[Grupito] : tertulia el 12 de julio de 2011

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Sun Jul 3 17:25:34 PDT 2011


 
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ANUNCIOS 
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Favor de contactarme si  quieres ofrecer tu casa en julio o agosto.
Todavía no tenemos programada otra  tertulia para este mes. 
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Saludos: 
La próxima tertulia  literaria y gastronómica tendrá lugar el día 12 de 
julio   
(el martes), a las 7:00  de la noche en la casa de Roberta: 
1531 Addison St, Berkeley 94703 
(Addison is one block south  of University.  Roberta is located between 
Sacramento and California streets).  
Favor de enviarle un RSVP  a: _rweisbard en gmail.com_ 
(mailto:rweisbard en gmail.com)  
La lectura, La Familia  Iriarte por Mario Benedetti, está adjunta en 
formato PDF. Ademas, hay abajo  una copia de la lectura si tienes problemas con el 
 PDF. 
Te rogamos que vengas  preparado, habiendo leído la lectura de 
antemano, y que traigas  un plato y/o una bebida para compartir. 
Debra  Valov 
www.lasecomujeres.org 
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ANNOUNCEMENTS 
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Please contact me if you would like to offer your place for a  tertulia 
in July or August.  We  still don´t have another tertulia scheduled for 
July,  
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Hello! 
The  next tertulia will take place on July 12th (Tuesday) at 7 pm at Robert 
 Weisbard’s house. 
1531 Addison St, Berkeley 94703 
(Addison is one block south  of University.  Roberta is located between 
Sacramento and California streets).  
Please send Roberta an RSVP at: _rweisbard en gmail.com_ 
(mailto:rweisbard en gmail.com)  
The  reading, “La Familia Iriarte” by Mario Benedetti, is attached as a 
PDF file. There is also a copy of the story below in case  you have problems 
with the PDF.  
Please come prepared, having already read the story, and  bring a dish 
and/or drink to share. 
Debra  Valov 
www.lasecomujeres.org 
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LA LECTURA/THE  READING 

Mario  Benedetti 
(1920-  ) 

LA  FAMILIA IRIARTE 
(Montevideanos, 1959) 

Había cinco familias que llamaban al  Jefe. En la guardia de la mañana yo 
estaba siempre a cargo del teléfono y  conocía de memoria las cinco voces. 
Todos estábamos enterados de que cada  familia era un programa y a veces 
cotejábamos nuestras  sospechas. 
Para mí, por ejemplo, la familia  Calvo era gordita, arremetedora, con la 
pintura siempre más ancha que el labio;  la familia Ruiz, una pituca sin 
calidad, de mechón sobre el ojo; la familia  Durán, una flaca intelectual, del 
tipo fatigado y sin prejuicios; la familia  Salgado, una hembra de labio 
grueeo, de esas que convencen a puro sexo. Pero la  única que tenía voz de mujer 
ideal era la familia Iriarte. Ni gorda ni flaca,  con las curvas 
sufi­cientes para bendecir el don del tacto que nos da  Natura; ni demasiado terca 
ni demasiado dócil, una verdadera mujer, eso es: un  carácter. Así la 
imaginaba. Conocía su risa franca y contagiosa y desde allí  inventaba su gesto. 
Conocía sus silencios y sobre ellos creaba sus ojos. Negros,  melancólicos. 
Conocía su tono amable, acogedor, y desde allí inventaba su  ternura. 
Con respecto a las otras familias  había discrepancias. Para Elizalde, por 
ejemplo, la Salgado era una petisa sin  pretensiones; para Rossi, la Calvo 
era una pasa de uva; la Ruiz, una veterana  más para Correa. Pero en cuanto a 
la familia Iriarte, todos coincidíamos en que  era divina, más aún, todos 
habíamos construido casi la misma imagen a partir de  su voz. Estábamos 
seguros de que si un día llegaba a abrir la puerta de la  oficina y 
simple­mente sonreía, aunque no pronunciase palabra, igual la  íbamos a reconocer a 
coro, porque todos habíamos creado la misma sonrisa  inconfundible. 
El Jefe, que era un tipo  relativamente indiscreto en cuanto se refería a 
los asuntos confidenciales que  rozaban la oficina, pasaba a ser una tumba de 
discreción y de reserva en lo que  concernía a las cinco familias. En esa 
zona, nuestros diálogos con él eran de un  laconismo desalentador. Nos 
li­mitábamos a atender la llamada, a apretar el  botón para que la chicharra 
sonase en su despacho y a comunicarle, por ejemplo:  “Familia Salgado”. El 
decía sencillamente “Pásemela” o “Dígale que no estoy” o  “Que llame dentro 
de una hora”. Nunca un comentario, ni siquiera una broma. Y  eso que sabía 
que éramos de confianza. 
Yo no podía explicarme por qué la  familia Iriarte era, de las cinco, la 
que lo llamaba con menos frecuencia, a  veces cada quince días. Claro que en 
esas ocasiones la luz roja que indicaba  “ocupado” no se apagaba por lo 
menos durante un cuarto de hora. Cuánto hubiera  representado para mí escuchar 
durante quince minutos seguidos aquella vocecita  tan tierna, tan graciosa, 
tan segura. 
Una vez me animé a decir algo, no  recuerdo qué, y ella me contestó algo, 
no recuerdo qué. ¡Qué día! Desde entonces  acaricié la esperanza de hablar un 
poquito con ella, más aún, de que ella  también reconociese mi voz tal como 
yo reconocía la suya. Una mañana tuve la  ocurrencia de decir: “¿Podría 
esperar un instante hasta que consiga  comunicación?”, y ella me contestó: “
Como no, siempre que usted me haga amable  la espera”. Reconozco que ese día 
estaba medio tarado, porque sólo pude hablarle  del tiempo, del trabajo y de 
un proyectado cambio de horario. Pero en otra  ocasión me hice de valor y 
conversamos sobre temas generales, aunque con  significados par­ticulares. 
Desde entonces ella reconocía mí voz y me  saludaba con un “¿Qué tal, 
secretario?”, que me aflojaba por  completo. 
* * * * *  * * * * 
Unos meses después de esa variante me  fui de vacaciones al Este. Desde 
hacía varios años, mis vacaciones en el Este  habían constituido mí esperanza 
más firme desde un punto de vista sentimental.  Siempre pensé que en una de 
esas licencias iba a encontrar a la muchacha en  quien personificar mis 
sueños privados y a quien destinar mí ternura latente.  Porque yo soy 
definidamente un sentimental. A veces me lo reprocho, me digo que  hoy en día vale más 
ser egoísta y calculador, pero de nada sirve. Voy al cine,  me trago una de 
esas cursilerías mexicanas con hijos naturales y pobres vie.  jecitas; 
comprendo, sin lugar a dudas, que es idiota, y, sin embargo, no  pue­do 
evitar que se me haga un nudo en la  garganta. 
Ahora que en eso de encontrar la  mujer en el Este, yo me he investigado 
mucho y he hallado otros motivos no tan  sentimentales. La verdad es que en un 
balneario uno sólo ve mujercitas limpias,  frescas, descansadas, dispuestas 
a reírse, a festejarlo todo. Claro que también  en Montevideo hay mujeres 
limpias; pero las pobres siempre están cansadas. Los  zapatos estrechos, las 
escaleras, los autobuses, las dejan amargadas y  sudorosas. En la ciudad uno 
ignora prácticamente cómo es la alegría de una  mujer. Y eso, aunque no lo 
parezca, es importante. Personalmente, me considero  capaz de soportar 
cualquier tipo de pesimismo femenino, diría que me siento con  fuerzas como para 
dominar toda especie de llanto, de gritos o de histeria. Pero  me reconozco 
mucho más exigente en cuanto a la alegría. Hay risas de mujeres  que, 
francamente, nunca pude aguantar. Por eso, en un balneario, donde todas  ríen 
desde que se levantan para el primer baño hasta que salen ma­readas del  
Casino, uno sabe quién es quién y qué risa es asqueante y cuál  maravillosa. 
Fue precisamente en el balneario  donde volví a oír su voz. Yo bailaba 
entre las mesitas de una terraza, a la luz  de una luna que a nadie le 
importaba. Mí mano derecha se había afirmado sobre  una espalda parcial­mente 
despellejada que aún no había perdido el calor de  la tarde. La dueña de la 
espalda se reía y era una buena risa, no había que  descartarla. Siempre que 
podía yo le miraba unos pelitos rubios, casi  transparentes que tenía en las 
inmediaciones de la oreja, y, en realidad, me  sentía bastante conmovido. Mi 
compañera hablaba poco, pero siempre decía algo lo  bastante soso como para 
que yo apreciara sus  silencios. 
Justamente, fue en el agradable  transcurso de uno de éstos que oí la 
frase, tan nítida como si la hubiera  recortado especialmente para mí: “¿Y usted 
qué refresco prefiere?” No tiene  importancia ni ahora ni después, pero yo 
la recuerdo palabra por palabra. Se  había formado uno de esos lentos y 
arrastrados nudos que provoca el tango. La  frase había sonado muy cerca, pero 
esta vez no pude relacionarla con ninguna de  las caderas que me habían 
rozado. 
Dos noches después, en el Casino,  perdía unos noventa pesos y me vino la 
loca de jugar cincuenta en una última  bola. Si perdía, paciencia; tendría 
que volver en seguida a Montevideo. Pero  salió el 32 y me sentí infinitamente 
reconfortado y optimista cuando repasé las  ocho fichas naranjas de aro que 
le había dedicado. Entonces alguien dijo  prácticamente en mi oído, casi 
como un teléfono: “Así se juega: hay que  arriesgarse”. 
Me di vuelta, tranquilo, seguro de lo  que iba a hallar, y la familia 
Iriarte que estaba junto a mí era tan deliciosa  como la que yo y los otros 
habíamos inventado a partir de su voz. A continuación  fue relativamente sencillo 
tomar un hilo de su propia frase, construir una  teoría del riesgo y 
convencerla de que se arriesgara conmigo, a conversar  primero, a bailar después, 
a encontrarnos en la playa al día  siguiente. 
Desde entonces anduvimos juntos. Me  dijo que se llamaba Doris, Doris 
Freire. Era rigurosamente cierto (no sé con qué  motivo me mostró su carnet) y, 
además, muy explicable: yo siempre había pensado  que las “familias” eran 
sólo nombres de teléfono. Desde el primer día me hice  esta com­posición 
de lugar: era evidente que ella tenía relaciones con el  Jefe, era no menos 
evidente que eso lastimaba no menos mi amor propio; pero  (fíjense qué buen 
pero) era la mujer más encantadora que yo había conocido y  arriesgaba 
perderla definitivamente (ahora que el azar la había puesto en mi  oído) si yo me 
atenía desmedidamente a mis  escrúpulos. 
Además, cabía otra posibilidad. Así  como yo había reconocido su voz, ¿por 
qué no podría Doris reconocer la mía?  Cierto que ella había sido siempre 
para mí algo precioso, inalcanzable, y yo, en  cambio, sólo ahora ingresaba en 
su mundo. Sin embargo, cuando una mañana corrí a  su encuentro con un 
alegre “¿Qué tal, secretaria?”, aunque ella en seguida  asimiló el golpe, se 
rió, me dio el brazo y me hizo bromas con una morocha de un  jeep que nos 
cruzamos, a mí no se me escapó que había quedado inquieta, como si  alguna 
sospecha la hubiese iluminado. Después, en cambio, me pareció que  aceptaba con 
filosofía la posibilidad de que fuese yo quien atendía sus llamadas  al Jefe. 
Y esa seguridad que ahora reflejaban sus conversaciones, sus  inolvidables 
miradas de comprensión y de promesa, me dieron finalmente otra  esperanza. 
Estaba claro que ella apreciaba que yo no le hablase del Jefe; y,  aunque esto 
otro no estaba tan claro, era probable que ella recompensase mi  delicadeza 
rompiendo a corto plazo con él. Siempre supe mirar en la mirada  ajena, y 
la de Doris era particularmente sincera. 
* * * * *  * * * * 
Volví al trabajo. Día por medio  cumplí otra vez mis guardias matutinas 
junto al teléfono. La familia Iriarte no  llamó más. 
Casi todos los días rne encontraba  con Doris a la salida de su empleo. 
Ella trabajaba en el Poder Judicial. tenía  un buen sueldo, era el 
funcionario­clave de su oficina y todos lit  apreciaban. Doris no me ocultaba nada. 
Su vida actual era desmedidamente honesta  y transparente. Pero ¿y el 
pasado? En el fondo a mí me bastaba con que no me  engañase. Su aventura —o lo que 
fuera— con el Jefe no iba por cierto a infectar  nú ración de felicidad. La 
familia Iriarte no había llamado más. ¿Qué otra cosa  podía pretender? Yo 
era preferido al Jefe y pronto éste pasaría a ser en la vida  de Doris ese 
mal recuerdo que toda muchacha debe  tener. 
Yo le había advertido a Doris que no  me telefoneara a la oficina. No sé 
qué pretexto encontré. Francamente, yo no  quería arriesgarme a que Elizalde o 
Rossi o Correa atendieran su llamada,  reconocieran su voz y 
fa­bricaran a continuación una de esas  interpretaciones ambiguas a que eran tan 
afectos. Lo cierto es que ella, siempre  amable y sin rencor, no puso objeciones. 
A mí me gustaba que fuese tan  comprensiva en todo lo referente a ese tema 
tabú, y verdaderamente le agradecía  que nunca me hubiera obligado a entrar 
en explicaciones tristes, en esas  palabras de mala fama que todo lo 
ensucian, que destruyen toda buena  intención. 
Me llevó a su casa y conocí a su  madre. Era una buena y cansada mujer. 
Hacía doce años que había perdido a su  marido y aún no se había repuesto. Nos 
miraba a Doris y a mí con mansa  complacencia, pero a veces se le llenaban 
los ojos de lágrimas, tal vez al  recordar algún lejano pormenor de su 
noviazgo con el señor Freire. Tres veces  por semana yo me quedaba hasta las once, 
pero a las diez ella discretamente  decía buenas noches y se retiraba, de 
modo que a Doris y a mí nos quedaba una  hora para besarnos a gusto, hablar 
del futuro, calcular el precio de las sábanas  y las habitaciones que 
precisaríamos, exactamente igual que otras cien mil  parejas diseminadas en el 
territorio de la república, que a esa misma hora  intercambiarían parecidos 
proyectos y mimos. Nunca la madre hizo referencia al  Jefe ni a nadie 
relacionado sentimentalmente con Doris. Siempre se me dispensó  el tratamiento que 
todo hogar honorable reserva al primer novio de la nena. Y yo  dejaba hacer. 
A veces no podía evitar cierta  sórdida complacencia en saber que había 
conseguido (para mi uso, para mi  deleite) una de esas mujeres inalcanzables, 
que sólo gastan los ministros, los  hombres públicos, los funcionarios de 
importancia. Yo: un auxiliar de  secretaría. 
Doris, justo es consignarlo, estaba  cada noche más encantadora. Conmigo no 
escatimaba su ternura; tenía un modo de  acariciarme la nuca, de besarme el 
pescuezo, de susurrarme pequeñas delicias  mientras me besaba, que, 
francamente, yo salía de allí mareado de felicidad y,  por qué no decirlo, de 
deseo. Luego. solo y desvelado en mi pieza de soltero, me  amargaba un poco 
pensando que esa refinada pericia probaba que alguien había  atendido 
cuidadosamente su noviciado. Después de todo, ¿era una ventaja o una  des­ventaja? 
Yo no podía evitar acordarme del Jefe, tan tieso, tan  respetable, tan 
incrustado en su respetabilidad, y no lograba imaginarlo como  ese 
en­vidiable instructor. ¿Había otros, pues? Pero ¿cuántos?  Especialmente, ¿cuál de 
ellos le había enseñado a besar así? Siempre terminaba  por recordar­me a 
mí mismo que estábamos en mil novecientos cuarenta y seis  y no en la Edad 
Media, que ahora era yo quien importaba para ella. y me dormía  abrazado a la 
almohada como en un basto anticipo y débil sucedáneo de otros  abrazos que 
figuraban en mi programa. 
* * * * *  * * * * 
Hasta el veintitrés de noviembre tuve  la sensación de que me deslizaba 
irremediable y graciosamente hacia el  matrimonio. Era un hecho. Faltaba que 
consiguiéramos un apartamiento como a mí  me gustaba, con aire, luz y amplios 
ventanales. Habíamos salido varios domingos  en busca de ese ideal, pero 
cuando hallábamos algo que se le aproximaba, era  demasiado caro o sin buena 
locomoción o el barrio le parecía a Doris apartado y  triste. 
En la mañana del veintitrés de  noviembre yo cumplía mi guardia. Hacía 
cuatro días que el Jefe no aparecía por  el despacho; de modo que me hallaba 
solo y tranquilo. leyendo una revista y  fumando mi rubio. De pronto sentí que, 
a mis espaldas, una puerta se abría.  Perezosamente me di vuelta y alcancé, 
a ver, asomada e interrogante, la adorable  cabecita de Doris. Entró con 
cierto airecito culpable, porque —según dijo— pensó  que yo fuese a enojarme. 
El motivo de su presencia en la oficina era que al fin  había encontrado un 
apartamiento con la disposición y el alquiler que  buscábamos. Había hecho 
un esmerado planito y lo mostraba satisfecha. Estaba  primorosa con su 
vestido liviano y aquel ancho cinturón que le marcaba mejor que  ningún otro la 
cintura. Cómo estábamos solos se sentó sobre mi escritorio, cruzó  las 
piernas y empezó a preguntarme cuál era el sitio de Rossi, cuál el de  Correa, 
cuál el de Elizalde. No conocía personalmente a ninguno de ellos, pero  estaba 
enterada de sus rasgos y anécdotas a través de mis versiones  
caricaturescas. Ella había empezado a fumar uno de mis rubios y yo tenía su mano  entre 
las mías cuando sonó el teléfono. Levanté el tubo y dije: “Hola”. Entonces  
el teléfono dijo: “¿Qué tal, secretario?”, y aparentemente todo siguió 
igual.  Pero en los segundos que duró la llamada y mientras yo, sólo a medias 
repuesto,  interrogaba maquinalmente: “¿Qué es de su vida después de tanto 
tiempo?”, y el  teléfono respondía: “Estuve de viaje por Chile”, verdaderamente 
nada seguía  igual. Como en los últimos instantes de un ahogado, desfilaban 
por mi cabeza  varias ideas sin orden ni equilibrio. La primera de ellas: “
Así que el Jefe no  tuvo nada que ver con ella”, representaba la dignidad 
triunfante. La segunda  era, más o menos: “Pero entonces Doris. ..”, y la 
tercera, textualmente: “¿Cómo  pude confundir esta voz?” 
Le expliqué al teléfono que el Jefe  no estaba, dije adiós, puse el tubo en 
su sitio. Su mano seguía en mi mano.  Entonces levanté los ojos y sabía lo 
que iba a encontrar. Sentada sobre mi  escritorio, en una pone provocativa y 
grosera, fumando como cualquier pituca,  Doris esperaba y sonreía, todavía 
pendiente del ridículo plano. Era,  naturalmente, una sonrisa vacía y 
superficial, igual a la de todo el mundo, y  con ella amenazaba aburrirme de aquí 
a la eternidad. Después yo trataría de  hallar la verdadera explicación, 
pero mientras tanto, en la capa más  insospechable de mi conciencia, puse punto 
final a este malentendido. Porque, en  realidad, yo estoy enamo­rado de 
la familia  Iriarte. 
_http://www.literatura.us/benedetti/iriarte.html_ 
(http://www.literatura.us/benedetti/iriarte.html)  

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