[Grupito] : tertulia el 10 de septiembre a las 7

Ecomujeres at aol.com Ecomujeres at aol.com
Tue Sep 3 00:53:08 PDT 2013


 
- ENGLISH VERSION FOLLOWS  SPANISH - 
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ANUNCIOS 
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Ya  tenemos otra tertulia programada para el 24 de septiembre.  Le enviaré 
más información  pronto. 
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Saludos: 
La  próxima tertulia literaria y gastronómica tendrá lugar el día 10 de  
septiembre(el martes), a las 7:00 de la noche en la casa de Roberta  Weisbard: 
1531 Addison St, Berkeley  94703 
(Addison is one block south of University.  Roberta is  located between 
Sacramento and California  streets).  
Favor de  enviarle un RSVP a: rweisbard en gmail.com 
La  lectura, “Horas extrañas” por Isabel Enciso” y “El hombre de la maleta
” por  Héctor Lisonje, está adjunta en formato PDF. 
Ademas, hay abajo una copia de  la lectura si tienes problemas con el PDF. 
Te  rogamos que vengas preparado, habiendo leído la lectura  de 
antemano, y que traigas un plato y/o una bebida para  compartir. 
Debra  Valov 
ecomujeres en aol.com 
- ENGLISH  - 
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ANNOUNCEMENTS 
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We already have the next  tertulia in September planned for the 24th.  More 
info to  follow. 
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Hello! 
The next tertulia will take  place on September 10th (Tuesday) at 7 pm at 
Roberta Weisbard’s  house. 
1531 Addison St, Berkeley  94703 
(Addison is one block south of University.  Roberta is  located between 
Sacramento and California  streets).  
Please send Roberta an RSVP at:  rweisbard en gmail.com 
The reading, “La “Horas  extrañas” by Isabel Enciso” and “El hombre de la 
maleta” by Héctor Lisonje is  attached as a PDF file. There is also a copy 
of the story below in case you have  problems with the PDF.  
Please come prepared, having  already read the story, and bring a plate 
and/or drink to  share. 
Debra  Valov 
ecomujeres en aol.com 
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Grupito  mailing list 
Para  inscribirse en o quitar su dirección de la lista de correo del 
Grupito,  visita/To join the mailing list or remove your name from the list for El 
 Grupito, go to:  http://lists.sonic.net/mailman/listinfo/grupito 
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LA  LECTURA/THE READING 
Horas  extrañas
Isabel  Enciso  http://www.badosa.com/bin/obra.pl?id=n161

Es  costumbre en algunos países de determinada franja horaria el acomodar 
la marcha  del reloj al acortamiento o alargamiento de las horas de sol, 
según el  transcurso de las estaciones. 
Sin  embargo y dada la tradicional estructuración de los días, divididos  
necesariamente en veinticuatro horas, mil cuatrocientos cuarenta minutos,  
ochenta y seis mil cuatrocientos segundos, dos veces al año acaece un extraño  
fenómeno de una hora superflua y de otra inexistente. A Dios gracias suele 
darse  a horas intempestivas en que uno duerme y por tanto ni se entera, 
salvo porque  se levanta más cansado por haber dormido menos o con más sueño 
por haber dormido  más. 
Y esto  dicen que es así para causar la menor molestia posible, para no 
influir en  horarios de trenes u otras cosas vitalmente dependientes de una 
cifra en una  esfera, pero la verdadera razón es que tan sólo los noctámbulos, 
los que  habitualmente conviven con la extrañeza de la noche, son capaces de 
comulgar con  esas dos horas del año. Una mente cuadriculada por el normal 
costumbrismo no  podría siquiera imaginar lo que ocurre en esas horas tan 
poco ortodoxas:  ¿Tendrán, como las demás, también sesenta minutos? ¿Cuántas 
vueltas dará la  manecilla larga del reloj? ¿Cuántos golpes de badajo 
atronarán los campanarios?  ¿Los segundos transcurrirán a la misma velocidad, a 
segundo por  segundo? 
La hora  superflua 
A LAS  TRES, VUELVEN A SER LAS DOS. Decidido como estaba a averiguar qué 
pasa con esas  extrañas horas, mi primera investigación transcurre durante una 
fría madrugada  otoñal. Me cuesta no quedarme dormido, tomo mucho café y 
refresco de  cola. 
Son las  primeras dos de la mañana, acabo de leer un capítulo de un libro y 
por no dejar  a medias el siguiente lo abandono, no sin cierto malestar 
porque la historia  había alcanzado un punto álgido y la curiosidad me deja un 
malgusto amargo en la  garganta. Me levanto en dirección al frigorífico para 
beber agua sin dejar de  mirar el reloj, esperando que den las tres en que 
vuelvan a ser las dos,  tropiezo y caigo al suelo, distraído. 
Bebo  agua, miro por la ventana, no hay ni un alma. Pasa el cercanías de 
las dos y  cuarto, tiembla el suelo como de costumbre, tintinean las copas en 
la  alacena. 
Pasa un  perro callejero, tiene miedo parece. Después pasa un tremendo gato 
negro y  flaco. Luego pasa un cura. ¿Adónde irá un cura a estas horas? 
Quizá esté  muriendo alguien y vaya a darle la extremaunción. Ahora soy yo quien 
siente  miedo. 
Vuelvo al  sofá, espero con ansia la hora superflua, pero parece no llegar 
nunca y el  tic-tac tic-tac del reloj me aturde, pienso en espirales 
concéntricas dando  vueltas sobre sí mismas, en el pez que se muerde la cola, en un 
cazador  persiguiendo a un tigre dormido que sueña con comerse a un 
cazador; pienso en la  nochevieja de hace dos años y la del año pasado, que tampoco 
estuvo mal; pienso  en los mismos perros con distintos collares, pienso en 
un torrente que desemboca  en un río que va a parar al mar, en la bruma que 
se concentra en la playa y la  brisa marina que arrastra las nubes, y 
llueve, y llueve, y  llueve. 
Me  levanto adormecido, aún faltan veinte minutos, pongo un disco pero no 
me  interesa, lo quito pero la aguja no responde y sigue surcando el vinilo, 
una y  otra vez el mismo camino, produciendo las mismas notas. Voy al baño, 
he bebido  demasiada agua, veo desaparecer el papel higiénico por el 
sanitario, se deshace,  es tan poca cosa y sin embargo en el rollo, recién 
empezado, enroscado sobre sí  mismo, tiene tanta dignidad... 
Pongo la  televisión, anuncian el cambio de hora. ¿Será en directo el 
programa? ¿El  locutor la cobrará como hora extra, o ni siquiera la cobrará, 
porque es otra vez  la misma? 
Apago la  televisión, faltan dos minutos para la hora superflua, parecen 
eternos. Veo mi  libro, ¿qué estará haciendo el protagonista desde que lo dejé 
hace una hora? La  curiosidad me embarga de nuevo, retomo la lectura pero 
han dado ya las tres,  vuelven a ser las dos, a ver, a lo que estamos, dejo 
de nuevo al protagonista  abandonado a su suerte, me obsesiona la idea de que 
siga su vida sin que espere  a que yo siga con mi lectura; me azoro, siento 
un profundo desasosiego, no  respiro, siento calor en la fría noche, 
necesito agua, voy tambaleándome hacia  el frigorífico y caigo al suelo sin 
aliento, con un resuello agrio y torpe. Veo  los grandes números del reloj de 
cocina, he de cambiar la hora, no, no hace  falta, ¿Ya lo hice? ¿Qué hora es? 
¿Qué vez es? 
Siento el  crepitar de las tablas al paso del cercanías de las dos y 
cuarto, cojo un vaso  tin, tin, lo golpeo con otro al sacarlo, lo lleno de agua y 
me dirijo a la  ventana, en la calle no hay nadie. 
Pasa un  perro, pasa un gato, pasa el cura de la extremaunción, siento 
miedo. ¿Qué está  pasando? Siento un tremendo desconcierto, voy al baño, pongo 
un disco para  distraerme y está rayado, me encuentro mal, me tiemblan las 
piernas, me tengo  que sentar. 
Estoy en  el sofá, pongo la tele, reflexiono acerca de lo que ocurre, ¿Es 
mera  coincidencia? ¿O la hora superflua lo es tanto que no puede sino 
repetirse por  siempre? Tengo un terrible presentimiento de haberme quedado 
inexorablemente  varado en la hora superflua. ¿Y si a las tres vuelven a ser las 
dos de nuevo,  igual que la espiral gira sobre sí misma, la cola es mordida 
por el pez que  muerde su propia cola, el mar que desemboca en el río 
mientras llueve sobre  mojado y la bruma empapa los torrentes y las nubes, la 
historia se repite la  historia se repite la historia...?! 
Deliro y  sueño que me quedo despierto hasta las dos de la mañana la noche 
en que se  retrasa la hora y que a la llegada de las tres vuelven a ser las 
dos de la  mañana del día en que me quedo despierto para vivir la hora 
superflua, y que  tras vivirla caigo en un extraño trance de cosas que se 
perpetúan por toda la  eternidad, y que yo estoy enganchado y que seguiré esperando 
la llegada de las  tres que no llegarán nunca, una y otra vez. Son las  
dos. 
La hora  inexistente 
A LAS DOS  SERÁN LAS TRES. No contento con tan desconcertante experiencia, 
me someto a la  de averiguar qué pasa en la hora inexistente. 
De nuevo,  la misma hora para la cita, esta vez el calor hace la espera más 
pesada, he de  tomar café con hielo y refresco de cola muy frío. Quizá no 
debiera, estoy  nervioso y esto lo empeora, ¿que irá a pasarme esta  vez? 
Podrá  pasarme cualquier cosa, porque cuando den las tres no habrá pasado 
nada. Me  preparo para la visita de extraños residentes del submundo, de lo 
absurdo y de  la nada, es su momento: cuando no existe el tiempo es sin duda 
su  momento. 
Estoy  tremendamente impaciente, de nuevo los minutos discurren sigilosos y 
lentos,  cansados, casi fláccidos. 
Por fin  dan las dos. ¿O son las tres? No parece que pase nada, espero 
sentado. Espero un  cuarto de hora aburrido. No tiembla la casa, ¿no ha pasado 
el tren de las dos y  cuarto? ¿Por qué habría de hacerlo, si son en realidad 
las tres y cuarto? No  oigo crujir la madera del suelo, no escucho el 
tintineo de la cristalería, que  sigue ahí, en la alacena. De repente, me levanto, 
pero permanezco en el sofá, y  sin moverme me acerco a la ventana, y no veo 
pasar a un joven borracho, cantando  y haciendo eses por la calzada, 
exponiéndose a los coches que no la cruzan a  velocidad vertiginosa. 
Tampoco  pasan gatos esta noche, ni el gato negro y flaco que es el dueño 
de la calle, y  que ahora parece más fiero que de costumbre, con sus ojos 
felinos ardientes como  brasas en la cálida noche, me mira durante largo  rato. 
No pongo  la televisión, me aburre el programa que ponen acerca del cambio 
climático, una  ecologista gorda y gritona defiende extrañas teorías sobre 
la eliminación de los  aerosoles y su sustitución por desodorantes de barra, 
le increpan que qué pasa  con el resto de aerosoles, los que no son 
desodorantes, pero no sabe qué  contestar, la muy absurda. 
No siento  sed, ni me levanto en busca de un vaso de agua bien frío, se me 
cae y he de  limpiarlo, y no se seca ni a la de tres, ni con un paño, ni con 
la fregona, ni  con nada porque hay una humedad tremenda que yo no siento, 
ahí sentado en el  sofá sin hacer nada. 
No paseo  por mi pasillo aún mojado por el agua que no fui a buscar, arriba 
y abajo,  pensando en cosas que no logro imaginar, abajo y arriba, desde el 
salón al baño  y vuelta. 
Ni entro  al baño, ni enciendo la luz, ni veo en el espejo mi rostro pálido 
y demacrado y  mis brazos frágiles, inermes, y pienso en que necesitaría 
hacer pesas o algo así  para fortalecerlos, pero en realidad, no lo pienso, 
tan bien que estoy ahí  sentado en el sofá sin hacer nada, cualquiera se 
plantea ahora algo que requiera  esfuerzo. 
No vuelvo  al salón y me siento donde estoy, pongo los pies en lo alto de 
un cojín y me  acomodo aburrido de tanto no hacer, no leo un libro, me queda 
poco y llego al  final, al protagonista lo ajustician en la plaza pública 
para mi desconsuelo.  Sin moverme, no dejo el libro sobre la mesa, es un 
volumen muy grueso y produce  un gran estruendo porque no lo dejo caer con  
fuerza. 
No hablo,  y oigo mi propia voz, tan extraña como en una grabación antigua, 
diciéndome que  en realidad no estoy hablando. 
No  respiro y no muero. Me vence el sueño, pero no duermo y no sueño con 
que tan  sólo han pasado unos segundos desde que dieron las dos, dieron las 
tres. Y  cuando despierto son las tres y apenas unos segundos, y todo está en 
orden, la  hora inexistente ha pasado y sigo durmiendo. 
El  hombre de la maleta
Héctor  Lisonje 
http://www.badosa.com/bin/obra.pl?id=n207#.UiE37FjR7OY.email
A lo  largo del andén, un hombre cargado con una vieja maleta recorre los 
trenes. Su  mirada es tenue, meditativa; invisibles sus ojos grises en los 
que nadie se  fija. Mira a uno y otro lado en tenso rigor de reconocimiento. 
Es joven,  voluminoso, sonrosado. Invadida por el áspero cabello pelirrojo, 
su frente es  parca. El color de su chaqueta es amarillo apagado, con un roto 
a la altura del  ojal. Su bufanda es rosa. 
El lento  orgullo de su andar contrasta con las precipitaciones que lo 
rodean: algunos  operarios, pocos todavía, se mueven con prisa y atención y 
pasan a su lado a la  carrera y por una vez casi lo derriban. El hombre 
recompone las vueltas de su  bufanda y prosigue su camino. Aún no son las nueve de 
la mañana. El cielo, donde  gira un tímido círculo de pájaros, remueve sus 
todavía pálidas entrañas mientras  unos nublos aparecen sobre una elevación de 
anquilosada metalurgia.   
Como cada  mañana, y ya son dos años, el hombre ocupa la misma mesa en la 
misma cafetería:  desde ese punto, una amplia vidriera privilegiada domina 
los trenes. Nunca pide  nada, excepto un café que ciertos días no puede pagar. 
Su primera tarea consiste  en vaciar el contenido de la maleta y disponerlo 
sobre la mesa. El orden es  inquebrantable: el taco de folios en el centro, 
el lapicero con un solo lápiz a  la derecha y la grapadora oxidada a la 
izquierda.  
Sólo de  vez en cuando, sin duda debido al cansancio, esa rápida 
organización del  material registra levísimas variaciones. Su comportamiento a esa 
hora es  relajado pero diligente: sobre las hojas redacta nota tras nota, sin 
apuro. Se  detiene, parece cavilar, retorna a una de las primeras páginas, 
opera una  corrección que lo deja satisfecho y que le hace asentir para sí 
mismo. Conforme  acaba de redactarlos, se aplica en grapar los folios en grupos 
de diez. Parece  un oficinista.  
Algunos  asiduos lo reconocen. Su divertida perplejidad no se agota en la 
fácil sátira  del saludo. En ocasiones se sucede un murmullo de comentarios, 
pero la  indiferencia y el sueño acaban fulminando esos focos de sonámbula 
burla. El  extraordinario celo del hombre es sordo a esas contingencias. No 
faltan quienes  le consulten acerca del horario de determinados trenes. 
Entonces alza la mirada,  calcula y contesta con una especie de exasperada 
puntualización. Es el único  requerimiento al que atiende y jamás se equivoca. 
A las  once termina su tranquilidad, y la metódica burocracia cede a un 
nuevo  dinamismo; suele ser un periodo de agitación, de urgentes enmiendas. El 
hombre  se levanta, pasea nervioso por el contorno de la mesa, ajusta sus 
manos al  cristal, vigila las entradas y las salidas de los trenes, da vueltas 
sobre sí  mismo, ejecuta un par de aspavientos de disconformidad y se 
sienta. Está  nervioso y fatigado y no acierta a grapar un nuevo conjunto de 
notas. Suda. Sus  labios se mueven, sisean palabras irrecuperables en el tumulto 
de esa hora.   
Detrás de  él funciona sin cesar una máquina tragaperras que recibe los 
restos del sueldo  de varios sujetos vagamente achispados por una copa 
temprana. Cada tanto se gira  hacia el insoportable ruido que ese entretenimiento 
produce: su mirada es brutal  y el hombre que está jugando suele disculparse. 
Con tanto alboroto no le dejan  pensar. Entonces se lleva las manos a la 
cabeza, se levanta de nuevo.   
A punto  de estallar, articula un grito que no suena. Se estremece con todo 
el cuerpo,  enrojece, las venas del cuello se abultan, brilla la cólera en 
sus ojos. Se  lanza contra la vidriera y todo su cuerpo se aplasta, 
apuntando a los trenes.  Gesticula. Ya lo envuelven, borrándolo, la claridad de las 
doce y el humo de los  cigarros. No obstante, sus brazos determinan rumbos, 
maniobras precisas, señalan  a un lado y a otro, pero todo ese caudal no 
parece dirigirse a nadie en concreto  e irremediablemente se pierde en la nada. 
 
Como si  instruyera o reprochara a un elemento invisible, el hombre mira 
hacia atrás y  solicita una suerte de continua anuencia: «¿No es así?, ¿no es 
así?», podría ser  una inhábil traducción de estos pasajes tan recargados de 
gestos, de ademanes,  de convulsa mímica. A la una de la tarde ya se ha 
deshecho de la chaqueta que,  arrojada descuidadamente contra una pared, 
acorrala la ceniza y el polvo del  suelo; está en mangas de camisa, y sus absurdas 
órdenes no decaen.   
Una por  una, arranca las hojas de los diferentes grupos, fabrica bolas que 
apenas  aprieta y llena con ellas la papelera. Uno de los camareros está 
acostumbrado a  vaciar esa primera papelera, que al instante vuelve a 
llenarse. Más de una vez  ha examinado las hojas, que de arriba a abajo sólo 
contienen una serie de líneas  trazadas con lápiz. Ninguna letra, ningún símbolo 
interpretable, papel  enteramente desperdiciado.  
Este  mismo camarero ya ha elevado queja ante la dirección: ha alegado lo 
molesto de  su actividad para los viajeros, la mesa siempre ocupada, la 
exaltación, la  violencia, las miradas de odio, su total falta de urbanidad. Por 
el momento no  le han contestado y, aunque en cierta ocasión intentó 
prohibirle el acceso, ha  acabado desistiendo.  
Tolera su  presencia, junto a sus compañeros y al resto de usuarios, como 
algo  indefinidamente inútil y, quizá por eso, inamovible. A las tres 
finaliza sus  trabajos. Recoge cuanto ha dejado sobre la mesa, lo reúne sin orden 
en la maleta  y sale sin despedirse. A lo largo del andén lo ven marchar como 
a un  interminable crepúsculo. 
Cierta  mañana, el hombre no aparece. Unos viajeros gastan un café sobre su 
mesa. Los  camareros se miran con solidario alivio. Su esperanza dura toda 
la mañana, que  transcurre con absoluta normalidad y como dotada de una 
nueva placidez. Eso sí,  aquella mañana hubo retrasos en los trenes, 
descoordinación y, sobre todo, un  desgraciado accidente. Dos trenes colisionaron a la 
salida: alguien se olvidó de  dar la orden oportuna.
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