[Grupito] : Tertulia el 6 de septiembre (martes)

Ecomujeres at aol.com Ecomujeres at aol.com
Sun Aug 28 11:57:24 PDT 2011


 
ENGLISH VERSION FOLLOWS SPANISH 
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ANUNCIOS – 
No tenemos programada  otra tertulia para septiembre. Si quieres ofrecer  
tu casa, favor de  avisarme. 
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Saludos: 
La próxima tertulia  literaria y gastronómica tendrá lugar el día 6  
de septiembre (el martes)  a las 7:00 en la casa de Barbara Marsh, que está 
ubicada en las colinas de  Berkeley. 
Debido a su  casita pequeña, solo hay espacio para once (11) huéspedes.  
Por eso, el  RSVP a Bárbara es obligatorio por correo: 
_bjoymarsh en yahoo.com.au_ (mailto:bjoymarsh en yahoo.com.au)   o por teléfono 510 644-2836 (no tiene  
contestador). 


Ella enviará las direcciones a su casa a cada uno de los  primeros 11 que 
responden.

La lectura,  “El Abuelo” por Mario Vargas Llosa 
está adjunta en formato  PDF. 
Ademas, hay abajo una  copia de la lectura por si acaso tengas problemas 
con   
el  documento. 
Te rogamos que vengas  preparado, habiendo leído la lectura de 
antemano, y que traigas  un plato y/o una bebida para compartir. 
Debra  Valov 
ecomujeres en aol.com 
ENGLISH******************************************************* 
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ANNOUNCEMENTS – 
We  don´t yet have another tertulia scheduled for September. If you are 
interested  in offering your house please let me know. 
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Hello! 
The  next tertulia will take place on September 6th (Tuesday) at 7 pm at  
Barbara Marsh’s place in the Berkeley Hills. 
Because her casita is small, there is only room for 11 guests  and so an 
RSVP is required by email _bjoymarsh en yahoo.com.au_ 
(mailto:bjoymarsh en yahoo.com.au)   or telephone  510 644-2836 (no message machine).  She will send 
directions to her house to the first 11 people to  RSVP. 
The  reading, “El abuleo” by Mario Vargas Llosa is attached as  
a PDF  file and a copy is also pasted below this message. 
Please come prepared, having already read the story, and  bring a plate 
and/or 
drink  to share. 
Debra  Valov 
ecomujeres en aol.com 
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Grupito mailing list 
Para inscribirse en la  lista de correo del Grupito, visita/ 
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LECTURA /  READING 
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El  Abuelo 
Mario  Vargas Llosa
9/12/1956. _El  escritor_ 
(http://elcomercio.pe/caso/mario-vargas-llosa-premio-nobel-2010)  tenía 20 años cuando  publicó en nuestro suplemento (El 
Comercio, de Peru) su segundo cuento de su  carrera. Se trata de “El Abuelo” 
que reproducimos a  continuación 
http://elcomercio.pe/noticia/651947/lea-primer-cuento-que-escribio-mario-var
gas-llosa-dominical 
Cada vez que el viento desprendía una ramita o golpeaba los vidrios de la  
cocina que estaba al fondo de la huerta, haciendo ruido, el viejecito 
saltaba  con agilidad de su asiento improvisado que era una enorme piedra y 
espiaba  ansiosamente entre el follaje. Pero el niño aún no aparecía. A través de 
las  ventanas del comedor, abiertas a la pérgola, veía en cambio las luces 
de la  araña, encendida hacía rato, y bajo ellas sombras medio deformes que 
se  deslizaban de un lado a otro con las cortinas, lentamente. El viejecito 
había  sido corto de vista desde joven, y también algo sordo, de modo que 
eran inútiles  sus esfuerzos por comprobar si la cena había comenzado, o si 
aquellas sombras  movedizas las causaban los árboles más altos. 
Regresó a su asiento y esperó. La noche anterior había llovido y la  tierra 
y las flores despedían un agradable olor a humedad. Pero los insectos  
abundaban, y los esfuerzos desesperados de don Eulogio, que agitaba sus manos  
constantemente en torno del rostro, no conseguían evitarlos: a su barbilla  
trémula, a su frente, y hasta las cavidades de sus párpados, llegaban cada  
momento lancetas invisibles a punzarle la carne. El entusiasmo y la 
excitación  que mantuvieron su cuerpo dispuesto y febril durante el día habían 
decaído y se  sentía ahora cansancio y algo de tristeza. Tenía frío, le molestaba 
la oscuridad  del vasto jardín y lo atormentaba la imagen, persistente 
momento atrás, de  alguien, quizá la cocinera o el mayordomo, sorprendiéndolo de 
pronto en su  escondrijo. “¿Qué hace usted en la huerta a estas horas, don 
Eulogio?”. Y  vendrían su hijo y su hija política, convencidos de que estaba 
loco. Sacudido  por un temblor nervioso, volvió la cabeza y adivinó entre 
los bloques de  crisantemos, de nardos y de rosales, el diminuto sendero que 
llegaba a la puerta  trasera esquivando el palomar. Se tranquilizó apenas, 
recordando haber  comprobado tres veces que la puerta estaba junta, con el 
pestillo corrido, y que  en unos segundos podía deslizarse hacia la calle sin 
ser  visto. 
“¿Si hubiera venido ya?”, pensó, intranquilo. Porque hubo un instante, a  
los pocos minutos de haber ingresado cautelosamente a su casa por la entrada 
 casi olvidada de la huerta, en que perdió la noción del tiempo y 
permaneció como  dormido. Solo reaccionó cuando el objeto que ahora acariciaba sin 
saberlo, se  desprendió de sus manos golpeándole el muslo. Pero era imposible. 
El niño no  podía haber cruzado la huerta aún, porque sus pasos lo habrían 
despertado, o el  pequeño, habría distinguido a su abuelo, encogido y 
durmiendo, justamente al  borde del sendero que debía conducirlo a la cocina. 
Esta reflexión lo animó. El viento soplaba con menos violencia, su cuerpo  
se adaptaba al ambiente, había dejado de temblar. Tentando entre los 
bolsillos  de su saco, encontró pronto el cuerpo duro y cilíndrico del objeto que 
había  comprado esa tarde en el almacén de la esquina. El viejecito sonrió 
regocijado  en la penumbra, recordando el gesto de sorpresa de la vendedora. 
El había  permanecido muy serio, taconeando con elegancia, agitando levemente 
y en círculo  su largo bastón enchapado en metal, mientras la mujer pasaba 
frente a sus ojos  cirios y velas de sebo de diversos tamaños. “Esta”, dijo 
él, con un ademán  rápido que quería significar molestia por el quehacer 
desagradable que cumplía.  La vendedora insistió en envolverla, pero don 
Eulogio se negó, abandonando la  tienda con premura. El resto de la tarde estuvo 
en el Club, encerrado en el  pequeño salón del rocambor donde nunca había 
nadie. Sin embargo, extremando las  precauciones para evitar la solicitud de 
los mozos, echó llave a la puerta.  Luego, cómodamente hundido en el 
confortable de suave color escarlata, abrió el  maletín que traía consigo, y extrajo 
el precioso paquete. La tenía envuelta en  su hermosa bufanda de seda 
blanca, precisamente la que llevaba puesta la tarde  del hallazgo. 
A la hora más cenicienta del crepúsculo había tomado un taxi, indicando  al 
chofer que circulara despacio por las afueras de la ciudad, corría una  
deliciosa brisa tibia, y la visión entre grisácea y roja del cielo sería más  
sorprendente y bella en medio del campo. Mientras el automóvil corría con  
suavidad por el asfalto, sus ojitos vivaces, única señal ágil en su rostro  
fláccido, lleno de bolsas, iban deslizándose distraídamente sobre el borde del 
 canal vecino a la carretera, cuando de pronto, casi por intuición, le 
pareció  distinguir un extraño objeto. 
“¡Deténgase!” -dijo, pero el chofer no le oyó-. “¡Deténgase!  ¡Pare!”. 
Cuando el auto se detuvo y en retroceso llegó al montículo de piedras,  don 
Eulogio comprobó que se trataba, efectivamente, de una calavera. Teniéndola 
 entre las manos olvidó la brisa y el paisaje, y estudió minuciosamente, 
con  creciente ansiedad, esa dura forma impenetrable despojada de carne y de 
piel,  sin nariz, sin ojos, sin lengua. Era un poco pequeña y se sintió 
inclinado a  creer que era de un niño. Estaba sucia, polvorienta, y el cráneo 
pelado tenía  una abertura del tamaño de una moneda, con los bordes astillados. 
El orificio de  la nariz era un perfecto triángulo, separado de la boca por 
un puente delgado y  menos amarillo que el mentón. Se entretuvo pasando un 
dedo por las cuencas  vacías, cubriendo el cráneo con la mano en forma de 
bonete o hundiendo su puño  por la cavidad baja, hasta tenerlo apoyado en el 
interior. Entonces, sacando un  nudillo por el triángulo, y otro por la boca 
a manera de una larga lengueta,  imprimía a su mano movimientos sucesivos, y 
se divertía enormemente imaginando  que aquello estaba vivo… 
Dos días la tuvo oculta en el cajón de la cómoda abultando el maletín de  
cuero, envuelta cuidadosamente, sin revelar a nadie su hallazgo. La tarde  
siguiente a la del encuentro permaneció en su habitación, paseando 
nerviosamente  entre los muebles lujosos de sus antepasados. Casi no levantaba la 
cabeza: se  diría que examinaba con devoción profunda los complicados dibujos 
sangrientos y  mágicos del círculo central de la alfombra, pero ni siquiera los 
veía. Al  comienzo estuvo muy preocupado. Pensó que podían ocurrir 
imprevistas  complicaciones de familia, tal vez se reirían de él. Esta idea lo 
indignó y tuvo  angustia y deseo de llorar. A partir de ese instante, el proyecto 
se apartó solo  un momento de su mente: fue cuando de pie ante la ventana, 
vio el palomar  oscuro, lleno de agujeros, y recordó que en una época 
cercana aquella casita de  madera con innumerables puertas no estaba vacía y sin 
vida, sino habitada de  animalitos pardos y blancos que picoteaban con 
insistencia cruzando la madera de  surcos y que a veces revoloteaban sobre los 
árboles y las flores de la huerta.  Pensó con nostalgia en lo débiles y 
cariñosos que eran: confiadamente venían a  posarse en su mano, donde siempre les 
llevaba algunos granos, y cuando hacía  presión entornaban los ojos y los 
sacudía un débil y brevísimo temblor. Luego no  pensó más en ello. Cuando el 
mayordomo vino a anunciarle que estaba lista la  cena, ya lo tenía decidido. 
Esa noche durmió bien. A la mañana siguiente  recordaba haber soñado que una 
larga fila de grandes hormigas rojas invadía  sorpresivamente el palomar, 
causando desasosiego entre los animalitos, mientras  él, en su ventana, 
advertía la escena por un  catalejo. 
Había imaginado que la limpieza de la calavera sería un acto sencillo y  
rápido, pero se equivocó. El polvo, lo que había creído polvo y tal vez era  
excremento por su aliento picante, se mantenía soldado en las paredes 
internas y  brillaba como metal en la parte posterior del cráneo. A medida que la 
seda  blanca de la bufanda se cubría de lamparones grises, sin que fuera 
visible que  disminuía la capa de suciedad, iba creciendo la excitación de don 
Eulogio. En un  momento, indignado, arrojó la calavera, pero antes de que 
esta dejara de rodar,  se había arrepentido y estaba fuera de su asiento, 
gateando por el suelo hasta  alcanzarla y levantarla con precaución. Supuso 
entonces que la limpieza sería  posible utilizando alguna sustancia grasienta. 
Por teléfono encargó a la cocina  una lata de aceite y esperó en la puerta al 
mozo, arrancándole con violencia la  lata de las manos, sin prestar atención 
a la mirada inquieta con que aquel  intentó recorrer la habitación por 
sobre su hombro. Lleno de zozobra empapó la  bufanda en aceite y, al comienzo 
con suavidad, luego acelerando el ritmo, raspó  hasta exasperarse. Comprobó 
entusiasmado que el remedio era eficaz: una tenue  lluvia de polvo cayó a sus 
pies durante unos minutos, mientras él ni siquiera  notaba que se humedecían 
sus dedos y el borde de sus puños. De pronto, puesto de  pie de un brinco, 
admiró la calavera que sostenía sobre su cabeza, limpia,  luciente, inmóvil, 
con unos puntitos como de sudor sobre la suave superficie de  los pómulos. 
La envolvió de nuevo, amorosamente. Cerró su maletín y salió  precipitado 
del Club. El automóvil que ocupó en la puerta lo dejó a la espalda  de su 
casa. Había anochecido. En la fría penumbra de la calle se detuvo un  momento, 
temeroso de que la puerta estuviera clausurada. Enervado, calmo, estiró  su 
brazo y dio un respingo de felicidad al notar que giraba la manija y que  
aquella cedía con un corto chirrido. 
En ese momento escuchó voces en la pérgola. Estaba tan ensimismado, que  
incluso había olvidado el motivo de ese trajín febril. Las voces, el 
movimiento  fueron tan imprevistos que su corazón parecía una bomba de oxígeno 
golpeándole  el pecho. Su primer impulso fue agacharse, pero lo hizo con torpeza y 
se resbaló  de la piedra, cayendo de bruces. Sintió un dolor agudo en la 
frente y en un  sabor desagradable de tierra mojada en la boca, pero no hizo 
ningún esfuerzo por  incorporarse y continuó allí, medio sepultado en las 
hierbas, respirando  fatigosamente, temblando. En la caída había tenido tiempo 
para elevar la mano  que aprisionaba la calavera de modo que esta se mantuvo 
en el aire, a escasos  centímetros del suelo siempre limpia. 
La pérgola estaba a cincuenta metros de su escondite, y don Eulogio oía  
las voces como un delicado murmullo, sin distinguir lo que decían. Se 
incorporó  trabajosamente. Espiando, vio entonces en medio del arco de los grandes 
manzanos  cuyas raíces tocaban el zócalo del corredor, una forma clara y 
esbelta, y  comprendió que era su hijo. Junto a él había otra, más oscura y 
pequeña,  reclinada con cierto abandono. Era la mujer. Pestañeando, frotando sus 
ojos  trató angustiosamente, pero en vano de distinguir al niño. Entonces 
lo oyó reír:  una risa cristalina de niño, espontánea, purísima, que cruzaba 
el jardín como un  animalillo. No esperó más: extrajo la vela de su saco, 
juntó a tientas ramas,  terrones y piedrecitas y trabajó rápidamente hasta 
asegurar la vela sobre la  piedra. Luego con extrema delicadeza para evitar que 
la vela perdiera el  equilibrio, colocó encima la calavera. Presa de gran 
excitación, uniendo sus  pestañas al macizo cuerpo aceitado para verlo mejor, 
comprobó de nuevo que la  medida era justa: por el orificio del cráneo 
asomaba un puntito blanco como un  nardo. No pudo continuar observando. El padre 
había elevado la voz y, aunque las  palabras eran todavía incomprensibles, 
don Eulogio supo que se dirigía al niño.  Hubo en ese momento como un cambio 
de palabras entre las tres personas: la voz  gruesa del padre, cada vez más 
enérgica, el rumor melodioso de la mujer, los  cortos gritos destemplados 
del nieto. El ruido cesó de pronto. El silencio fue  brevísimo: lo 
interrumpió como una explosión este último. “Pero conste: hoy  acaba el castigo. 
Dijiste siete días y hoy se acaba. Mañana ya no voy”. Con las  últimas palabras 
escuchó pasos precipitados, pero casi de inmediato dejó de  oírlos. 
¿Venía corriendo? Era el momento decisivo. Don Eulogio venció el ahogo  que 
le estrangulaba y concluyó su plan. El primer fósforo dio solo un fugaz  
hilito azul. El segundo prendió bien. Quemándose las uñas, pero sin sentir  
dolor, lo mantuvo junto a la calavera, aun segundos después de que la vela  
estuviera encendida. Dudaba, porque lo que veía no era exactamente la imagen 
que  supuso cuando una llamarada sorpresiva creció entre sus manos con un 
brusco  crujido, como de muchas ramas secas quebradas a la vez, y entonces 
quedó la  calavera iluminada del todo, echando fuego por las cuencas, por el 
cráneo, por  los huesos de la nariz y de la boca. “Se ha prendido toda”, 
exclamó maravillado.  Había quedado inmóvil, repitiendo como un disco: “fue el 
aceite, fue el aceite”,  estupefacto y embrujado ante el espectáculo medio 
macabro, medio mágico de la  calavera en llamas. 
Justamente en ese instante escuchó el grito. Fue un grito salvaje, como  un 
alarido de animal herido, que se cortó de golpe. El niño estaba delante de  
él, en el círculo iluminado por el fuego, con las manos retorcidas frente a 
su  cuerpo y los dedos crispados. Lívido, estremecido de terror, tenía los 
ojos y la  boca muy abiertos y estaba rígido y mudo y rígido, haciendo unos 
extraños ruidos  con la garganta, como roncando. “Me ha visto, me ha visto”
, se decía don  Eulogio, con pánico. Pero al mirarlo supo de inmediato que 
no lo había visto,  que su nieto no podía ver otra cosa que aquel rostro de 
huesos que llameaba. Sus  ojos estaban inmovilizados, con un terror profundo 
y eterno retratado en ellos,  fijamente prendidos al fuego y a aquella forma 
que se carbonizaba. Don Eulogio  vio también que a pesar de tener los pies 
hundidos como garfios en la tierra, su  cuerpo estaba sacudido por 
convulsiones violentas. Todo había sido simultáneo:  la llamarada, el espantoso 
aullido, la visión de esa figura de pantalón corto  súbitamente poseída de 
espanto. Pensaba entusiasmado que los hechos habían sido  incluso más perfectos 
que su plan, cuando sintió muy cerca voces y pasos que  avanzaban y entonces, 
ya sin cuidarse del ruido, dio media vuelta y a saltos,  apartándose del 
sendero, destrozando con sus pisadas los macizos de crisantemos  y rosales que 
entreveía en su carrera a medida que lo alcanzaban los reflejos de  la 
llama, cruzó el espacio que lo separaba de la puerta. La atravesó junto con  el 
grito de la mujer, salvaje también pero menos puro que el de su nieto. No se  
detuvo ni volvió la cabeza. En la calle, un viento frío hendió su frente y 
sus  escasos cabellos, pero no lo notó y siguió caminando, despacio, rozando 
con el  hombro el muro de la huerta sonriendo satisfecho, respirando mejor, 
más  tranquilo. 
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