th (Wednesday)at Roberta  
Weisbard’s house.  I will send the  story and her information soon.  
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Hello! 
The  next tertulia will take place on October 12 (Tuesday) at 7 pm at Ana 
Polt’s  house. 
33 Bowling Dr., Oakland 94618 
(510)  547-0996 
A  RSVP is required: _b-p en consultant.com_ (mailto:b-p en consultant.com)  
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Directions: 
College Ave. north, past BART, left on Manila. Cross Broadway and  
bear  right onto Monroe. 
Monroe ends at Broadway Terr. [Broadway  Terrace] 
Left  on Broadway Terr. 
Very  shortly thereafter, left uphill on Country Club Dr. 
Third  right is Bowling.  
#33  is on the right. California Spanish style; large Atlas cedar in  
front. 
Broadway north past Rockridge shopping center to Broadway  Terr.,  
past  College of the Arts. 
Right  on Broadway Terr. (Union 76  station). 
Left  uphill on Country Club  Dr. 
Third  right is Bowling.  
#33  is on the right. California Spanish style; large Atlas cedar in  
front. 
Shattuck ,or Telegraph, or Claremont to 51st St. 
Left  on Broadway. Continue as above. 
Warren freeway to Broadway Terrace exit.   
Left  on Broadway Terr., uphill and down, past Village Market on left. 
Right  on Glenbrook. 
Second left is Bowling. 
#33  is on the right. California Spanish style; large Atlas cedar in  
front. 
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La  lectura, "Dos Cuentos de Amor" by Emilia Pardo Bazán, is attached as a 
PDF.  There is also a copy of the story below in case you have problems with 
the PDF.  
Please come prepared, having already read the story, and  bring a plate  
and/or drink to share. 
Debra  Valov 
ecomujeres en aol.com 
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Grupito mailing list 
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La Lectura/The Reading 
Dos cuentos de amor por  Emilia Pardo Bazán

española  1851-1921 
El  viajero
Fría, glacial era la noche. El  viento silbaba medroso y airado, la lluvia 
caía tenaz, ya en ráfagas, ya en  fuertes chaparrones; y las dos o tres 
veces que Marta se había atrevido a  acercarse a su ventana por ver si aplacaba 
la tempestad, la deslumbró la cárdena  luz de un relámpago y la horrorizó el 
rimbombar del trueno, tan encima de su  cabeza, que parecía echar abajo la 
casa. 
Al punto en que con más furia se  desencadenaban los elementos, oyó Marta 
distintamente que llamaban a su puerta,  y percibió un acento plañidero y 
apremiante que la instaba a abrir. Sin duda que  la prudencia aconsejaba a 
Marta desoírlo, pues en noche tan espantosa, cuando  ningún vecino honrado se 
atreve a echarse a la calle, sólo los malhechores y los  perdidos libertinos 
son capaces de arrostrar viento y lluvia en busca de  aventuras y presa. 
Marta debió de haber reflexionado que el que posee un hogar,  fuego en él, y a 
su lado una madre, una hermana, una esposa que le consuele, no  sale en el 
mes de enero y con una tormenta desatada, ni llama a puertas ajenas,  ni turba 
la tranquilidad de las doncellas honestas y recogidas. Mas la  reflexión, 
persona dignísima y muy señora mía, tiene el maldito vicio de llegar  
retrasada, por lo cual sólo sirve para amargar gustos y adobar remordimientos.  La 
reflexión de Marta se había quedado zaguera, según costumbre, y el impulso 
de  la piedad, el primero que salta en el corazón de la mujer, hizo que la 
doncella,  al través del postigo, preguntase compadecida: 
-¿Quién  llama? 
Voz de tenor dulce y vibrante  respondió en tono persuasivo: 
-Un  viajero. 
Y la bienaventurada de Marta,  sin meterse en más averiguaciones, quitó la 
tranca, descorrió el cerrojo y dio  vuelta a la llave, movida por el encanto 
de aquella voz tan vibrante y tan  dulce. 
Entró el viajero, saludando  cortésmente; y sacudiendo con gentil 
desembarazo el chambergo, cuyas plumas  goteaban, y desembozándose la capa, empapada 
por la lluvia, agradeció la  hospitalidad y tomó asiento cerca de la lumbre, 
bien encendida por Marta. Esta  apenas se atrevía a mirarle, porque en 
aquel punto la consabida tardía reflexión  empezaba a hacer de las suyas, y 
Marta comprendía que dar asilo al primero que  llama es ligereza notoria. Con 
todo, aun sin decidirse a levantar los ojos, vio  de soslayo que su huésped 
era mozo y de buen talle, descolorido, rubio, cara  linda y triste, aire de 
señor, acostumbrado al mando y a ocupar alto puesto.  Sintióse Marta encogida 
y llena de confusión, aunque el viajero se mostraba  reconocido y le decía 
cosas halagüeñas, que por el hechizo de la voz lo parecían  más; y a fin de 
disimular su turbación, se dio prisa a servir la cena y ofrecer  al viajero 
el mejor cuarto de la casa, donde se recogiese a  dormir. 
Asustada de su propia indiscreta  conducta, Marta no pudo conciliar el 
sueño en toda la noche, esperando con  impaciencia que rayase el alba para que 
se ausentase el huésped. Y sucedió que  éste, cuando bajó, ya descansado y 
sonriente, a tomar el desayuno, nada habló de  marcharse, ni tampoco a la hora 
de comer, ni menos por la tarde; y Marta,  entretenida y embelesada con su 
labia y sus paliques, no tuvo valor para decirle  que ella no era mesonera 
de oficio. 
Corrieron semanas, pasaron  meses, y en casa de Marta no había más dueño ni 
más amo que aquel viajero a  quien en una noche tempestuosa tuvo la 
imprevisión de acoger. Él mandaba, y  Marta obedecía, sumisa, muda, veloz como el  
pensamiento. 
No creáis por eso que Marta era  propiamente feliz. Al contrario, vivía en 
continua zozobra y pena. He calificado  de amo al viajero, y tirano debí 
llamarle, pues sus caprichos despóticos y su  inconstante humor traían a Marta 
medio loca. Al principio, el viajero parecía  obediente, afectuoso, 
zalamero, humilde; pero fue creciéndose y tomando fueros,  hasta no haber quien le 
soportase. Lo peor de todo era que nunca podía Marta  adivinarle el deseo ni 
precaverle la desazón: sin motivo ni causa, cuando menos  debía temerse o 
esperarse, estaba frenético o contentísimo, pasando, en menos  que se dice, 
del enojo al halago y de la risa a la rabia. Padecía arrebatos de  furor y 
berrinches injustos e insensatos, que a los dos minutos se convertían en  
transportes de cariño y en placideces angelicales; ya se emperraba como un chico, 
ya se  desesperaba como  un hombre; ya hartaba a Marta de improperios, ya 
le prodigaba los nombres más  dulces y las ternezas más rendidas. 
Sus extravagancias eran a veces  tan insufribles, que Marta, con los 
nervios de punta, el alma de través y el  corazón a dos dedos de la boca, maldecía 
el fatal momento en que dio acogida a  su terrible huésped. Lo malo es que 
cuando justamente Marta, apurada la  paciencia, iba a saltar y a sacudir el 
yugo, no parece sino que él lo adivinaba,  y pedía perdón con una sinceridad 
y una gracia de chiquillo, por lo cual Marta  no sólo olvidaba 
instantáneamente sus agravios, sino que, por el exquisito goce  de perdonar, sufriría 
tres veces las pasadas  desazones. 
¡Que en olvido las tenía  puestas.... cuando el huésped, a medias palabras 
y con precauciones y rodeos,  anunció que «ya» había llegado la ocasión de 
su partida! Marta se quedó de  mármol, y las lágrimas lentas que le arrancó 
la desesperación cayeron sobre las  manos del  viajero, que sonreía 
tristemente y murmuraba en voz baja frasecitas  consoladoras, promesas de escribir, 
de volver, de recordar. Y como Marta, en su  amargura, balbucía reproches, el 
huésped, con aquella voz de tenor dulce y  vibrante, alegó por vía de 
disculpa: 
-Bien te dije, niña que soy un  viajero. Me detengo, pero no me estaciono; 
me poso, no me  fijo. 
Y habéis de saber que sólo al  oír esta declaración franca, sólo al sentir 
que  se desgarraban las fibras más íntimas de su ser, conoció la inocentona 
de Marta  que aquel fatal viajero era el Amor, y que había abierto la 
puerta, sin  pensarlo, al dictador cruelísimo del orbe. 
Sin hacer caso del llanto de  Marta (¡para atender a lagrimitas está él!), 
sin cuidarse del rastro de pena  inextinguible que dejaba en pos de sí, el 
Amor se fue, embozado en su capa,  ladeado el chambergo -cuyas plumas, secas 
ya, se rizaban y flotaban al viento  bizarramente- en busca de nuevos 
horizontes, a llamar a otras puertas mejor  trancadas y defendidas. Y Marta quedó 
tranquila, dueña de su hogar, libre de  sustos, de temores, de alarmas, y 
entregada a la compañía de la grave y  excelente reflexión, que tan bien 
aconseja, aunque un poquillo tarde. No sabemos  lo que habrán platicado; sólo 
tenemos noticias ciertas de que las noches de  tempestad furiosa, cuando el 
viento silba y la lluvia se estrella contra los  vidrios, Marta, apoyando la 
mano sobre su corazón, que le duele a fuerza de  latir apresurado, no cesa de 
prestar oído, por si llama a la puerta el  huésped. 
El corazón  perdido
Yendo una tardecita de paseo por  las calles de la ciudad, vi en el suelo 
un objeto rojo; me bajé: era un  sangriento y vivo corazón que recogí 
cuidadosamente. «Debe de habérsele perdido  a alguna mujer», pensé al observar la 
blancura y delicadeza de la tierna  víscera, que, al contacto de mis dedos, 
palpitaba como si estuviese dentro del pecho de su dueño. Lo envolví con 
esmero  dentro de un blanco paño, lo abrigué, lo escondí bajo mi ropa, y me 
dediqué a  averiguar quién era la mujer que había perdido el corazón en la 
calle. Para  indagar mejor, adquirí unos maravillosos anteojos que permitían ver, 
al través  del corpiño, de la ropa interior, de la carne y de las costillas 
-como por esos  relicarios que son el busto de una santa y tienen en el 
pecho una ventanita de  cristal-, el lugar que ocupa el corazón. 
Apenas me hube calado mis  anteojos mágicos, miré ansiosamente a la primera 
mujer que pasaba, y ¡oh  asombro!, la mujer no tenía corazón. Ella debía de 
ser, sin duda, la propietaria  de mi hallazgo. Lo raro fue que, al decirle 
yo cómo había encontrado su corazón  y lo conservaba a sus órdenes de si 
gustaba recogerlo, la mujer, indignada, juró  y perjuró que no había perdido 
cosa alguna; que su corazón estaba donde solía y  que lo sentía perfectamente 
pulsar, recibir y expeler la sangre. En vista de la  terquedad de la mujer, 
la dejé y me volví hacia otra, joven, linda, seductora,  alegre. ¡Dios 
santo! En su blanco pecho vi la misma oquedad, el mismo agujero  rosado, sin nada 
allá dentro, nada, nada. ¡Tampoco ésta tenía corazón! Y cuando  le ofrecí 
respetuosamente el que yo llevaba guardadito, menos aún lo quiso  admitir, 
alegando que era ofenderla de un modo grave suponer que, o le faltaba  el 
corazón, o era tan descuidada que había podido perderlo así en la vía pública  
sin que lo advirtiese. 
Y pasaron centenares de mujeres,  viejas y mozas, lindas y feas, morenas y 
pelirrubias, melancólicas y vivarachas;  y a todas les eché los anteojos, y 
en todas noté que del corazón sólo tenían el  sitio, pero que el órgano, o 
no había existido nunca, o se había perdido tiempo  atrás. Y todas, todas sin 
excepción alguna, al querer yo devolverles el corazón  de que carecían, 
negábanse a aceptarlo, ya porque creían tenerlo, ya porque sin  él se 
encontraban divinamente, ya porque se juzgaban injuriadas por la oferta,  ya porque 
no se atrevían a arrostrar el peligro de poseer un corazón. Iba  desesperando 
de restituir a un pecho de mujer el pobre corazón abandonado,  cuando, por 
casualidad, con ayuda de mis prodigiosos lentes, acerté a ver que  pasaba 
por la calle una niña pálida, y en su pecho, ¡por fin!, distinguí un  corazón, 
un verdadero corazón de carne, que saltaba, latía y sentía. No sé por  qué 
-pues reconozco que era un absurdo brindar corazón a quien lo tenía tan vivo 
 y tan despierto- se me ocurrió hacer la prueba de presentarle el que 
habían  desechado todas, y he aquí que la niña, en vez de rechazarme como las 
demás,  abrió el seno y recibió el corazón que yo, en mi fatiga, iba a dejar 
otra vez  caído sobre los guijarros. 
Enriquecida con dos corazones,  la niña pálida se puso mucho más pálida 
aún: las emociones, por insignificantes  que fuesen, la estremecían hasta la 
médula; los afectos vibraban en ella con  cruel intensidad; la amistad, la 
compasión, la tristeza, la alegría, el amor,  los celos, todo era en ella 
profundo y terrible; y la muy necia, en vez de  resolverse a suprimir uno de sus 
dos corazones, o los dos a un tiempo, diríase  que se complacía en vivir 
doble vida espiritual, queriendo, gozando y sufriendo  por duplicado, sumando 
impresiones de esas que bastan para extinguir la vida. La  criatura era como 
vela encendida por los dos cabos, que se consume en breves  instantes. Y, en 
efecto, se consumió. Tendida en su lecho de muerte, lívida y  tan demacrada 
y delgada que parecía un pajarillo, vinieron los médicos y  aseguraron que 
lo que la arrebataba de este mundo era la rotura de un aneurisma.  Ninguno 
(¡son tan torpes!) supo adivinar la verdad: ninguno comprendió que la  niña 
se había muerto por cometer la imprudencia de dar asilo en su pecho a un  
corazón perdido en la calle. 

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