[Grupito] : Tertulia el 2 de octubre (martes)

Ecomujeres at aol.com Ecomujeres at aol.com
Mon Sep 24 13:17:21 PDT 2012


 
-  ENGLISH VERSION FOLLOWS SPANISH - 
****************************************************************************
* 
EVENTOS VENIDEROS***************   
No tenemos programada  otra tertulia pero busco un anfitrión para el 23 de 
octubre (con esta fecha  podemos acomodar a varias personas que no pueden 
asistir los otros martes del  mes). Favor de contactarme si puedes ofrecer tu 
casa el 23 de  octubre. 
************************************************************** 
Saludos: 
La próxima tertulia  literaria y gastronómica tendrá lugar el día 2 de 
octubre (el martes), a las  7:00 de la noche en la casa de Ana Polt: 
33 Bowling Dr., Oakland  94618 
El RSVP a Ana es  obligatorio: _b-p en consultant.com_ 
(mailto:b-p en consultant.com)   o (510)  547-0996 
Para llegar a Bowling  Dr.: 
College Ave. north, past BART, left on Manila. Cross Broadway and  bear 
right onto Monroe. 
Monroe ends at Broadway Terr. [Broadway  Terrace] 
Left  on Broadway Terr. 
Very  shortly thereafter, left uphill on Country Club Dr. 
Third  right is Bowling.  
#33  is on the right. California Spanish style; large Atlas cedar in  
front. 
Broadway north past Rockridge shopping center to Broadway  Terr., past 
College of the Arts. 
Right  on Broadway Terr. (Union 76  station). 
Left  uphill on Country Club  Dr. 
Third  right is Bowling.  
#33  is on the right. California Spanish style; large Atlas cedar in  
front. 
Shattuck ,or Telegraph, or Claremont to 51st St. 
Left  on Broadway. Continue as above. 
Warren freeway to Broadway Terrace exit.   
Left  on Broadway Terr., uphill and down, past Village Market on left. 
Right  on Glenbrook. 
Second left is Bowling. 
#33  is on the right. California Spanish style; large Atlas cedar in  
front. 
La lectura, que consiste  en dos cuentitos por Mario Benedetti, está anexo 
como un documento  PDF. 
Ademas, hay abajo una  copia de la lectura si tienes problemas con el PDF. 
Te rogamos que vengas  preparado, habiendo leído la lectura de 
antemano, y que traigas  un plato y/o una bebida para compartir. 
Debra  Valov 
ecomujeres en aol.com 
-  ENGLISH - 
************************************************************** 
ANNOUNCEMENTS 
************* 
We  don’t yet have another tertulia scheduled for later in October, but I 
am looking  for someone for October 23 (this date will allow several members 
who can’t make  the other Tuesdays that month to attend).  Please contact me 
if you can host on the 23rd. 
*************************************************************** 
Hello! 
The  next tertulia will take place on October 2 (Tuesday) at 7 pm at Ana 
Polt’s  house. 
33 Bowling Dr., Oakland 94618 
A  RSVP is required: _b-p en consultant.com_ (mailto:b-p en consultant.com)   o 
(510) 547-0996 
- - -  - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 
- -  - 
Directions:  See  directions in English above. 
- - -  - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 
-  - 
The  reading, composed of two short stories by Mario Benedetti, is attached 
as a PDF.  There is also a copy of the story below in case you have 
problems with the PDF.  
Please come prepared, having already read the story, and  bring a plate  
and/or drink to share. 
Debra  Valov 
ecomujeres en aol.com 
****************************************************************************
* 
Grupito mailing  list 
Para inscribirse en la  lista de correo del Grupito, visita // 
To  join the mailing list for El Grupito, go to:  
http://lists.sonic.net/mailman/listinfo/grupito 
**********************************************
******************************* 
La  Lectura/The Reading 
Los Pocillos   [tazas]      
http://sololiteratura.com/ben/selecciondecuentos.html 
Mario Benedetti 
Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además  
importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en  el 
último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había  
sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro. 
"Negro  con rojo queda fenomenal", había sido el consejo estético de Enriqueta. 
Pero  Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había decidido que 
cada pocillo  sería usado con su plato del mismo color. 
"El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?", preguntó Mariana. La voz se dirigía  
al marido, pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo 
 nada, pero José Claudio contestó: "Todavía no. Esperá un ratito. Antes 
quiero  fumar un cigarrillo." Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por 
milésima  vez, que aquellos ojos no parecían de ciego. 
La mano de José Claudio empezó a moverse, tanteando el sofá. "¿Qué  
buscás?", preguntó ella. "El encendedor." "A tu derecha." La mano corrigió el  
rumbo y halló el encendedor. Con ese temblor que da el continuado afán de  
búsqueda, el pulgar hizo girar varias veces la ruedita, pero la llama no  
apareció. A una distancia ya calculada, la mano izquierda trataba  infructuosamente 
de registrar la aparición del calor. Entonces Alberto encendió  un fósforo 
y vino en su ayuda. "¿Por qué no lo tirás?" dijo, con una sonrisa  que, como 
toda sonrisa para ciegos, impregnaba también las modulaciones de la  voz. 
"No lo tiro porque le tengo cariño. Es un regalo de  Mariana." 
Ella abrió apenas la boca y recorrió el labio inferior con la punta de la  
lengua. Un modo como cualquier otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 
1953,  cuando él cumplió 35 años y todavía veía. Habían almorzado en casa de 
los padres  de José Claudio, en Punta Gorda, habían comido arroz con 
mejillones, y después  se habían ido a caminar por la playa. El le había pasado un 
brazo por los  hombros y ella se había sentido protegida, probablemente 
feliz o algo semejante.  Habían regresado al apartamento y él la había besado 
lentamente, morosamente,  como besaba antes. Habían inaugurado el encendedor 
con un cigarrillo que fumaron  a medias. Ahora el encendedor ya no servía. 
Ella tenía poca confianza en los  conglomerados simbólicos, pero, después de 
todo, ¿qué servía aún de aquella  época? 
"Este mes tampoco fuiste al médico", dijo  Alberto. 
"No." 
"¿Querés que te sea sincero?" 
"Claro." 
"Me parece una idiotez de tu parte." 
"¿Y para qué voy a ir? ¿Para oirle decir que tengo una salud de roble,  que 
mi hígado funciona admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo  
debido, que mis intestinos son una maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy  
podrido de mi notable salud sin ojos." 
La época anterior a la ceguera, José Claudio nunca había sido  especialista 
en la exteriorización de sus emociones, pero Mariana no se ha  olvidado de 
cómo era ese rostro antes de adquirir esta tensión, este  resentimiento. Su 
matrimonio había tenido buenos momentos, eso no podía ni  quería ocultarlo. 
Pero cuando estalló el infortunio, él se había negado a  valorar su amparo, 
a refugiarse en ella. Todo su orgullo se concentró en un  silencio terrible, 
testarudo, un silencio que seguía siendo tal, aún cuando se  rodeara de 
palabras. José Claudio había dejado de hablar de  sí. 
"De todos modos debería ir", apoyó Mariana. "Acordate de lo que siempre  te 
decía Menéndez." 
"Cómo no, que me acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y otra  
frase famosa: La Ciencia No Cree en Milagros. 
Yo tampoco creo en milagros." "¿Y por qué no aferrarte a una esperanza?  Es 
humano." 
"¿De veras?" Habló por el costado del  cigarrillo. 
Se había escondido en sí mismo. Pero Mariana no estaba hecha para  asistir, 
simplemente para asistir, a un reconcentrado. Mariana reclamaba otra  cosa. 
Una mujercita para ser exigida con mucho tacto, eso era. Con todo, había  
bastante margen para esa exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad que 
él  no pudiese ver; pero esa no era la peor desgracia. La peor desgracia era 
que  estuviese dispuesto a evitar, por todos los medios a su alcance, la 
ayuda de  Mariana. El menospreciaba su protección. Y Mariana hubiera querido  
-sinceramente, cariñosamente, piadosamente-  protegerlo. 
Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud.  
Primero fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, 
que  desde el comienzo estuvieron rodeados de un halo constante de cariño, 
ahora se  habían vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no 
cabía duda,  pero no disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue un temor 
horrible frente  a la posibilidad de una discusión cualquiera. El estaba 
agresivo, dispuesto  siempre a herir, a decir lo más duro, a establecer su 
crueldad sin posible  retroceso. Era increíble cómo hallaba a menudo, aún en las 
ocasiones menos  propicias, la injuria refinadamente certera, la palabra que 
llegaba hasta el  fondo, el comentario que marcaba a fuego. Y siempre desde 
lejos, desde muy atrás  de su ceguera, como si ésta oficiara de muro de 
contención para el incómodo  estupor de los otros. 
Alberto se levantó del sofá y se acercó al  ventanal. 
"Que otoño desgraciado", dijo, "¿Te fijaste?" La pregunta era para  ella. 
"No", respondió José Claudio. "Fijate vos por  mí." 
Alberto la miró. Durante el silencio, se sonrieron. Al margen de José  
Claudio, y sin embargo, a propósito de él. De pronto Mariana supo que se había  
puesto linda. Siempre que miraba a Alberto se ponía linda. El se lo había 
dicho  por primera vez la noche del 23 de abril del año pasado, hacía 
exactamente un  año y ocho días: una noche en que José Claudio le había gritado 
cosas muy feas,  y ella había llorado, desalentada, torpemente triste, durante 
horas y horas, es  decir, hasta que había encontrado el hombro de Alberto y 
se había sentido  comprendida y segura. ¿De dónde extraería Alberto esa 
capacidad para entender a  la gente? Ella estaba con él, o simplemente lo miraba, 
y sabía de inmediato que  él la estaba sacando del apuro. "Gracias", había 
dicho entonces. Y todavía ahora  la palabra llegaba a sus labios 
directamente desde su corazón, sin razonamientos  intermediarios, sin usura. Su amor 
hacia Alberto había sido en sus comienzos  gratitud, pero eso (que ella veía 
con toda nitidez) no alcanzaba a depreciarlo.  Para ella, querer había sido 
siempre un poco agradecer y otro poco provocar la  gratitud. A José Claudio, 
en los buenos tiempos, le había agradecido que él, tan  brillante, tan 
lúcido, tan sagaz, se hubiera fijado en ella, tan insignificante.  Había fallado 
en lo otro, en eso de provocar la gratitud, y había fallado tan  luego en la 
ocasión más absurdamente favorable, es decir, cuando él parecía  
necesitarla más. 
A  Alberto, en cambio, le agradecía el impulso inicial, la generosidad de 
ese  primer socorro que la había salvado de su propio caos, y, sobre todo, 
ayudado a  ser fuerte. Por su parte, ella había provocado su gratitud, claro 
que sí. Porque  Alberto era un alma tranquila, un respetuoso de su hermano, 
un fanático del  equilibrio, pero también, y en definitiva, un solitario. 
Durante años y años,  Alberto y ella habían mantenido una relación 
superficialmente cariñosa, que se  detenía con espontánea discreción en los umbrales del 
tuteo y sólo en contadas  ocasiones dejaba entrever una solidaridad algo 
más profunda. Acaso Alberto  envidiara un poco la aparente felicidad de su 
hermano, la buena suerte de haber  dado con una mujer que él consideraba 
encantadora. En realidad, no hacía mucho  que Mariana había obtenido a confesión 
de que la imperturbable soltería de  Alberto se debía a que toda posible 
candidata era sometida a una imaginaria y  desventajosa comparación. 
"Y ayer estuvo Trelles", estaba diciendo José Claudio, "a hacerme la  
clásica visita adulona que el personal de la fábrica me consagra una vez por  
trimestre. Me imagino que lo echarán a la suerte y el que pierde se embroma y  
viene a verme." 
"También puede ser que te aprecien", dijo Alberto, "que conserven un buen  
recuerdo del tiempo en que los dirigías, que realmente estén preocupados por 
tu  salud. No siempre la gente es tan miserable como te parece de un tiempo 
a esta  parte." 
"Qué bien. Todos los días se aprende algo nuevo." La sonrisa fue  
acompañada de un breve resoplido, destinado a inscribirse en otro nivel de  ironía. 
Cuando Mariana había recurrido a Alberto en busca de protección, de  
consejo, de cariño, había tenido de inmediato la certidumbre de que a su vez  
estaba protegiendo a su protector, de que él se hallaba tan necesitado de amparo 
 como ella misma, de que allí, todavía tensa de escrúpulos y quizás de 
pudor,  había una razonable desesperación de la que ella comenzó a sentirse 
responsable.  Por eso, justamente, había provocado su gratitud, por no decírselo 
con todas las  letras, por simplemente dejar que él la envolviera en su 
ternura acumulada de  tanto tiempo atrás, por sólo permitir que él ajustara a 
la imprevista realidad  aquellas imágenes de ella misma que había hecho 
transcurrir, sin hacerse  ilusiones, por el desfiladero de sus melancólicos 
insomnios. Pero la gratitud  pronto fue desbordada. Como si todo hubiera estado 
dispuesto para la mutua  revelación, como si sólo hubiera faltado que se 
miraran a los ojos para  confrontar y compensar sus afanes, a los pocos días lo 
más importante estuvo  dicho y los encuentros furtivos menudearon. Mariana 
sintió de pronto que su  corazón se había ensanchado y que el mundo era nada 
más que eso: Alberto y  ella. 
"Ahora sí podés calentar el café", dijo José Claudio, y Mariana se  inclinó 
sobre la mesita ratona para encender el mecherito. Por un momento se  
distrajo contemplando los pocillos. Sólo había traído tres, uno de cada color.  
Le gustaba verlos así, formando un triángulo. 
Después se echó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que  esperaba: 
la mano cálida de Alberto, ya ahuecada para recibirla. Qué delicia,  Dios 
mío. La mano empezó a moverse suavemente y los dedos largos, afilados, se  
introdujeron por entre el pelo. La primera vez que Alberto se había animado a  
hacerlo, Mariana se había sentido terriblemente inquieta, con los músculos  
anudados en una dolorosa contracción que le había impedido disfrutar de la  
caricia. Ahora no. Ahora estaba tranquila y podía disfrutar. Le parecía que 
la  ceguera de José Claudio era una especie de protección  divina. 
Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con  
beatitud. Con el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una  
especie de rito y, ahora mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el  
movimiento próximo y previsto. Como todas las tardes, la mano acarició el  
pescuezo, rozó apenas la oreja derecha, recorrió lentamente la mejilla y el  
mentón. Finalmente se detuvo sobre los labios entreabiertos. Entonces ella, como 
 todas las tardes, besó silenciosamente aquella palma y cerró por un 
instante los  ojos. Cuando los abrió, el rostro de José Claudio era el mismo. 
Ajeno,  reservado, distante. Para ella, sin embargo, ese momento incluía siempre 
un poco  de temor. Un temor que no tenía razón de ser, ya que en el 
ejercicio de esa  caricia púdica, riesgosa, insolente, ambos habían llegado a una 
técnica tan  perfecta como silenciosa. 
"No lo dejes hervir", dijo José Claudio. 
La mano de Alberto se retiró y Mariana volvió a inclinarse sobre la  
mesita. Retiró el mechero, apagó la llamita con la tapa de vidrio, llenó los  
pocillos directamente desde la cafetera. 
Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el  verde 
para José Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el  
pocillo verde para alcanzárselo a su marido, pero antes de dejarlo en sus manos,  
se encontró con la extraña, apretada sonrisa. Se encontró además, con unas  
palabras que sonaban más o menos así: "No, querida. Hoy quiero tomar en el  
pocillo rojo." 
Montevideanos 1959 
======================================================================= 
La Noche de los  Feos          
http://sololiteratura.com/ben/selecciondecuentos.html 
Mario Benedetti 
1. Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo  
hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa  
marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de 
mi  adolescencia. 
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de  
justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la  
belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de  
resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que  
enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea  la 
palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros  
siente por su propio rostro. 
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la  pantalla 
a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos  examinamos 
sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos,  ya 
desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos  
estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, 
amantes,  abuelitos, vaya uno a saber. Todos - de la mano o del brazo - tenían a 
alguien.  Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y  crispadas. 
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia,  
sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de 
desparpajo  que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que 
fuera  dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona 
lisa,  brillante, sin barba, de mi vieja quemadura. 
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella  no 
podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de 
pelos  rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado  normal. 
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas  del 
rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de  
admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para  
Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá 
debería  sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. 
A  veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera 
tenido un  pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le 
faltara media  nariz, o tuviera una costura en la frente. 
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé.  
Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a 
que  charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto  aceptó. 
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A  
medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, 
los  gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para 
captar esa  curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen 
un rostro  corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era 
necesaria mi  adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para 
registrar murmullos,  tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado 
tiene evidentemente  su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí 
mismas un espectáculos  mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe 
mirar en compañía, junto a  uno (o una) de esos bien parecidos con quienes 
merece compartirse el  mundo. 
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me  
gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo  pelo. 
"¿que está pasando)", le pregunté. 
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de  forma. 
"Un lugar común", dijo. "Tal para cual". 
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para  
justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella  
como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba  
transpasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía.  
Decidí tirarme a fondo. 
"Usted se siente  excluida del mundo, ¿verdad?"  "Sí",  dijo, todavía 
mirándome.  "Usted admira a los  hermosos, a los normales. Usted quisiera tener 
un rostro tan equilibrado como  esa muchachita que está a su derecha, a pesar 
de que usted es inteligente, y  ella, a juzgar por su risa, 
irremisiblemente estúpida."  "Sí." 
Por primera vez no pudo sostener mi mirada. 
"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted  y 
yo lleguemos a algo." "¿Algo como qué?" "Como querernos, caramba. O  
simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una  posibilidad." 
Ella frunció el ceño. No quería concebir  esperanzas. 
"Prométame no tomarme como un chiflado." "Prometo." "La posibilidad es  
meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?"  
"No." "¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde 
yo  no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?" 
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente  escarlata. 
"Vivo solo, en un apartamento, y queda  cerca." 
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí,  
tratando desesperadamente de llegar a un  diagnóstico. 
"Vamos", dijo. 
2. No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi  lado 
ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a 
 desvestirse. 
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta que ahora estaba  
inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi  
tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su 
 sexo. Sus manos también me vieron. 
En ese instante comprendí que debía arrancarme ( y arrancarla) de aquella  
mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un  
relámpago. No éramos eso. No éramos eso. 
Tube que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano  
ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una 
 lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos ( al 
principio un  poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas 
veces sobre sus  lágrimas. 
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y  
pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca  
siniestra. 
Lloramos hasta el alba. Desgraciados , felices. Luego me levanté y  
descorrí la cortina doble. 
(1966)
------------ pr�xima parte ------------
Se ha borrado un adjunto en formato HTML...
URL: <http://lists.sonic.net/pipermail/grupito/attachments/20120924/2fce248c/attachment.html>
------------ pr�xima parte ------------
A non-text attachment was scrubbed...
Name: no disponible
Type: application/pdf
Size: 25876 bytes
Desc: no disponible
URL: <http://lists.sonic.net/pipermail/grupito/attachments/20120924/2fce248c/attachment.pdf>


More information about the Grupito mailing list